En el mes de marzo se encendió la mayor protesta social de trabajadores que se recuerda en mucho años en Brasil. Más de 80 mil obreros de todo el país paralizaron las obras del “progreso”: hidroeléctricas, refinerías y usinas termoeléctricas. La mecha de la protesta se prendió en la selva amazónica, en Jirau, y la encendió la arbitrariedad, la violencia y el autoritarismo.
Todo empezó con algo muy pequeño, igual que en Túnez, similar al modo como empiezan los grandes hechos sociales. La pelea entre un obrero y un conductor de autobuses, en la tarde del 15 de marzo, en el campamento donde miles de peones llegados de los rincones más pobres de Brasil construyen una de las mayores represas hidroeléctricas del país, una gigantesca obra sobre el río Madera que costará 10 mil millones de dólares.
Poco después de la pelea, en la que el peón fue golpeado, cientos de obreros comenzaron a incendiar los ómnibus que los llevan desde los barracones hasta las obras. Algunas fuentes hablan de 45 ómnibus y 15 vehículos quemados, aunque otras elevan la cuenta a 80 ómnibus incendiados en pocos minutos. Ardieron también las oficinas de la empresa constructora, Camargo Correa[1], la mitad de los dormitorios y por lo menos tres cajeros electrónicos de bancos. Unos 8 mil trabajadores se internaron en la selva para huir de la violencia. La policía fue desbordada y apenas pudo proteger los depósitos de explosivos que se usan para desviar el cauce del río. La calma recién llegó cuando el gobierno de Dilma Rousseff envió 600 efectivos de la policía militar para controlar la situación. Pero los trabajadores, alrededor de 20 mil en la usina de Jirau, no volvieron al trabajo y retornaron a sus lugares de origen.
En la cercana usina de San Antonio, comenzó un paro de los 17 mil obreros que construyen otra usina sobre el mismo río Madera cerca de Porto Velho, la capital de Rondonia. En apenas una semana la oleada de huelgas en las grandes obras se extendió: 20 mil trabajadores dejaron el trabajo en la refinería Abreu e Lima en Pernambuco, otros 14 mil en la petroquímica Suape en la misma ciudad, cinco mil en Pecém, en Ceará. Lo común entre todas estas huelgas, es que se realizan en las gigantescas obras del Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC), y que se enfrentan a las grandes empresas constructoras del país, las multinacionales brasileñas que trabajan para el gobierno.
Las represas del río Madera
El río Madera es el principal afluente del Amazonas. Nace en la confluencia de los ríos Beni y Mamoré, cerca de la ciudad de Villa Bella en la frontera entre Brasil y Bolivia, tiene una longitud de 4.207 kilómetros, está entre los 20 ríos más largos y es uno de los 10 más caudalosos del mundo. Recoge las aguas de la cordillera andina en el sur del Perú y Bolivia y cuenta por lo tanto con grandes desniveles que lo convierten en una fuente adecuada para la generación de hidroelectricidad.
El proyecto de expansión de Brasil requiere mucha energía y sus planificadores sostienen que los ríos amazónicos están poco aprovechados. El “complejo del río Madera” contempla la construcción de cuatro represas hidroeléctricas, dos de ellas ya comenzadas, las de Jirau y San Antonio en el tramo brasileño entre la frontera y Porto Velho. La usina de Jirau a 150 kilómetros de la capital, producirá 3.350 MW y San Antonio 3.150 MW. Se trata de dos proyectos prioritarios dentro del PAC que busca la interconexión de los sistemas aislados de los estados de Acre (vecino de Rondonia) y Maranhao (en el Atlántico norte) a la red nacional de distribución eléctrica[2].
En opinión de varios analistas, la apuesta es utilizar el potencial hidroeléctrico amazónico en beneficio de las regiones Centro y Sur, las que poseen los mayores parques industriales, y favorecer el consumo eléctrico de sectores que utilizan energía en forma intensiva como la minería, la metalurgia y las cementeras. De ese modo se apoya también al sector agroindustrial, “principal impulsor de la salida brasileña hacia el Pacífico”[3].
