Sucede en Uruguay dr justicia Social Ferguson "a la uruguaya" |
Con su perspectiva habitual, la televisión prefirió hablar de la “temible insurrección” de los jóvenes de la orilla. Este relato se propone otro eje: hubo un muerto.
Era domingo. Por fin la primavera se había dignado dar un respiro y
suspender la lluvia que todo lo convierte en barro. Por lo menos en esta
parte de la ciudad. Había pasado el mediodía y la plaza, sin otro
mobiliario que pasto y un anfiteatro desvencijado, oficiaba como siempre
de lugar de esparcimiento; estaba lleno de gente. En sus alrededores
paseaban los de la Iglesia con los gurises, otros venían cargando sus
pertenencias de vuelta de pasarse la mañana en la feria, y estaban los
pibes sentados en la escalerita del anfiteatro de Marconi: una
estructura que consta de un escenario a dos metros del suelo y una pared
detrás con un mural de unos tambores que el tiempo y la intemperie han
ido despintando.
Contra el muro de los talleres de los salesianos de Don Bosco, por
Trápani a unos metros de Aparicio Saravia, el Bebe recostaba la espalda y
estiraba las piernas, como todos los días. Aquel basural, en frente a
la casa de su familia, era el lugar donde le daba fuego a la pipa, de
espalda a los grafitis que siguen diciendo “Todos somos Marconi”, que
insinúan apodos de algunos botijas o que informan del número de lista de
un candidato a concejal con un trazado caligráfico tosco y grafía para
el infarto de maestras y reales academias. Dice uno de los vecinos que
al Bebe le daba vergüenza fumar pasta. Que se tapaba la cabeza con la
capucha para disimular, que alejaba a los niños que se le acercaban al
verlo contra el muro, que ellos nada tenían que mirar ahí, que se
fueran.
Acostumbrado a que la basura le brindara el mango miró el
cielo sin nubes que no anunció nada de lo que pasaría. En los días
siguientes, esa esquina irá llenándose de basura cuando los recolectores
–y también el único bondi que entra por Aparicio Saravia para ese lado,
el 405– dejen de pasar. Pañales desechables, bolsas plásticas
ennegrecidas, plásticos de molde partidos, los restos calcinados de dos
motos y miles de objetos clasificables sólo como el desperdicio del
desperdicio, son parte del paisaje.
A unas cuadras, muy cerca de esta
escena barrial de domingo, sucedía otra, también cotidiana. Revólver en
mano, la rapiña fue fácil. Puede que no haya sido la primera, puede que
tampoco sea la última. Huyeron en moto y fueron a reunirse al paisaje
del descampado alrededor del anfiteatro, a diez cuadras. Dicen los que
estaban que no sabían nada de lo que acababa de suceder en la panadería
Galegus, en Rancagua y Torricelli. Los que sí sabían eran los policías.
De alguna manera llegó el dato a la comisaría de la calle Millán,
cerquita del Miguelete, de que la moto con la que habían escapado raudos
estaba en el descampado del anfiteatro.
Todo puede pudrirse en
segundos, o en tres minutos, que es lo que dura el video que filmó una
de las vecinas que estaba en la vuelta. Fue, tal vez, la certeza del
abuso que se vendría la que la llevó a levantar el celular y apuntarlo
hacia las patrullas, hacia los pibes tirados en el piso, hacia el
remolino de gente que se empezó a formar alrededor. Otra vez arroz. Otra
vez atroz.
Los móviles policiales entraron meta sirena. La patrulla
encontró la moto y a los gurises que tomaban el sol desde hacía un rato
sentados en la escalerita de hormigón que sube al escenario. Todos
contra la pared, o mejor, al piso.
La tensión subió como sólo sube
cuando la Policía aparece. La gente que estaba en la vuelta se acercó.
El ruido del ambiente aumentó con ellos. Todos están atentos. Hay un par
de mujeres que discuten acaloradamente con los policías. Éstos empiezan
a llevarse esposados a la camioneta a los pibes que estaban en la
escalerita, a los que encontraron cerca de la moto. Esos que no tuvieron
parte en el asunto. Así lo entenderá el juez que horas más tarde se
haría cargo del expediente. El juez Nelson dos Santos liberará a esos
ocho pibes que la Policía está llevándose en este momento.
