sábado, 26 de noviembre de 2011

Apuntes para pensar en un Paraguay del siglo XXI

.Paraguay porã



Victor Casartelli
Sinduda alguna, el pueblo paraguayo sigue experimentando una suerte de disgregación, la que está sujeta aún a un proceso político y económico de larga data que, entre sus consecuencias negativas, todavía lo obliga a emigrar, fenómeno éste que tiene aristas muy complejas. A simple vista, es legítimo suponer que la causa de esta emigración masiva se debe, más que a razones políticas, a un modelo de economía que cierta burguesía nacional neoliberal y el capital del extranjero han elegido para el Paraguay.
Este sistema económico, por su diseño y forma de desarrollarse, fuerza el desarraigo del individuo y luego lo rechaza como excedente marginal, obligándolo a buscar en otras latitudes los elementos para sobrevivir. Pareciera que para este modelo económico, de mayoritaria característica extractiva y ganadera, el elemento humano carece casi en absoluto de significación productiva.

A este fenómeno, que ya lleva muchos decenios de nefasta vigencia, se suma hoy la realidad de la presencia masiva en el territorio nacional de los denominados brasiguayos. Conformados principalmente por inmigrantes brasileños de origen alemán e italiano, este grupo humano empezó a ingresar masivamente al país a fines de la década del 60 y principios del 70 del siglo pasado. Vendían sus propiedades en territorio brasileño y compraban en el Paraguay nuevas tierras a un precio cinco veces menor de lo que costaban –y cuestan- en Brasil. Sus hijos nacidos en el Paraguay tienen la nacionalidad paraguaya, pero también la brasileña por ser hijos de padre y madre brasileños, y utilizan ambos recursos de identidad según los fines persigan. La tercera generación sí ya es considerada paraguaya, sin la opción automática de la otra nacionalidad. Pero hay que entender que esta colonización contemporánea ha diseminado, en toda la vasta zona de sus asentamientos, tanto su lengua, su forma de vivir y su manera de ser, como también gran parte del espectro cultural del Brasil a través de los medios masivos de comunicación de este país.


Los conflictos actuales por esta presencia-que fue forzada por la aquiescencia o la indolencia oficial de muchos años, así como por la falta total de una estrategia de seguridad nacional- obedecen tanto a pulsiones claramente políticas como a la actitud decididamente nacionalista de los campesinos paraguayos, pues existe la comprensión colectiva del peligro de que esta ocupación masiva sea parte activa de un proyecto de desarrollar en el Paraguay intenciones asimilacionistas, programas contraculturales, dependencias económicas y hasta prejuicios raciales. Por lo mismo, es fácil colegir el supuesto de que Paraguay, que ha sabido mostrar su voluntad de ser nación en los tiempos de guerra, tendrá que afrontar en un futuro próximo las amenazas de una nueva forma de conquista en estos tiempos de paz.


Esta situación nos obliga, en consecuencia, a pensar para el Paraguay un modelo de civilización en términos de un proyecto cultural, político y económico que nos asegure un lugar digno y respetado en el nuevo milenio. Porque quien carece de un proyecto propio está condenado a formar parte de un proyecto ajeno, pues el poder, al igual que la naturaleza, no admite el vacío. O sea, la opción pasa por desarrollar un modelo propio para evitar ser incorporados como una materia inerte a otro proyecto, a la historia de una civilización que en los últimos años ha desertado de los principios filosóficos y éticos que otrora le sirvieran de fundamento, dejando así al descubierto antiguas contradicciones, como la que permitió, por un lado, hablar de los derechos del hombre, y, por el otro, llevar adelante feroces empresas coloniales que no vacilaron ante el genocidio.


Plantear un modelo civilizatorio del Paraguay es establecer una política en una identidad, lo cual por cierto se trata de algo totalmente lícito y deseable. Porque se sabe hoy que la identidad es más una reconstrucción continuamente actualizada del pasado que una restitución de él. Es que la identidad no es más que la conciencia de una continuidad en el tiempo, más allá, de los cambios, crisis y rupturas que pueden registrarse. Sin memoria, sin recuerdos, tanto el individuo como los sujetos colectivos quedan anillados. Recuperar la memoria, por tanto, es recuperar la conciencia de sí.