Se está viviendo la expansión del núcleo histórico del país, situado en la región de Sao Paulo y los estados del sur, hacia el norte, donde se desarrollan los grandes proyectos hidroeléctricos, carreteras, expansión de la pecuaria y la minería. A principios de 2007 Lula lanzó el PAC con enormes inversiones para cuatro años por un total de 503 mil millones de dólares, en ese momento un 23% del PIB. Si se excluye el área de petróleo, la mayor inversión correspondió a la generación y transmisión de energía eléctrica con 78 mil millones de dólares.
En 2010 se lanzó el PAC 2, con tres veces más recursos, llegando a un billón de dólares. La generación de energía eléctrica es una de las inversiones más fuertes. Brasil tiene una potencia instalada de generación eléctrica de 106.000 MW en 2009, que incluye generación hidráulica, térmica, eólica y nuclear. La generación hidráulica era ese año de 75.500 MW pero el potencial de sus ríos es de 260.000 MW, el mayor del mundo, o sea “apenas” el 30% de su potencial está aprovechado[4].
El Plan Nacional de Energía 2030 contempla llegar a 126.000 MW de energía hidroeléctrica, un crecimiento del 65% que en su mayor parte estará concentrado en las cuencas del Amazonas y del Tocantins[5]. Para duplicar el potencial de los ríos de la selva, como propone el plan “Brasil 2022”, hacen falta inmensas obras en muy poco tiempo. La usina de Jirau fue licitada en mayo de 2008 siendo ganada por el consorcio Energía Sustentable de Brasil integrado por Suez Energy, con 50,1%, Camargo Correa con 9,9%; Eletrosul con 20% y Compañía Hidroeléctrica de San Francisco (Chesf) con 20%. Su costo inicial era de 5,5 mil millones de dólares, financiados por el BNDES.
La usina estuvo desde el comienzo involucrada en denuncias. Pone en riesgo a pueblos indígenas en aislamiento voluntario y el Instituto de Medio Ambiente (Ibama) concedió la autorización en julio de 2007 por presiones políticas y en contra de la opinión de sus técnicos. La empresa modificó el lugar donde construye la obra para hacerlo 9 kilómetros más abajo para reducir costos, sin estudio de impacto ambiental. En febrero de 2009 el Ibama decidió paralizar la obra por usar un área sin autorización y aplicó una fuerte multa[6]. Recién en junio de 2009 se libró la licencia ambiental definitiva en medio de protestas y manifestaciones de los ambientalistas.
Bolivia también expresó críticas a las obras por la proximidad con la frontera, ya que se estima que la formación de dos grandes lagos puede alentar enfermedades como la malaria y el dengue[7]. Según medios brasileños la malaria habría aumentado en la zona un 63% en los primeros siete meses de 2009 en relación al mismo período del año anterior.
Rebelión en la selva
Entre las dos usinas en construcción emplean alrededor de 40 mil trabajadores, el 70% llegados de otros estados. Sólo en Jirau trabajan unos 20 mil obreros, en su gran mayoría peones mal remunerados (el salario es de mil reales, unos 600 dólares). Llegan hasta las obras, aisladas en plena selva, desde lugares remotos del Nordeste, el Norte e incluso el Sur de Brasil, muchas veces engañados por intermediarios (llamados “gatos”) que les prometen salarios y condiciones de trabajo superiores a las reales. Todos deben pagar a los “gatos” por sus “servicios”.
Cuando llegan a la obra ya están endeudados, los alimentos y las medicinas son más caras porque deben comprarlas en los comercios de la empresa, muchos se alojan en barracones de madera, duermen en colchones en el suelo, los baños quedan lejos y son escasos, no tienen energía eléctrica, y están abarrotados. Maria Ozánia da Silva, de la Pastoral del Migrante de Rondonia, dice que los obreros “se sienten frustrados por los salarios, y por los descuentos que les hacen sin explicación”[8].