“Ahí van
dos más”, se oye decir en la vocecita de un niñito que mira la escena
pegado a quien sostiene el celular convertido en cámara testigo.
En el
video se ve claramente cómo es una sola piedra la que pasa rozando la
cabeza de un policía pelado que está parado, arma en mano, frente a la
camioneta donde están cargando a los detenidos. Inmediatamente, el que
tiene enfrente, de boina y de espaldas a la cámara, tira el primer tiro,
apuntando levemente hacia arriba, como hacia el lugar de donde pudo
haber venido la piedra. Ya no hay vuelta atrás.
La chica con la cámara
corre y sólo puede verse el pasto del descampado mezclado con el barro, y
escucharse otro tiro, y otro, y otro más. “¡Corré! ¡Andá para
adentro!”, son de las pocas palabras reconocibles entre el tiroteo que
se ha generado.
Se escuchan diez disparos y luego sólo gritos.
Los tiros
terminan cuando la cámara vuelve a enfocar la escena.
Es que la Policía
se retiró y ya no hay quién tire. Los móviles se alejaron unos metros
dejando un cuerpo acurrucado en el piso, con las rodillas junto al
pecho.
La gente grita a los policías que aún observan la escena a
escasos metros: “¡Lo dejaron tirado!”. Unos gurises se acercan y se le
arrodillan al lado. Sólo se escuchan gritos y una pequeña multitud
empieza a agruparse en torno al cuerpo del Bebe que está en el piso.
“¡Cuidado! ¡Siguen tirando!” Desde una de las patrullas y la camioneta
largan un par de tiros más antes de irse definitivamente con los ocho
pibes detenidos.
El Bebe se desangra por la bala que le partió el pecho
sobre el piso mugriento de la calle Trápani, a menos de una cuadra de la
casa donde viven sus padres y su hermana. Se muere lentamente con la
cara vuelta hacia el basural al que a veces lograba sacarle un mango.
En
la mañana del lunes de lo primero que se escuchó hablar fue de los
hechos de “desobediencia civil” que se dieron en el barrio Marconi,
según lo catalogó el jefe de Policía de Montevideo, Diego Fernández. Y
como acto reflejo, aparece la mención a la “zona roja”, a los
antecedentes del muerto –que el último era de 2006– y a las estrellas de
todos los análisis: las “bocas” y la pasta base. Pero la pasta no fue
la que mató al Bebe, fue la Policía. El juez de la causa dictaminó el
martes que la bala provino de una de las armas de los uniformados, de
uno de los cinco que luego dejaría libres en calidad de emplazados.
Como
era domingo, la policlínica Misurraco, ubicada a tres cuadras del
anfiteatro, estaba cerrada. Así que un vecino llevó en la caja de su
camioneta el cuerpo del Bebe hasta la policlínica de Capitán Tula, en
Maroñas, a cuatro quilómetros de ahí. Llegó muerto.
Su madre y su
hermana llegaron como locas buscándolo, y sólo recibieron destratos.
Contó la madre que el policía de la policlínica la trató de “sucia” y
que a su hija la pateó en la vulva. Dicen en el barrio que al padre
también le dieron unos viandazos en la Comisaría 12 cuando fue a hacer
la denuncia. La misma comisaría de la que provinieron los efectivos que
acribillaron a su hijo y lo dejaron tirado en la calle, sin asistencia.
La
noticia corrió como reguero de pólvora. La ira de los vecinos estalló y
también un deseo gregario de marcar la cancha a sangre y fuego, como
forma de protesta, de decir basta y de dejar bien clara la
territorialidad, aunque más no fuera por una hora.
