viernes, 5 de septiembre de 2014

Le decían BeBe - Marconi. Dibujo: Eduardo Cardozo

Sucede en Uruguay dr  justicia Social
Ferguson "a la uruguaya"

Con su perspectiva habitual, la televisión prefirió hablar de la “temible insurrección” de los jóvenes de la orilla. Este relato se propone otro eje: hubo un muerto.

Era domingo. Por fin la primavera se había dignado dar un respiro y suspender la lluvia que todo lo convierte en barro. Por lo menos en esta parte de la ciudad. Había pasado el mediodía y la plaza, sin otro mobiliario que pasto y un anfiteatro desvencijado, oficiaba como siempre de lugar de esparcimiento; estaba lleno de gente. En sus alrededores paseaban los de la Iglesia con los gurises, otros venían cargando sus pertenencias de vuelta de pasarse la mañana en la feria, y estaban los pibes sentados en la escalerita del anfiteatro de Marconi: una estructura que consta de un escenario a dos metros del suelo y una pared detrás con un mural de unos tambores que el tiempo y la intemperie han ido despintando.

Contra el muro de los talleres de los salesianos de Don Bosco, por Trápani a unos metros de Aparicio Saravia, el Bebe recostaba la espalda y estiraba las piernas, como todos los días. Aquel basural, en frente a la casa de su familia, era el lugar donde le daba fuego a la pipa, de espalda a los grafitis que siguen diciendo “Todos somos Marconi”, que insinúan apodos de algunos botijas o que informan del número de lista de un candidato a concejal con un trazado caligráfico tosco y grafía para el infarto de maestras y reales academias. Dice uno de los vecinos que al Bebe le daba vergüenza fumar pasta. Que se tapaba la cabeza con la capucha para disimular, que alejaba a los niños que se le acercaban al verlo contra el muro, que ellos nada tenían que mirar ahí, que se fueran.

Acostumbrado a que la basura le brindara el mango miró el cielo sin nubes que no anunció nada de lo que pasaría. En los días siguientes, esa esquina irá llenándose de basura cuando los recolectores –y también el único bondi que entra por Aparicio Saravia para ese lado, el 405– dejen de pasar. Pañales desechables, bolsas plásticas ennegrecidas, plásticos de molde partidos, los restos calcinados de dos motos y miles de objetos clasificables sólo como el desperdicio del desperdicio, son parte del paisaje.
A unas cuadras, muy cerca de esta escena barrial de domingo, sucedía otra, también cotidiana. Revólver en mano, la rapiña fue fácil. Puede que no haya sido la primera, puede que tampoco sea la última. Huyeron en moto y fueron a reunirse al paisaje del descampado alrededor del anfiteatro, a diez cuadras. Dicen los que estaban que no sabían nada de lo que acababa de suceder en la panadería Galegus, en Rancagua y Torricelli. Los que sí sabían eran los policías. De alguna manera llegó el dato a la comisaría de la calle Millán, cerquita del Miguelete, de que la moto con la que habían escapado raudos estaba en el descampado del anfiteatro.
 
Todo puede pudrirse en segundos, o en tres minutos, que es lo que dura el video que filmó una de las vecinas que estaba en la vuelta. Fue, tal vez, la certeza del abuso que se vendría la que la llevó a levantar el celular y apuntarlo hacia las patrullas, hacia los pibes tirados en el piso, hacia el remolino de gente que se empezó a formar alrededor. Otra vez arroz. Otra vez atroz.
Los móviles policiales entraron meta sirena. La patrulla encontró la moto y a los gurises que tomaban el sol desde hacía un rato sentados en la escalerita de hormigón que sube al escenario. Todos contra la pared, o mejor, al piso.

