Buscando un eco
David Brooks
"¡Qué horror!", se repite entre compañeros de este periódico y entre colegas del gremio en otros medios del mundo. Las imágenes y notas redactadas, editadas y publicadas de niños en infiernos desolados y ensangrentados tanto en Gaza como en el trayecto desde Centroamérica hasta los centros de albergue/detención en la frontera estadunidense se trasmiten como si fueran balazos de ametralladora atinados al corazón de la humanidad.
Aspecto de la región de Beit Lahiya, franja de Gaza, tras los bombardeos que lanzó Israel la semana pasada, incluida una escuela que servía de refugio a palestinos/
"¡Qué horror!", se repite entre compañeros de este periódico y entre colegas del gremio en otros medios del mundo. Las imágenes y notas redactadas, editadas y publicadas de niños en infiernos desolados y ensangrentados tanto en Gaza como en el trayecto desde Centroamérica hasta los centros de albergue/detención en la frontera estadunidense se trasmiten como si fueran balazos de ametralladora atinados al corazón de la humanidad.
¿Cómo se puede justificar todo esto? ¿Cómo se aguanta? Las cosas han llegado a tal extremo que ponen en duda la misma labor periodística: si las imágenes y las palabras que enviamos ya no provocan un respuesta suficiente para frenar todo esto, un basta ya, entonces algo ya no funciona. Se supone que como periodistas intentamos cumplir con la obligación de contar, documentar, dar a entender hasta lo posible lo que sucede para que todo ciudadano pueda decidir cómo responder, y para someter el poder al juicio popular, o sea, hacer que el gobierno rinda cuentas por lo que hace en nombre de todos. Pero por ahora pareciera que estamos condenados a contar la misma historia una y otra vez. Como si Sísifo fuera periodista.
Para los que están en el terreno, tomando una foto más o escribiendo lo que ven de otro niño muerto, o muerto de miedo en brazos de otra madre –incluso, como han tenido que hacer varios periodistas, dejar la pluma o la cámara para tratar de salvar o asistir a un niño–, se está volviendo casi imposible cualquier cosa que se parezca a laobjetividad
.
Informar desde aquí la respuesta de este país a todo eso es algo que también se vuelve cada vez más difícil, no por falta de información, sino por tener que reportar, una vez más, cómo los políticos culpan a las víctimas y justifican lo imperdonable. Que los políticos dicen que se tienen que enviar más municiones y bombas para que Israel se defienda
; que los niños muertos por ataques de ese país en los que se usan armas estadunidenses contra escuelas con banderas azules de la ONU o heridos en hospitales son daños colaterales
, y que son consecuencias desafortunadas provocadas por las acciones irresponsables y terroristas de los líderes de su propio pueblo; que hay que enviar tropas armadas de la Guardia Nacional y agilizar las expulsiones para enfrentar el éxodo de niños que huyen de balas, amenazas, tortura y miseria. Todo forma parte de la historia, se tiene que reportar.
Peor aún, tiene que imperar la objetividad: dar el contexto y reportar las opiniones de todos las partes en estos conflictos. Pero ¿no será que esa objetividad
es una ficción, una falta de responsabilidad ética y periodística cuando se emplea para explicar
, si no justificar, el sufrimiento y muerte de niños?
El título de la columna de Giles Fraser en The Guardian pregunta: ¿Cómo pueden ser objetivos los periodistas al escribir sobre niños muertos? y empieza así: “Bien, lo confieso: he estado perdiendo mi ecuanimidad. Durante la semana decidí que ya no tenía sentido escribir más sobre Gaza. Ya no estaba interesado en sentarme tranquilamente ante mi escritorio generando más frases aparentemente ordenadas…. A veces me siento clausurado ante el pleno horror de todo esto, encasillado en un desánimo amargo, incapaz de procesar de manera adecuada la frustración”.
Recuerda cómo su amigo Chris Guinness, vocero de la ONU, se quebró en llanto durante una entrevista con Al Jazeera, y sólo atinó a comentar: la injusticia de todo esto es suficiente para hacer estallar cualquier corazón, antes de hundir la cabeza en las manos y llorar sin poder decir una palabra más.
