Fortunato Esquivel
Era una fría noche en junio del 67, los hijos de la Virgen de la Asunción o de la “asuntita” como la llaman cariñosamente, habían salido de las tripas de la tierra para honrar la noche de San Juan en torno a las fogatas que en noches como esa, son tradición en toda Bolivia.
La fiesta de San Juan, es honrada por los mineros de la manera más copiosa posible, porque estos sobrinos del diablo, condenados desde siempre a morir temprano, aprovechan estas fiestas para celebrarlas, antes que el polvo de la mina cierre el camino del aire hacia los pulmones.
Aquella noche del 67, pretendía ser la mejor de las fiestas de San Juan, porque estaban unidos.
Un mes antes en mayo, habían realizado en Siete Suyos su XIII Congreso Nacional. Se había resuelto no retroceder en la exigencia de reposición de los salarios que el dictador de turno, René Barrientos, había rebajado en 40%.
La guerrilla de Ernesto “Che” Guevara se encontraba en sus inicios y la CIA tenía a sus agentes repartidos por todo el país. La agencia norteamericana estaba convencida que Siglo XX era el foco central de apoyo a los guerrilleros y que desde allí se lanzaría la guerrilla urbana.
La CIA hizo circular rumores en sentido que los dirigentes recolectaban Mit’as para apoyar la insurrección y que varios dirigentes mineros estaban alzados junto al “Che” en las montañas. Barrientos decidió dar un escarmiento a los mineros que para el 24 habían citado un ampliado en el Sindicato de Siglo XX.
Silenciosamente, los militares se posicionaron en las montañas cercanas a las minas, mientras los mineros cantaban y bailaban en torno a las fogatas que intentaban calentar el páramo del altiplano. Faltaban 20 minutos para las cinco de la mañana, cuando los militares bajaron de las montañas vomitando fuego.
Huracanes de balas se abatieron sobre los ebrios mineros. Llallagua fue completamente arrasada, niños, hombres y mujeres fueron masacrados. Nunca se sabrá el número exacto de muertos, pero el informe oficial señaló 26 y 71 heridos.
El sol aún tardaría un poco en asomar, cuando se desató el infierno. El tiroteo de guerra mató a los mineros indefensos y ebrios, sobre todo aquellos que aún atizaban moribundas brasas y se echaban la última copa en la fría madrugada. La empresa estaba complicada y cortó la energía eléctrica.
Aquella fue una noche de la canalla. Los mineros estaban indefensos y ebrios cuando los militares ingresaron vomitando fuego de manera cobarde, atacaron por la espalda. En otras masacres, los mineros reconocieron enfrentamiento, mataron y les mataron, pero en esta ocasión no.
El único que logró reaccionar, fue el dirigente Rosendo García Maissman, que al ver la matanza de sus amigos y vecinos, sacó un rifle y mató a cuatro, un teniente entre ellos, antes que lo balearan. Se lo llevaron al segundo piso del sindicato y allí lo fusilaron.
El General Prudencio y el Capitán Zacarías Plaza, estaban al frente del operativo ordenados por el presidente René Barrientos y detrás de él los 26 asesores de la CIA que además manejaban la Comibol. Un cadáver por cada asesor.
Al salir el sol, muchos mineros estaban arrestados, torturados e interrogados por la CIA, los que quedaron, recogían en carretillas los cadáveres tirados por las calles. La gente gritaba su desconsuelo y condenaba la cobardía del ataque genocida, aunque los asesores norteamericanos sostenían que el ejército había efectuado un ataque defensivo.
La Radio Pío XII, había puesto a funcionar un generador para alimentar sus transmisores por los que de inmediato denunció la masacre de San Juan. La noticia corría por todo el país. Los militares se presentaron de inmediato para exigir el cierre de emisiones.
Había curas alineados con los empobrecidos mineros. Les ayudaban en su malvivir y les protegían, incluso utilizando las instalaciones de la Radio Pío XII. La derecha fascista, también tenía a sus propios traga hostias. El Cardenal José Clemente Maurer, retornó de inmediato desde el Vaticano.
Trajo muchas estampitas, bendiciones del Papa y la noticia de que Dios apoyaba decididamente al General Barrientos. Era grande el aprecio del Cardenal por Barrientos, a quien comparaba con San Pablo, porque según él, recorría los campos de Bolivia repartiendo verdades.
Barrientos recorría el país todos fines de semana, huyendo de la compañía de su mujer, porque según dicen, ya tenía otra. Llevaba dinero para regar entre los dirigentes campesinos que le fingían lealtad, pelotas de fútbol y casacas para practicar ese deporte.
Tras la masacre de San Juan, los mineros no se cansaban de maldecir a este hijo putativo de la CIA. Y las maldiciones le alcanzaron al fin un 27 de abril de 1969 en la quebrada de Arque.
Allí estaba en el helicóptero que la Gulf Oil, le había regalado a cambio de dos mil millones de dólares en gas y mil millones de dólares en petróleo. Ese era el helicóptero en cuyos patines, Barrientos paseó el cuerpo del “Che” Estaba pendiente una maldición, la del guerrillero argentino, que según dicen, alcanzó también a otros.
Al salir de Arque, las maldiciones de sus víctimas se juntaron y no le dejaron escapar. Su nave chocó contra un alambre que le arrojó sobre unas rocas donde se quemó vivo. Allí, murió achicharrado junto a cajones de billetes que solía llevar consigo, para comprar la lealtad que nunca consiguió.
SCZ. tribuna_boliviana@yahoo.com
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