Deberíamos empezar a elaborar un proyecto, un modelo civilizatorio propio, pensando en que las memorias largas refuerzan la identidad con una eficacia que no logran las memorias cortas, como las familiares. En este sentido, la memoria de las tragedias vividas por el pueblo paraguayo refuerza de un modo especial la identidad nacional, pues aquí los hechos han configurado un elemento indeleble para la recordación constante de la fuerza generada por la cohesión de los códigos de nuestra identidad. Porque la historia no es algo que está grabado en el bronce, sino que se construye y reconstruye como la identidad. Constituye un discurso por medio del cual se significa de una determinada manera, y desde una identidad y una cosmovisión específica, ciertos acontecimientos a los cuales se otorga especial relevancia. 

Con todo, la definición de una cultura nacional, la base sobre la cual debe descansar un proyecto de civilización verdaderamente paraguayo, no deberá nunca de constituir un pretexto para abolir nuestra peculiaridad basada en nuestro bilingüismo de hecho y de derecho. Las semillas que necesitamos para hacer germinar este nuevo proceso civilizatorio pertenecen fundamentalmente al Paraguay profundo. El otro Paraguay, el que hasta hoy a crecido a la sombra de la cultura “occidental” y domina esa cultura científico-técnica sobre la globalización, puede añadir elementos fecundantes e imprimir al conjunto la dinámica que precisa para superar la indolencia de ese largo colonialismo primero externo y luego interno que se apoderó de él.


Ello nos debe conducir, además, a pensar que todo proceso civilizatorio nuevo es, ante todo, una cuestión de conciencia, a partir de la toma de conciencia de nuestra realidad actual es que debemos propiciar la eliminación de aquellos supuestos de discriminación que pesan sobre el Paraguay profundo, para que ya sin la venda de los perjuicios podamos evaluar los aportes valiosos que tal veladura puede hacer hoy en los distintos terrenos de nuestra actividad, con el fin de consolidad nuestra modernidad.

Pero el proceso ha de servir asimismo para mejorar la calidad de vida.
La defensa de nuestra dignidad no debe hacerse, en la medida de lo posible, a costa de un retroceso en el nivel material, aunque esto por lo común ocurre cuando la dominación enquistada en el poder posee aún capacidad de castigar toda manifestación de una conciencia profunda. La política, dijo alguien, es el arte de hacer posible lo necesario. Y sólo una política que esté parada sobre nuestra concepción del mundo podrá saber, a ciencia cierta, lo que nuestro pueblo necesita.

Es necesario entonces que coincidamos con la antigua premisa que nos sugiere que para poder pensar el futuro, se precisa recuperar antes la memoria del pasado, la propia historia, con un sentido crítico, con el fin de desmantelar la óptica de los vencedores, quienes han contado la historia –la ligada a nosotros- a su manera, historia cuya trama permanece intacta, a pesar de los diferentes hilos usados en su continuo recuento, para hacernos aparecer todavía como una nación integralmente subdesarrollada, aún sin capacidad para ahondar en su propia historia. Pero aun cuando estas despectivas suposiciones que se leen entre líneas ofenden nuestra dignidad individual y colectiva, debemos convenir en que nuestra incapacidad para profundizar en nuestra historia se observa principalmente en la moderación conservadora de los dos grandes partidos políticos, que se alternaron en el poder por más de cien años y que no han –podido redimirnos en la medida en que nuestra sociedad la ha necesitado para retomar aliento y sacudirse del vasallaje de nuevo cuño, cuyos mentores son los mismos pérfidos titiriteros que hoy mueven los hilos desde los cómodos sillones de las “binacionales”.


Con todo, no debemos olvidar que nuestro proceso civilizatorio precisa también de intelectuales comprometidos, pero no ya con determinado partido político, sino con el mismo proceso civilizatorio. Intelectuales que llamen a las cosas por su nombre, sin recurrir a eufemismos ni discursos diletantes, con el fin de restablecer los nexos entre la palabra y la acción. Pensadores que sepan injertar lo propio –lo paraguayo- en el mundo, y la diversidad del mundo en lo propio, sin descuidar los procesos históricos de dominación y sin hacerse cómplices de la colonización neoliberal ni de sus secuaces ni seguidores de extracción local, que prácticamente ha desarticulado como un virus el tejido social de nuestro país. Esta es la razón por la que su mayor preocupación deberá apoyarse en la reconstrucción de la sociedad civil.

