Jean Robert |
*(Autor de los libros: Le Temps qu'on nous vole (1980); Ecología y tecnología crítica (1992); Water is a Commons (1994); Libertad de habitar (1999); Raum und Geschichte I, II y III (1998); La crisis: el despojo impune (Editorial Jus, 2010) y en coautoría con Jean-Pierre Dupuy escribió: La Trahison de l'Opulence (1975) y con Majid Rahnema: La Puissance des pauvres (2008). Catedrático universitario e intelectual marginal, Jean Robert participó en el consejo editorial de la revista Ixtus y actualmente colabora en Conspiratio, ambas publicaciones fundadas por el poeta Javier Sicilia.)
Jean Robert llegó a Cuernavaca en 1973, de inmediato colaboró en el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) dirigido por Iván Illich; de ser “la ciudad de la eterna primavera y la capital intelectual de la década de 1970”, Cuernavaca se convirtió “en un pequeño infierno”. Clarín.cl buscó al peatón e intelectual rauraco-celta durante los días del plantón convocado por Javier Sicilia, para conversar sobre la ciudad, su velocidad, la ceguera gubernamental, la capacidad de organización de los jóvenes ante el desgarramiento del tejido social, entre otros temas, incluso analizó el contexto internacional: “La ‘ventaja’ de una dictadura es que resulta más fácil criticarla que un sistema ambiguo y complejo como la llamada ‘democracia mexicana’. En Egipto, se le pidió a Hosni Mubarak que se fuera y se asustó tanto que se fue, lo mismo con Ben Alí en Túnez. Pero la desventaja de las dictaduras es que el derrocarlas no requiere una reflexión que vaya realmente a la raíz de las cosas”.
-MC.- Jean, ¿cuál es tu reflexión después de la indignación y euforia de la marcha y plantón en Cuernavaca?
-JR.- Es curioso que uses la palabra euforia; antes de cualquier cosa, hay una indignación: ¡Estamos hasta la madre!, están ocurriendo cosas absolutamente intolerables, como dijo Javier Sicilia: “estamos frente a una emergencia nacional”. Los jóvenes encontrados muertos en Temixco el 28 de marzo son la gota que derramó el vaso, porque dentro de los miles de homicidios anónimos en nuestro Estado, tocó que una de las víctimas –Juan Francisco Sicilia- fuera hijo de una personalidad del mundo literario y cultural del país. Javier Sicilia, su padre, es poeta, novelista, columnista de Proceso y La Jornada Semanal. Entonces, se hizo público algo que no se había hecho público antes. Si analizo mi propio estado de ánimo, tengo que admitir que, como la mayoría de los ciudadanos, yo sabía que todos los días habían muertos, que aparecían colgados en los puentes peatonales de los barrios “bien”, muertos abandonados en coches, con marcas de tortura y a veces decapitados. Uno trataba de salvaguardar su tranquilidad emocional reduciendo esos crímenes a datos estadísticos, a las “leyes de los grandes números”: sí, vivimos en un mundo peligroso, pero… “mientras no nos toca…”. Esta vez, sí nos tocó, y duro. Me tocó de muy cerca: Javier es uno de mis mejores amigos y yo conocía bien a su hijo Juanelo. De repente, los números se vuelven rostros, principalmente de jóvenes, las estadísticas se esfuman atrás del horror de vidas, sueños y proyectos sesgados. Retrospectivamente, mis raciocinios tranquilizadores me aparecen como la forma cero de la complicidad, la omisión: al reducir las muertes a datos estadísticos, yo también contribuía a dar credibilidad a la tesis de Felipe Calderón, según él esas muertes presentadas como estadísticas anónimas son los inevitables “daños colaterales” de su guerra santa contra el crimen. Llamo la omisión “nivel cero de la complicidad” porque, para enlistarme en su “cruzada contra el crimen”, Felipe Calderón sólo necesita mi silencio. Nunca he creído en su guerra que me parece irrealista, inmensamente costosa y desastrosa. Pero, al no realizar en carne propia que esos muertos nunca son anónimos, que tienen nombre y rostro, otorgaba a la guerra un “voto de omisión”. La mayoría de las victimas son jóvenes que mueren en condiciones semejantes a las de Juan Francisco Sicilia y sus amigos. Esto es más que una toma de conciencia, es una especie de catarsis que se expresó públicamente en las marchas multitudinarias del 6 de abril. Muchos ciudadanos pasaron por el mismo doloroso proceso reflexivo que yo. De ahora en adelante, sabemos que los asesinatos pueden tocarnos cerca, y como conocíamos a Juan Francisco y a sus amigos asesinados el 27 de marzo, queremos conocer los nombres de los cerca de quince jóvenes que cayeron en nuestro Estado desde entonces.
-MC.- ¿De ahí la importancia de recuperar sus nombres en “El muro del holocausto”?
-JR.- Yo apoyo la iniciativa de colocar placas en un lugar público recordando los nombres de los nuevos caídos. Primero fueron colocadas siete placas con los nombres de los que murieron el 27 de marzo y, al día siguiente, se colocaron 96 placas con los nombres de las personas asesinadas este año en el Estado de Morelos. Parece que las autoridades estatales ya destruyeron subrepticiamente 16 de esas placas. Tanto Javier como yo evitamos hacer especulaciones, pero en esta guerra hay una lógica que es diabólica: todo pasa como si una entidad o un “sistema” tuviera interés en desestabilizar al país. Los jóvenes son los que están más expuestos a esta lógica destructiva; hay realmente una violencia dirigida contra ellos y mi consejo a mis estudiantes es que no se expongan individualmente.
-MC.- ¿Qué demostraron los jóvenes al permanecer en el Plantón y organizar las actividades culturales en el Zócalo de Cuernavaca?
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