La tensión subió como sólo sube cuando la Policía aparece. La gente que estaba en la vuelta se acercó. El ruido del ambiente aumentó con ellos. Todos están atentos. Hay un par de mujeres que discuten acaloradamente con los policías. Éstos empiezan a llevarse esposados a la camioneta a los pibes que estaban en la escalerita, a los que encontraron cerca de la moto. Esos que no tuvieron parte en el asunto. Así lo entenderá el juez que horas más tarde se haría cargo del expediente. El juez Nelson dos Santos liberará a esos ocho pibes que la Policía está llevándose en este momento.
“Ahí van dos más”, se oye decir en la vocecita de un niñito que mira la escena pegado a quien sostiene el celular convertido en cámara testigo.

 En el video se ve claramente cómo es una sola piedra la que pasa rozando la cabeza de un policía pelado que está parado, arma en mano, frente a la camioneta donde están cargando a los detenidos. Inmediatamente, el que tiene enfrente, de boina y de espaldas a la cámara, tira el primer tiro, apuntando levemente hacia arriba, como hacia el lugar de donde pudo haber venido la piedra. Ya no hay vuelta atrás.

 La chica con la cámara corre y sólo puede verse el pasto del descampado mezclado con el barro, y escucharse otro tiro, y otro, y otro más. “¡Corré! ¡Andá para adentro!”, son de las pocas palabras reconocibles entre el tiroteo que se ha generado. 
Se escuchan diez disparos y luego sólo gritos.
 Los tiros terminan cuando la cámara vuelve a enfocar la escena.
 Es que la Policía se retiró y ya no hay quién tire. Los móviles se alejaron unos metros dejando un cuerpo acurrucado en el piso, con las rodillas junto al pecho. 

La gente grita a los policías que aún observan la escena a escasos metros: “¡Lo dejaron tirado!”. Unos gurises se acercan y se le arrodillan al lado. Sólo se escuchan gritos y una pequeña multitud empieza a agruparse en torno al cuerpo del Bebe que está en el piso. “¡Cuidado! ¡Siguen tirando!” Desde una de las patrullas y la camioneta largan un par de tiros más antes de irse definitivamente con los ocho pibes detenidos. 

El Bebe se desangra por la bala que le partió el pecho sobre el piso mugriento de la calle Trápani, a menos de una cuadra de la casa donde viven sus padres y su hermana. Se muere lentamente con la cara vuelta hacia el basural al que a veces lograba sacarle un mango.

En la mañana del lunes de lo primero que se escuchó hablar fue de los hechos de “desobediencia civil” que se dieron en el barrio Marconi, según lo catalogó el jefe de Policía de Montevideo, Diego Fernández. Y como acto reflejo, aparece la mención a la “zona roja”, a los antecedentes del muerto –que el último era de 2006– y a las estrellas de todos los análisis: las “bocas” y la pasta base. Pero la pasta no fue la que mató al Bebe, fue la Policía. El juez de la causa dictaminó el martes que la bala provino de una de las armas de los uniformados, de uno de los cinco que luego dejaría libres en calidad de emplazados.

Como era domingo, la policlínica Misurraco, ubicada a tres cuadras del anfiteatro, estaba cerrada. Así que un vecino llevó en la caja de su camioneta el cuerpo del Bebe hasta la policlínica de Capitán Tula, en Maroñas, a cuatro quilómetros de ahí. Llegó muerto.
Su madre y su hermana llegaron como locas buscándolo, y sólo recibieron destratos. Contó la madre que el policía de la policlínica la trató de “sucia” y que a su hija la pateó en la vulva. Dicen en el barrio que al padre también le dieron unos viandazos en la Comisaría 12 cuando fue a hacer la denuncia. La misma comisaría de la que provinieron los efectivos que acribillaron a su hijo y lo dejaron tirado en la calle, sin asistencia.

La noticia corrió como reguero de pólvora. La ira de los vecinos estalló y también un deseo gregario de marcar la cancha a sangre y fuego, como forma de protesta, de decir basta y de dejar bien clara la territorialidad, aunque más no fuera por una hora.
A la caída de la tarde del domingo, un grupo empezó quemando cubiertas sobre Aparicio Saravia. Luego rellenaron de basura tres autos que estaban en el lugar y también les tocaron fuego. Y ahí algunos aprovecharon la volada para meter mano en saco ajeno. En la noche sucedió el episodio que tuvo más repercusión. Un taxi iba por Aparicio Saravia hacia Mendoza cuando se dio de lleno con el corte de calle y las volutas de humo negro que salían de los autos que ardían. Una vecina comentó que la pasajera se bajó y que el tachero intentó una maniobra para volver sobre lo andado, pero que lo interceptaron, lo bajaron del auto –a punta de pistola según diría más tarde– y se llevaron el vehículo para alimentar la hoguera de la furia.