“Sé que el periodismo tradicional se enorgullece de mantener un muro entre lo objetivo y lo subjetivo, entre noticias y comentario…. (Pero) quiero que el periódico escriba, en letras altas, grandes y en negro: odiamos esta guerra de la chingada… Lo sé, lo sé: este tipo de emoción no resolverá nada”, agrega, pero confiesa que, sin embargo, al escuchar otra justificación oficial más de la guerra quiero gritar. Y la doble frustración es que gritar generalmente se entiende como lo que se hace cuando uno pierde el argumento. A la vez, no me puedo deshacer del sentimiento de que, en estas circunstancias, gritar es lo más racional que uno puede hacer. Ser tranquilamente racional respecto de niños muertos se siente como un tipo de locura muy particular
.
Ante estas atrocidades, si no fuera por la solidaridad de furia e ira entre los que trabajamos en este periódico y otros aliados, nos tendríamos que convertir en esa imagen estereotípica –basada en cierta verdad– de que para ser periodista casi todo te tiene que importar poco, ya que todos los días eres testigo de demasiadas cosas, de perversiones, mentiras, engaños y brutalidades.
Los cínicos no sirven para este oficio, afirmó el gran periodista Ryszard Kapuscinski. Comentó que “no hay periodismo posible al margen de la relación con los otros seres humanos… Creo que para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas”. A la vez, el único modo correcto de hacer nuestro trabajo es desaparecer, olvidarnos de nuestra existencia. Existimos solamente como individuos que existen para los demás, que comparten con ellos sus problemas e intentan resolverlos, o al menos describirlos
. Afirmó que el verdadero periodismo es intencional, a saber: aquel que se fija un objetivo y que intenta provocar algún tipo de cambio. No hay otro periodismo posible
.
A pesar de todo, de que confesamos entre nosotros que ya no hay palabras para entender todo esto, que las imágenes que valen mil palabras no provocan respuesta –o sea, justo a lo que nos dedicamos–, tal vez lo único que podemos hacer por ahora es rehusar quedarnos mudos y ciegos, y tratar de seguir gritando, objetivamente. Esperando ecos.
"¡Qué horror!", se repite entre compañeros de este periódico y entre colegas del gremio en otros medios del mundo. Las imágenes y notas redactadas, editadas y publicadas de niños en infiernos desolados y ensangrentados tanto en Gaza como en el trayecto desde Centroamérica hasta los centros de albergue/detención en la frontera estadunidense se trasmiten como si fueran balazos de ametralladora atinados al corazón de la humanidad.
Aspecto de la región de Beit Lahiya, franja de Gaza, tras los bombardeos que lanzó Israel la semana pasada, incluida una escuela que servía de refugio a palestinos/
"¡Qué horror!", se repite entre compañeros de este periódico y entre colegas del gremio en otros medios del mundo. Las imágenes y notas redactadas, editadas y publicadas de niños en infiernos desolados y ensangrentados tanto en Gaza como en el trayecto desde Centroamérica hasta los centros de albergue/detención en la frontera estadunidense se trasmiten como si fueran balazos de ametralladora atinados al corazón de la humanidad.
