Los poetas, al menos yo, soltamos versos para verlos volar en cielos llenos de plomo o de lágrimas. creemos que un poema puede ser el sortilegio que parta en dos el sopor de las conciencias.
Somos ingenuos, al menos yo soy una poeta ingenua.
Vivimos en un mundo desolador, pero no me resigno.
No me resigno a normalizar el espanto, a convertir el horror en el pan de cada día.
No hemos nacido para ser bestias.
Hemos nacido para la caricia, para la palabra, para la risa.
Nadie nació para la pobreza ni las rejas, para el disparo ni los andrajos, para las cadenas ni los paredones.
Nadie nació para morir sin ser libre.
Por eso, cuando veo que la vida y sus fulgores sólo es para unos pocos, cuando veo que vivir es un esfuerzo, que la existencia es un laberinto para millones de personas que nunca pidieron permiso para nacer, cuando veo que no nos importamos, que nos tapamos los oídos y los labios, cuando escucho ese silencio cómplice que tato chirría entonces, escribo poemas y los dejo volar como pájaros ateridos de frío.
Porque soy ingenua, es verdad, creo firmemente que no todo está perdido.
Hemos venido para explicar a los siglos venideros que es posible la paz de la justicia, la justicia de la paz.
Por eso escribo poemas y los dejo volar en este cielo infinito de indiferencia, quizá sirven, quizá se pierden en la oscuridad de este mundo de violencia o quizá revienten con toda su rabia sobre los fabricantes de este lugar hostil donde morimos de golpe o a poquitos sin darnos cuenta siquiera de que nacimos con las cadenas puestas.
Quizá sirven mis poemas.
Quizá soy una poeta demasiado ingenua.
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