La Policía cercó el barrio en respuesta a los desmanes. Puso dos retenes, uno sobre San Martín y otro sobre Mendoza. Ningún vehículo podía entrar por Aparicio Saravia, y los que intentaban salir debían presentar documentos ante los uniformados.

Lo que colmó la paciencia de los vecinos fue la misma respuesta policial. El sentimiento no es nuevo en estos barrios, el relacionamiento con la Policía dista de ser considerado siquiera trato. Que los traten de “pichis” o de “mugrientos” ya no los sorprende.

“Si no quemamos autos no nos dan bola”, diría un pibe a la prensa el martes en el Cementerio del Norte, donde el Bebe fue enterrado. “Los efectivos policiales, principalmente de la Guardia Republicana –según informó El País el martes 16–, esperaban la llegada de los familiares de Sosa –el Bebe– fuertemente armados ante la posibilidad de una represalia por la muerte del joven. Sobre las 18.30, sin embargo, el jefe del operativo pidió que se deshiciera el cordón que habían formado para esperarlos, ya que a la salida del Cementerio se habían dispersado.”

En la mañana del miércoles los esqueletos calcinados de los tres autos –al taxi lo sacó la Policía– componen la pista visible de la tragedia del fin de semana. El relinchar repentino y el trote en círculos del caballo asustado atado en la esquina de Aparicio Saravia y Jacinto Trápani son los únicos sonidos que cortan el silencio sordo que lo inunda todo. Hay una calma extraña en el lugar, como si la gente hubiese desaparecido.

 Llovizna finito y constante. Juan, uno de los concejales de la zona, sugiere refugiarse bajo el escenario del anfiteatro. A poco de iniciar la conversa se le cierra la garganta y se le caen un par de lágrimas que seca con su mano callosa de uñas reventadas de llevar 48 años en una vida de trabajo. 

Le duelen las impotencias y lo agobia la impunidad con que se casca y se mata a gurises que no han hecho nada para recibir semejante respuesta. La pregunta de Juan es válida: “¿No tienen un oficial a cargo del operativo que les diga lo que tienen que hacer?”, y su respuesta también: “Tiene que haber una cabeza pensante, no podés largar a la Policía a los barrios marginales a reprimir, sino no a un oficial inteligente”.


Juan sabe que él es uno de los privilegiados, que aprendió artes marciales y que pudo viajar por otros países y ciudades. Sabe que eso fue lo que alejó la miseria. Expone sus planes, piensa en que si logra que los pibes vivan una experiencia similar puede que el cantar sea otro: habla de hacer campamentos, comidas, mostrarles otro mundo, trasmitir otras cosas, sacarlos del encierro de este microclima. 

“Los pibes tienen vergüenza de decir que son del barrio, dicen que son de Las Acacias.
” Habla de la estigmatización, de que “nunquita” van a llamar de un laburo a un pibe del Marconi. Que los canales de televisión privados y la prensa mayor “nos utilizan y nos miran. Ahora estamos en el ojo de todo el mundo y es sólo por los hechos de violencia.

 ¿Por qué no vinieron antes, cuando trajimos al profesor de hip hop, o cuando hacemos otras actividades de Carnaval?
 A nosotros nos buscan los antecedentes y después ven si somos humanos, pero primero los antecedentes. (…) 

¿Cuál es el mensaje que están dando para el barrio?, ¿que nosotros somos menos que gente? Vivimos como ratas, es injusto. Lo dejaron tirado como un perro”. 

Uruguay- Montevideo, Gobierno para los pobres y socialista

No hay comentarios:

Ir arriba

ir arriba
Powered By Blogger