martes, 6 de abril de 2010

Carta abierta post mortem de Benito Juárez a Raúl Castro

Por Cuauhtémoc Amezcua Dromundo

General de Ejército Raúl Castro Ruz,
Presidente del Consejo de Estado de la República de Cuba:

Excelentísimo señor:

Esta es una carta post mortem, la segunda de este carácter que escribo, la anterior la envié hace unos pocos años al Comandante Fidel Castro Ruz, entonces presidente del Consejo de Estado de la República de Cuba. En ambos casos, nuestros periodos cronológicos sobre la faz de la Tierra no coincidieron. Puedo sin embargo dirigirme a usted como lo hice con su hermano, porque aunque mi corazón dejó de latir hace más de un siglo, las ideas perviven como perviven también los anhelos de los pueblos; por eso puedo reiterar aquí algunas reflexiones que ya expresé en mi misiva anterior, fechada en abril de 2003.

Las ideas que yo enarbolé, señor presidente Raúl Castro, forman parte del patrimonio común del pueblo de México que se fraguó a lo largo de la Historia. Como anoté en mi misiva anterior, la raíz de este patrimonio data de Cuauhtémoc, de su ejemplo de férrea lucha sin tregua contra un invasor que era inmensamente poderoso por su armamento a base de hierro y pólvora, elementos desconocidos por mi pueblo indígena. Este patrimonio se nutrió más tarde con el pensamiento de Hidalgo, el Padre de la Patria mexicana, y de Morelos, el más avanzado de su época. El sacrificio de los Niños Héroes y de tantos compatriotas que dieron sangre y vida frente a la invasión del ejército de Estados Unidos, le dio mayor temple y fortaleza. Yo me esforcé por servir a la misma causa de manera fiel: la defensa de la autodeterminación y la soberanía fue mi divisa; la salvaguarda del derecho de todos los pueblos de construir su presente y su porvenir por sí mismos; el rechazo a todo acto y toda pretensión injerencista, que plasmé en la frase "Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la pazâ". Igual que actuó su hermano Fidel de manera invariable mientras estuvo al frente del Consejo de Estado de la República de Cuba, igual que actúa usted, señor General.
Es claro que no soy yo físicamente quien le escribe, eso sería imposible. Pero son mis ideas, son mis ideales los que se dirigen a usted con todo el respeto que a mi pueblo mexicano le merece y le inspira su hermano, el pueblo cubano.

El propósito de esta misiva es hoy igual que ayer brindar mi solidaridad al pueblo cubano y a su dignísima dirección política, ahora a su cargo, en esta terrible etapa, preñada de imponentes amenazas. La potencia imperialista más poderosa de su tiempo -y de todos los tiempos- sigue obsesionada por la ambición y eso le hace actuar de manera artera, muchas veces a trasmano. Quiere privar a Cuba, su Patria, de la libertad, soberanía y autodeterminación que su pueblo ha conquistado, y para conseguirlo pone en juego todos sus recursos. Nada la detiene, ningún escrúpulo. A mí también me tocaron tiempos difíciles. México, mi país, tuvo que enfrentar ambiciones semejantes de las grandes potencias de entonces. Gran Bretaña, España y sobre todo Francia, la Francia de Napoleón III, que acabó invadiendo el suelo de mi Patria. Querían imponer a mi pueblo una forma de gobierno a su gusto. Decían que los mexicanos éramos incultos y que
carecíamos de la capacidad para gobernarnos solos. Incluso tuve que enfrentar las ambiciones expansionistas de Estados Unidos, que se manifestaban insidiosas.

Deseo contar a usted una anécdota de mi tiempo que ya antes narré a su hermano Fidel. Fue al final de la guerra contra la invasión francesa. Maximiliano de Habsburgo, el pretendido emperador venido de Austria fue condenado a la pena capital, luego de su derrota. Y junto con él dos de los traidores que se sumaron a su aventura: los generales Miramón y Mejía. La sentencia mereció reclamos en el extranjero, de diverso tono. Los hubo altaneros, que hablaron del "salvajismo" que existía en mi país, y también quienes invocaron cuestiones humanitarias. Abundaron las peticiones de indulto, incluso por parte de personalidades relevantes, como Víctor Hugo, el gran literato. También me lo solicitó Carlota, la esposa del pretendido emperador, apelando a mi sensibilidad. Le soy sincero, lo reflexioné. Nunca fui indiferente ante el dolor de las personas, ni fui partidario de las penas extremas para los infractores de la ley. Sin embargo, luego de meditarlo en mi ánimo pesó más el interés de mi Patria y de mi pueblo. No era aquélla una situación común. Lo que estaba en juego un otro asunto de mayor trascendencia. Indultar a los infractores en esas circunstancias no hubiera sido un gesto de humanismo ni un acto de fraternidad. Las potencias de la época lo hubieran tomado como un acto de debilidad que las hubiera incitado a multiplicar sus acciones intervencionistas. Ya aquella de la que apenas salíamos había costado decenas de miles de vidas y sufrimientos a los mexicanos. Por eso no accedí a las peticiones de indulto. Maximiliano y los generales traidores fueron fusilados en el Cerro de las Campanas, en Querétaro.

Le cuento lo anterior porque sé que usted estará también sujeto a experiencias parecidas, es inevitable. Cuando se está en medio de una lucha en la que el enemigo es tan poderoso como carente de moral y de escrúpulos; cuando no faltan quienes traicionen a su pueblo y se pongan al servicio del enemigo, tales problemas suelen presentarse. Y también suele darse el caso de que haya quienes, aun obrando de buena fe, juzguen asuntos como éstos fuera de contexto, como si se tratara de casos normales; no todos tienen la capacidad para distinguir entre lo común y lo excepcional. Sin embargo, presidente Castro, en el caso que le comento, aunque sí hubo reflexión de mi parte, no hubo titubeo. Me apegué a los principios y tomé una decisión de la que jamás tuve que arrepentirme. Siempre estuve convencido de la imperiosa necesidad de que, igual que debe ser entre los individuos, las naciones respeten a las demás, no importa lo poderosas que sean unas frente a la debilidad relativa de las otras. Y siempre estuve convencido de que por mucha fuerza militar y económica que tenga y por mucho escándalo que pueda provocar, el triunfo de la reacción y del imperialismo es moralmente imposible.

Le expreso lo anterior como se lo comenté a su hermano, confiando en que de algo le sirva. Sé que los principios que defendí en mi tiempo seguirán vigentes en el tiempo vuestro y que las potencias imperialistas seguirán tratando de ignorarlos y pasar por encima de ellos. Sé que su lucha se asemeja tanto a la que me tocó librar, como se asemejan nuestros pueblos. En su lucha contra la injerencia de Estados Unidos en los asuntos internos de Cuba, por la autodeterminación de su pueblo y su soberanía -del que por cierto me tocó ser huésped cuando un gobierno espurio me expulsó de mi país- usted merece la solidaridad y mi reconocimiento pleno y sin reservas, como estoy seguro que se lo seguirá brindando mi pueblo, por encima de posibles actitudes cobardes, oportunistas o convenencieras de individuos sin principios, que siempre los ha habido. Esté usted seguro que el pueblo de México estará al lado del pueblo de Cuba de manera invariable y con la mayor fimesa.

De usted afectuosamente,
Benito Juárez,
Presidente de México.

5 de abril del 2010

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