El primer problema que denuncian es que Camargo Correa, la empresa encargada de Jirau, no paga horas extra. Pero la “revuelta de los peones” no es por salario sino por dignidad, como señala el periodista Leonardo Sakamoto. Entre las diez principales demandas figuran: poner fin a la agresividad de los vigilantes y encargados, que usan cárceles privadas; tratamiento respetuoso a los que llegan a los alojamientos alcoholizados; fin del asedio moral de los oficinistas a los peones; pagar por hora de transporte cuando el viaje a la obra es largo; eficiencia en los restaurantes para evitar que la fila para comer consuma el tiempo de descanso; cesta básica que tome en cuenta los precios locales[9].
Según Sakamoto los peones de hoy tienen un perfil bien diferente de aquellos que trabajaban en la construcción en los años 90. Ahora usan celular e Internet, saben lo que pasa en el mundo, tienen el orgullo de vestir bien, reclaman un trato respetuoso y utilizan a menudo la palabra “dignidad”. Les molesta la precariedad de las instalaciones y los dormitorios, sufren el aislamiento lejos de sus familias, y el menor maltrato crispa los ánimos. Silvio Areco, ingeniero con experiencia en grandes obras, marcó los cambios: “Antes el que mandaba en una obra era casi un coronel, tenía autoridad. Ahora eso no funciona, un peón de obra tiene más autonomía”[10].
Las empresas están muy apuradas porque las obras tienen cierto retraso y presionan a los trabajadores. En setiembre de 2009 el ministerio de Trabajo liberó a 38 personas que trabajaban en situación de esclavitud y en junio de 2010 constató 330 infracciones en la obra de Jirau[11]. El principal problema es la inseguridad. En opinión de Da Silva, los migrantes se convierten en un blanco fácil de los intermediarios y de las empresas que abusan porque están desprotegidos.
Pero los problemas no se limitan a las obras. El pastor de Jaci-Paraná, ciudad vecina de Jirau, Aluizio Vidal, presidente del PSOL (Partido Socialismo y Libertad) de Rondonia, denuncia un aumento de la criminalidad y la prostitución. Entre 2008 y 2010 la población de Porto Velho creció 12% (tiene medio millón de habitantes) pero en el mismo tiempo los homicidios crecieron un 44% y según el juzgado de infancia los abusos a menores aumentaron un 76% en esos dos años[12].
Según los movimientos sociales de la región, agrupados en Alianza de los Ríos de la Amazonia, “Jirau concentra todos los problemas posibles: con un ritmo descontrolado, trajo a la región el “desarrollo” de la prostitución, el uso de drogas entre jóvenes pescadores y de las riberas, la especulación inmobiliaria, el aumento del precio de los alimentos, enfermedades sin atención, y violencias de todos los tipos”[13].
Elias Dobrovolski, miembro de la coordinación del Movimiento de Afectados por las Represas (MAB) que acompaña a los trabajadores desde que comenzaron las obras, asegura que los distritos alrededor de Jirau están pasando por problemas muy serios. “Eran pueblos con dos mil habitantes que ahora albergan 20 mil personas. No hay estructura para tanta gente. No hay escuelas, puestos de salud y policías suficientes para dar soporte a toda esta gente que vin”ocon las usinas”[14].
A todo eso habría que agregar que en las grandes obras del PAC las muertes en el trabajo superan el promedio. La construcción civil brasileña tiene una tasa de 23,8 muertos cada cien mil empleados, y las obras del PAC de 19,7. En Estados Unidos es de 10 por cien mil, en España de 10,6 y en Canadá de 8,7. La cifra es demasiado alta porque las grandes constructoras “tienen tecnología suficiente para proteger a los trabajadores”[15]. A su vez, el MAB denuncia jornadas de trabajo de hasta 12 horas con situaciones de epidemias en las obras.
Peor aún: las empresas contrataron ex coroneles que estarían haciendo sabotajes para criminalizar a los sindicatos[16]. La revuelta atacó los símbolos de poder. “Testimonios de los ataques dijeron que los hombres que llegaron para destruir los alojamientos incendiaron primero los de los encargados e ingenieros”[17].
Sindicatos, empresas y gobierno
Los obreros de la construcción civil pasaron de 1,8 millones en 2006 a 2,8 millones en 2010. La desocupación en el sector es de apenas 2,3%. Los sindicatos estiman que cuando las obras de insfraestructura estén en su momento de esplendor, incluyendo las de la Copa del Mundo de 2014 y las Olimpíadas de 2016, sólo en el sector del PAC habrá un millón de obreros. Algo que desborda tanto a los empresarios como a los sindicalistas.