Porque la actual declinación de los intelectuales comprometidos estaría marcando la pauta del fuerte contraataque cultural en marcha, que ha reducido la esencia de lo político a la burocracia y la democracia formal, sin calar más hondo en los procesos. En este sentido, podemos colegir que a los intelectuales no se les exige un compromiso concreto con cuadros políticos, sino con la realidad en que operan, y que estén dispuestos a trabajar, desde el sitio que les toca, por el destino de nuestro país. Y que deben entender que ese compromiso es, ante todo, una cuestión de conciencia.


Conciencia que debe aprehender simples verdades, claras realidades que son parte inseparable de un modus vivendi que minuto a minuto nos alerta de que en su faz capitalista tardía “Occidente” o el marco de opresión cultural y económica del cual nuestro país debe luchar para evadirse, ha producido un hombre infiel a la humanidad, que traiciona el mismo proyecto del Homo sapiens –al que a nosotros nos toca permanecer fieles-, y ha creado al homo consumens, que renuncia al saber, que mide el valor de la gente por la capacidad de consumir que detenta y que hace de los shoppings sus idiotizantes catedrales, sin preocuparse por la circunstancia de que su sistema de vida haya puesto en peligro la misma subsistencia del planeta.

Esta situación debe conducirnos a pensar en un Estado y en una sociedad civilque comulguen entre sí, que sean capaces de lograr consenso para congeniar sus intereses comunes y que empiecen a trazar las primeras líneas del diseño de un proyecto civilizatorio para el Paraguay del siglo XXI, con base en un propósito cultural, político y económico transparente, firme y, fundamentalmente, responsable.


Es que los conflictos sociales actuales, de clara connotación económica y que a su paso invade los espacios político y cultural-, nos obliga a repensar que la economía debe volver a estar al servicio del hombre, y no el hombre al servicio de la economía. En tal proyecto civilizatorio, la agricultura tendrá que ocuparse de que todos los habitantes del Paraguay tengan alimentos, y no de producir enormes ganancias a quienes destruyen la diversidad biológica para establecer monocultivos gigantescos o especular con el hambre. El desarrollo agropecuario debe resultar asimismo sustentable, o sea no seguir degradando, como hasta ahora, el medio ambiente y arrasando los bosques que restan.

Para incrementar la productividad no hace falta destruir la base territorial de la economía arrodillándose ante la globalización y los organismos internacionales de crédito, como tampoco hace falta destruir la base territorial de la cultura para ser un verdadero ciudadano del siglo XXI. Por el contrario, nuestra única forma de serlo radica en definirnos como una civilización y actuar como tal, meta que exige pisar firme en nuestro propio espacio.

Deberíamos entonces empezar a pensar en le hombre paraguayo de hoy, del siglo XXI, con toda la complejidad de una historia vivida en el drama de dos terribles guerras, en las divisiones partidarias, en las amenazas de los déspotas, en el hambre de la campaña, en el subempleo de la ciudad, en la nostalgia de la emigración, en el consumismo de la galopante burguesía, en la distribución semifeudal de las tierras, en el sistema de educación foráneo, para señalar sólo algunos elementos condicionantes de la sociedad paraguaya.


Porque no debemos olvidar que casi siempre la ideología de la modernidad quiso relegar a segundo término, dándoles la calificación de “arcaico” y de “urbano” a la gratuidad que puede existir en las relaciones personales de una comunidad, su comunión con la naturaleza, su sentido de justicia, el uso austero de los bienes de consumo, su respeto a la palabra dada y recibida, el trabajo comunitario (las “mingas”), queriendo negarse de esa manera de esa manera que son hechos culturales, no exclusivamente rurales. Estos son valores consuetudinarios del hombre paraguayo que se deben tratar de recuperar con todos los medios de educación, proyectarlos diariamente, con amplia difusión, hacia todos los estratos de nuestra sociedad. Con el sostenido propósito de establecer una sociedad libre, conocedora de su pasado, consciente de su presente y segura de su proyecto civilizatorio para el futuro, el Paraguay podrá abrirse a América Latina y expandirse al mundo con una pulsión auténtica y con la fuerza de su impronta de nación orgullosamente bilingüe.
Fuente: CRITICÓN















 

 

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