¿Cómo se puede justificar todo esto? ¿Cómo se aguanta? Las cosas han llegado a tal extremo que ponen en duda la misma labor periodística: si las imágenes y las palabras que enviamos ya no provocan un respuesta suficiente para frenar todo esto, un basta ya, entonces algo ya no funciona. Se supone que como periodistas intentamos cumplir con la obligación de contar, documentar, dar a entender hasta lo posible lo que sucede para que todo ciudadano pueda decidir cómo responder, y para someter el poder al juicio popular, o sea, hacer que el gobierno rinda cuentas por lo que hace en nombre de todos. Pero por ahora pareciera que estamos condenados a contar la misma historia una y otra vez. Como si Sísifo fuera periodista. Para los que están en el terreno, tomando una foto más o escribiendo lo que ven de otro niño muerto, o muerto de miedo en brazos de otra madre –incluso, como han tenido que hacer varios periodistas, dejar la pluma o la cámara para tratar de salvar o asistir a un niño–, se está volviendo casi imposible cualquier cosa que se parezca a la objetividad. Informar desde aquí la respuesta de este país a todo eso es algo que también se vuelve cada vez más difícil, no por falta de información, sino por tener que reportar, una vez más, cómo los políticos culpan a las víctimas y justifican lo imperdonable. Que los políticos dicen que se tienen que enviar más municiones y bombas para que Israel se defienda; que los niños muertos por ataques de ese país en los que se usan armas estadunidenses contra escuelas con banderas azules de la ONU o heridos en hospitales son daños colaterales, y que son consecuencias desafortunadas provocadas por las acciones irresponsables y terroristas de los líderes de su propio pueblo; que hay que enviar tropas armadas de la Guardia Nacional y agilizar las expulsiones para enfrentar el éxodo de niños que huyen de balas, amenazas, tortura y miseria. Todo forma parte de la historia, se tiene que reportar. Peor aún, tiene que imperar la objetividad: dar el contexto y reportar las opiniones de todos las partes en estos conflictos. Pero ¿no será que esa objetividades una ficción, una falta de responsabilidad ética y periodística cuando se emplea para explicar, si no justificar, el sufrimiento y muerte de niños? El título de la columna de Giles Fraser en The Guardian pregunta: ¿Cómo pueden ser objetivos los periodistas al escribir sobre niños muertos? y empieza así: “Bien, lo confieso: he estado perdiendo mi ecuanimidad. Durante la semana decidí que ya no tenía sentido escribir más sobre Gaza. Ya no estaba interesado en sentarme tranquilamente ante mi escritorio generando más frases aparentemente ordenadas…. A veces me siento clausurado ante el pleno horror de todo esto, encasillado en un desánimo amargo, incapaz de procesar de manera adecuada la frustración”.
Recuerda cómo su amigo Chris Guinness, vocero de la ONU, se quebró en llanto durante una entrevista con Al Jazeera, y sólo atinó a comentar: la injusticia de todo esto es suficiente para hacer estallar cualquier corazón, antes de hundir la cabeza en las manos y llorar sin poder decir una palabra más.
“Sé que el periodismo tradicional se enorgullece de mantener un muro entre lo objetivo y lo subjetivo, entre noticias y comentario…. (Pero) quiero que el periódico escriba, en letras altas, grandes y en negro: odiamos esta guerra de la chingada… Lo sé, lo sé: este tipo de emoción no resolverá nada”, agrega, pero confiesa que, sin embargo, al escuchar otra justificación oficial más de la guerra quiero gritar. Y la doble frustración es que gritar generalmente se entiende como lo que se hace cuando uno pierde el argumento. A la vez, no me puedo deshacer del sentimiento de que, en estas circunstancias, gritar es lo más racional que uno puede hacer. Ser tranquilamente racional respecto de niños muertos se siente como un tipo de locura muy particular. Ante estas atrocidades, si no fuera por la solidaridad de furia e ira entre los que trabajamos en este periódico y otros aliados, nos tendríamos que convertir en esa imagen estereotípica –basada en cierta verdad– de que para ser periodista casi todo te tiene que importar poco, ya que todos los días eres testigo de demasiadas cosas, de perversiones, mentiras, engaños y brutalidades. Los cínicos no sirven para este oficio, afirmó el gran periodista Ryszard Kapuscinski. Comentó que “no hay periodismo posible al margen de la relación con los otros seres humanos… Creo que para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas”. A la vez, el único modo correcto de hacer nuestro trabajo es desaparecer, olvidarnos de nuestra existencia. Existimos solamente como individuos que existen para los demás, que comparten con ellos sus problemas e intentan resolverlos, o al menos describirlos. Afirmó que el verdadero periodismo es intencional, a saber: aquel que se fija un objetivo y que intenta provocar algún tipo de cambio. No hay otro periodismo posible. A pesar de todo, de que confesamos entre nosotros que ya no hay palabras para entender todo esto, que las imágenes que valen mil palabras no provocan respuesta –o sea, justo a lo que nos dedicamos–, tal vez lo único que podemos hacer por ahora es rehusar quedarnos mudos y ciegos, y tratar de seguir gritando, objetivamente. Esperando ecos. |
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