A la caída de la
tarde del domingo, un grupo empezó quemando cubiertas sobre Aparicio
Saravia. Luego rellenaron de basura tres autos que estaban en el lugar y
también les tocaron fuego. Y ahí algunos aprovecharon la volada para
meter mano en saco ajeno. En la noche sucedió el episodio que tuvo más
repercusión. Un taxi iba por Aparicio Saravia hacia Mendoza cuando se
dio de lleno con el corte de calle y las volutas de humo negro que
salían de los autos que ardían. Una vecina comentó que la pasajera se
bajó y que el tachero intentó una maniobra para volver sobre lo andado,
pero que lo interceptaron, lo bajaron del auto –a punta de pistola según
diría más tarde– y se llevaron el vehículo para alimentar la hoguera de
la furia.
La Policía cercó el barrio en respuesta a los desmanes.
Puso dos retenes, uno sobre San Martín y otro sobre Mendoza. Ningún
vehículo podía entrar por Aparicio Saravia, y los que intentaban salir
debían presentar documentos ante los uniformados.
Lo que colmó la
paciencia de los vecinos fue la misma respuesta policial. El sentimiento
no es nuevo en estos barrios, el relacionamiento con la Policía dista
de ser considerado siquiera trato. Que los traten de “pichis” o de
“mugrientos” ya no los sorprende.
“Si no quemamos autos no nos dan
bola”, diría un pibe a la prensa el martes en el Cementerio del Norte,
donde el Bebe fue enterrado. “Los efectivos policiales, principalmente
de la Guardia Republicana –según informó El País el martes 16–,
esperaban la llegada de los familiares de Sosa –el Bebe– fuertemente
armados ante la posibilidad de una represalia por la muerte del joven.
Sobre las 18.30, sin embargo, el jefe del operativo pidió que se
deshiciera el cordón que habían formado para esperarlos, ya que a la
salida del Cementerio se habían dispersado.”
En la mañana del
miércoles los esqueletos calcinados de los tres autos –al taxi lo sacó
la Policía– componen la pista visible de la tragedia del fin de semana.
El relinchar repentino y el trote en círculos del caballo asustado atado
en la esquina de Aparicio Saravia y Jacinto Trápani son los únicos
sonidos que cortan el silencio sordo que lo inunda todo. Hay una calma
extraña en el lugar, como si la gente hubiese desaparecido.
Llovizna
finito y constante. Juan, uno de los concejales de la zona, sugiere
refugiarse bajo el escenario del anfiteatro. A poco de iniciar la
conversa se le cierra la garganta y se le caen un par de lágrimas que
seca con su mano callosa de uñas reventadas de llevar 48 años en una
vida de trabajo.
Le duelen las impotencias y lo agobia la impunidad con
que se casca y se mata a gurises que no han hecho nada para recibir
semejante respuesta. La pregunta de Juan es válida: “¿No tienen un
oficial a cargo del operativo que les diga lo que tienen que hacer?”, y
su respuesta también: “Tiene que haber una cabeza pensante, no podés
largar a la Policía a los barrios marginales a reprimir, sino no a un
oficial inteligente”.
Juan sabe que él es uno de los privilegiados,
que aprendió artes marciales y que pudo viajar por otros países y
ciudades. Sabe que eso fue lo que alejó la miseria. Expone sus planes,
piensa en que si logra que los pibes vivan una experiencia similar puede
que el cantar sea otro: habla de hacer campamentos, comidas, mostrarles
otro mundo, trasmitir otras cosas, sacarlos del encierro de este
microclima.
“Los pibes tienen vergüenza de decir que son del barrio,
dicen que son de Las Acacias.
” Habla de la estigmatización, de que
“nunquita” van a llamar de un laburo a un pibe del Marconi. Que los
canales de televisión privados y la prensa mayor “nos utilizan y nos
miran. Ahora estamos en el ojo de todo el mundo y es sólo por los hechos
de violencia.
¿Por qué no vinieron antes, cuando trajimos al profesor
de hip hop, o cuando hacemos otras actividades de Carnaval?
A nosotros
nos buscan los antecedentes y después ven si somos humanos, pero primero
los antecedentes. (…)
¿Cuál es el mensaje que están dando para el
barrio?, ¿que nosotros somos menos que gente? Vivimos como ratas, es
injusto. Lo dejaron tirado como un perro”.
Uruguay- Montevideo, Gobierno para los pobres y socialista
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