La revuelta de los peones de Jirau tomó por sorpresa a todos: tanto al gobierno como a los empresarios y los sindicatos. Víctor Paranhos, presidente del consorcio empresarial, dijo: “Es preocupante porque no sabemos cuál es el motivo. No hay siquiera líderes”[18]. Curiosamente, es muy similar a lo que dicen los sindicalistas. “En esas revueltas en Jirau percibimos que no existe un líder para negociar una tregua”, dijo Paulo Pereira da Silva de Força Sindical[19]. La CUT no se quedó atrás y defendió al gobierno ante los trabajadores: “Tienen que volver a trabajar. Soy brasileño y quiero ver esa usina funcionando”[20].
Esa cultura compartida entre empresarios y sindicatos, que apuesta a reconducir la protesta social por cauces institucionales o ahogarla con masiva presencia de la policía militar (el gobierno envió 600 policías militares), no está comprendiendo que la revuelta no es sólo ni principalmente por salario. Los grupos como el MAB, los indígenas y las pastorales, han hecho una lectura diferente. “La revuelta es reflejo del autoritarismo y la ganancia por la acumulación de riqueza a través de la explotación de la naturaleza y los trabajadores”, dice un comunicado del MAB[21].
En opinión del Instituto Humanitas Unisinos, la revuelta de Jirau no sensibilizó ni a la izquierda ni a los ambientalistas. Los sitios de los movimientos apenas cubrieron el conflicto. “La violencia de la revuelta en Jirau y la de los árabes es similar, pero la recepción aquí, en ambos casos, fue opuesta”, dijo el periodista Janio de Freitas[22].
El 5 de abril los obreros de San Antonio volvieron al trabajo luego de 10 días de huelga al votar en asambleas un acuerdo entre la CUT y la empresa Odebrecht que contempla una anticipación del aumento de salarios de 5% a la espera de una negociación final, aumento de la cesta básica de alimentos de 110 a 132 reales y cinco días libres cada tres meses para visitar a las familias con derecho a pasaje aéreo[23]. Las obras en Jirau siguen paralizadas luego de 20 días a la espera de negociaciones con Camargo Correa.
“El PAC es síntesis del modelo desarrollista que reedita el proyecto de un Brasil grandioso como en la época de Getúlio Vargas, Juscelino Kubitschek y el período militar. Un modelo basado en grandes obras, sobre todo de explotación energética con vistas al consumo de energía de una nación emergente exportadora de commodities”, apunta el informe “La rebelión de Jirau”[24]. Ese crecimiento exponencial de Brasil pasa por convertir la Amazonia y todos sus recursos en mercancías, un proyecto que apenas tiene oponentes organizados ya que lo comparten sindicatos y empresarios, izquierdas y derechas, gobierno y oposición.
El movimiento que defiende a los afectados por las represas (MAB) lleva 20 años resistiendo lo que considera un despojo. Su lema es “Agua y energía no son mercancías”. La revuelta de Jirau es una respuesta de los más pobres, los peones de Brasil, al ambicioso proyecto de modernización y de profundización del capitalismo. Gilberto Cervinski, del MAB, sintetiza el problema: “Construir las usinas del rio Madera es abrir la Amazonia a decenas de otras hidroeléctricas, sin siquiera discutir lo que creemos es la cuestión fundamental: ¿Energía para qué? ¿Y para quién?”[25].
****
Raúl Zibechi es analista internacional del semanario Brecha de Montevideo, docente e investigador sobre movimientos sociales en la Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor a varios grupos sociales. Escribe cada mes para el Programa de las Américas (www.cipamericas.org/es).
http://www.cipamericas.org/es/archives/4257
El que no sabe quién es festeja sus derrotas y rechaza sus oportunidades
-
Hoy es un día venturoso. El Dibu la vio pasar 4 veces y Franco chocó su
auto con la carrera neutralizada: dos cartas de alienación que nuestros
enemigos ju...
Hace 3 semanas
No hay comentarios:
Publicar un comentario