El presidente de Brasil encontró una peculiar manera de enterrar cualquier pretensión de castigo a los culpables de violaciones a los derechos humanos en su país: instando a la izquierda y a las organizaciones humanitarias a reivindicar la memoria de las víctimas y a dejar de poner el acento en punir a quienes los asesinaron o hicieron desaparecer.
“Debemos transformar a nuestros muertos en héroes”, antes que insistir en mandar a prisión a quienes “los mataron”, dijo Luiz Inázio “Lula” da Silva este martes. “Siempre que hablamos de los estudiantes que murieron, de los trabajadores que murieron, hablamos insultando al que los mató, cuando en verdad ese martirio nunca acabará si no aprendemos a transformar a nuestros muertos en héroes y no en víctimas”, agregó en un discurso pronunciado en Río de Janeiro.
Fuera de contexto, las palabras de Lula podrían ser vistas incluso como saludables (¿la sobrevictimización de desaparecidos, asesinados o torturados no es acaso funcional a quienes pretenden reducir la cuestión de las violaciones a los derechos humanos bajo las dictaduras a un conflicto privado entre represores por un lado y parientes de esas “víctimas” por otro?).
Sin embargo, en el actual escenario político brasileño esas mismas palabras suenan sobre todo a búsqueda de una salida -hábil, astuta, hasta “por izquierda”- a un tema que continúa molestando al gobierno dirigido por el líder histórico del Partido de los Trabajadores (PT).
Y es que en los últimos días hubo nuevas demostraciones de que en el Poder Ejecutivo brasileño pesan más quienes no tienen intención alguna de que su país deje de ser el paraíso latinoamericano de la impunidad en esta materia.
El propio Lula lo puso de manifiesto esta semana cuando “amonestó”, según dijeron voceros de organizaciones humanitarias y algunos medios de prensa, a su ministro de Justicia, Tarso Genro, y a su secretario de Derechos Humanos, Paulo Vannuchi. Ambos habían declarado recientemente en un seminario que la ley de amnistía de 1979 -promulgada por la dictadura para prevenirse de cualquier veleidad que alguien tuviera intención de castigar sus crímenes- carece de validez porque torturas, desapariciones forzadas y asesinatos políticos son delitos de lesa humanidad, y por tanto imprescriptibles. Genro y Vannucchi se afiliaron también a la tesis, defendida por numerosos juristas y respaldada por resoluciones de organismos internacionales, de que la desaparición forzada es un delito permanente, que no cesa hasta la aparición del cuerpo de la víctima.
Pero no rumbea por allí el gobierno brasileño. Apenas conocidas las declaraciones de Genro y Vannucchi, militares de alta graduación, la mayoría en situación de retiro y otros en actividad, pusieron el grito en el cielo y exigieron al gobierno que respetara la ley de amnistía. El ministro de Defensa, Nelson Jobim, se apresuró a calmarlos: la ley está vigente y nadie la modificará, reafirmó.
Sin pronunciarse explícitamente -no es su estilo, al parecer, en este tema- Lula apuntó en la misma dirección al recibir, junto a Jobim, a dos altos oficiales de la Marina y el Ejército recientemente promovidos (fue tras esa reunión que el ministro de Defensa dijo que la ley del 79 no sería tocada) y convocar a Genro al palacio presidencial no precisamente para respaldarlo, según se hizo trascender.
“Está muy bien reivindicar la memoria de las víctimas, pero eso no es incompatible, más bien todo lo contrario, con el deber de hacer justicia”, comentaron voceros de organizaciones humanitarias brasileñas tras el discurso de Lula.
Lo cierto es que esos grupos no ganan para nuevos problemas. Ya la tenían difícil con la soledad en que se mueven (“este es un combate en el que muy pocos se prenden, la amnesia ha ganado a la sociedad brasileña”, decía hace un tiempo en declaraciones a Sirel Jair Krischke, del Movimiento de Justicia y Derechos Humanos, de Porto Alegre), como para agregarle un nuevo enfrentamiento con el gobierno del PT en un terreno resbaladizo como el elegido ahora por el Presidente.
Retórica y escenografía “de izquierda” pautaron el planteo de Lula. Escenografía: su discurso lo pronunció ante un público de militantes estudiantiles, en el que el Presidente asumió la responsabilidad del Estado por un acto “criminal” como fue la destrucción de la sede, en 1964, por la flamante dictadura, de la Unión Nacional de Estudiantes.
Retórica: Lula acompañó su llamado al abandono de “la queja” con frases como éstas: “Imagínense si el Frente Sandinista se hubiera quedado en el lamento de todos los que mató Somoza. Imagínense si Fidel se hubiera quedado en el lamento de todos los que asesinó Batista...”
Más allá de la discutible pertinencia histórica de la comparación (aquel sandinismo originario de 1979 mandó a la cárcel a muchos de los exponentes del somocismo, y que se sepa Castro no fue precisamente indulgente tras la caída de la dictadura de Batista), el mensaje tenía un blanco muy claro: los jóvenes, convocados a “mirar hacia el futuro” y, en todo caso, a rescatar -como fuente de inspiración espiritual, karmática, etcétera- a aquellos lejanos “héroes” de los sesenta, pero abandonando en el hoy posturas “revanchistas” que impedirían el verdadero objetivo de lograr la “reconciliación nacional”.
“Con actitudes así del gobierno, va a ser muy difícil que Brasil deje de ser uno de los países sudamericanos con mayor grado de impunidad para los violadores a los derechos humanos”, comentó un portavoz del movimiento liderado por Krischke.
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