Por Correpi
La sanción de la más reciente ley antiterrorista del gobierno peronista de los Kirchner, la octava desde el inicio de su gestión, fue tema abordado por periodistas, comentaristas, “opinólogos” profesionales y políticos, y, de manera bien diferente a las anteriores, silenciadas por las grandes empresas de medios, llegó a los grandes titulares y las tapas de los diarios.
Esta nueva reforma al código penal, igual que las de 2003, 2005, 2007 y 2009, fue propuesta y aprobada en tiempo record para cumplir servilmente con las directivas impuestas por el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), uno de los organismos “especializados” internacionales usados por el imperialismo para asegurar sus planes de dominación. A través del GAFI, el FMI y otros organismos similares, el Departamento de Estado yanqui y el Pentágono ejecutan los objetivos formulados a partir de los documentos Santa Fe I y II, y ratificados, en las últimas décadas, en sus planes de seguridad para la región. Así, buscan garantizar el apoderamiento de recursos naturales, el subsidio de su propio déficit interno, la hegemonía en el comercio internacional y el control indiscriminado de los recursos financieros mundiales, homogeneizando la legislación mundial y adaptándola a su nueva versión de la Doctrina de la Seguridad Nacional, que denomina “terrorista” al mismo enemigo que, décadas atrás, llamó “subversivo”, y basa su acción, ya no primordialmente en la intervención militar directa, sino en la defensa de la "gobernabilidad democrática" sustentada por la "cooperación continental".
Toda calificación de “conspirativa” de estas afirmaciones desaparece si se ingresa al sitio web del FMI y se lee el “Manual para la redacción de leyes” en la sección “Represión del financiamiento del terrorismo”, publicado por el Departamento Jurídico del Fondo Monetario Internacional el 4 de agosto de 2003. Allí, didácticamente se explica a los gobiernos de los países sometidos a EEUU cómo ajustar su legislación interna, salvando las dificultades técnicas que pudieran surgir por las diferencias que existen entre los variados sistemas jurídicos vigentes.
La nueva ley en nada se diferencia de las anteriores, ni en su contenido ni en la forma de su sanción. A principios del mes de octubre, el GAFI reclamó, de nuevo, al gobierno argentino que avanzara en la sanción de leyes antiterroristas, pues las dictadas entre 2003 y 2009 no alcanzaban. En cuestión de horas, el ministro de Justicia y DDHH, Julio Alak, convocó a una conferencia de prensa para anunciar que el poder ejecutivo había enviado al congreso un nuevo paquete de leyes “para seguir adecuando la legislación nacional a los mejores estándares internacionales, de acuerdo con la Convención Internacional para la Supresión del Financiamiento del Terrorismo y la Convención Interamericana Contra el Terrorismo”.
Al día siguiente de la conferencia de prensa ministerial, las principales representaciones empresariales, como la Unión Industrial , la Sociedad Rural , las cámaras de la Construcción y Comercio, la Bolsa porteña, la ABA y la Adeba , aplaudieron la medida y ratificaron su apoyo al gobierno que más leyes antiterroristas ha dictado en Argentina, mostrando con claridad qué intereses se defienden con ese tipo de leyes.
El proyecto, que duplica las penas de cualquier delito cuando la intención del autor sea “aterrorizar a la población u obligar a las autoridades públicas nacionales, o gobiernos extranjeros, o agentes de una organización internacional, a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”, ya es ley, votada por la mayoría kirchnerista, buena parte del PJ no kirchnerista, y renombrados “progres” como Martín Sabatella y sus compañeros de bancada de Nuevo Encuentro, el ex radical Carlos Raimundi y el banquero del PC, Carlos Heller.
La ley se sumó a la dictadas, siempre en obediencia al poder imperial, desde 2003: la 25.765 y la 25.764, ambas de agosto de 2003, que recogieron buena parte del contenido de los proyectos fracasados, en 1995 y 1997, impulsados por el menemismo, el radicalismo y el Frepaso, como el arrepentido, el informante, el testigo de identidad encubierta; las leyes 26.023 y 26.024, de abril de 2005, que ratificaron e incorporaron al derecho interno la Convención Interamericana contra el Terrorismo (Convención de Barbados) y el Convenio Internacional para la represión de la financiación del terrorismo de la ONU ; la ley 26.087, de abril de 2006, que modificó el encubrimiento y lavado de activos de origen delictivo y dio más facultades para la UIF ; la ley 26.268, de julio de 2007, que creó los delitos de “asociación ilícita terrorista”, de recolección o provisión de fondos para tales asociaciones, y, finalmente, en noviembre de 2009, la ley 26.538, que amplió más el Fondo permanente de recompensas.
De allí que resulte llamativo que, después de su total silencio frente a los proyectos anteriores, igual de peligrosos, esta nueva reforma “antiterrorista” del código penal concitara la atención de los políticos del sistema, de los grandes medios y de organizaciones y “personalidades” íntimamente vinculadas –cuando no orgánicas- del partido de gobierno. La inusitada reacción comenzó a partir de que, puesto a defender la ley, entonces todavía en forma de proyecto, el director de la UIF (Unidad de Información Financiera), José Sbatella, dijo que el propósito no era perseguir opositores, sino castigar como actos terroristas las corridas cambiarias, los golpes de mercado o la emisión de noticias falsas.
Sabatella, que antes de ser funcionario kirchnerista pasó por la gestión pública en los gobiernos de Alfonsín, Menem y De La Rúa, abrió, seguramente sin desearlo, el debate. Sus palabras motivaron la inmediata reacción del establishment financiero y del aparato empresarial de medios, que lanzaron titulares como “Éramos pocos y a los medios nos llegó la ley antiterrorista” (nota del editor general adjunto de Clarín, 24/12/2011).
“Como está escrito, la nueva ley abre la puerta a la criminalización de la protesta social”, dijo el senador radical Ernesto Sanz, cuyo partido encabezó el represor gobierno de la Alianza, que asumió en diciembre de 1999, fusilando autoconvocados en el Puente General Belgrano de Corrientes, y escapó fusilando a los manifestantes en todo el país, en diciembre de 2001. Rubén Giustiniani, referente del Frente Amplio Progresista, llamó “paradójico” que “en la Argentina , un país que se precia de estar a la cabeza en materia de Derechos Humanos, se apruebe una ley que significa un grave retroceso en esta materia”. No le parece paradójico, claro, que el gobierno provincial de su “Partido Socialista” en Santa Fe registre los mayores índices de asesinados por el gatillo fácil y la tortura en cárceles y comisarías desde hace más de cinco años.
Otra voz “progresista” que se alzó fue la del juez de la Corte Suprema, Eugenio Raúl Zaffaroni, que habló de la “extorsión del GAFI” y llamó “disparate” al proyecto, adjetivo que nunca usó para referirse a sus propios fallos limitando la aplicación del delito de tortura a los hechos ocurridos durante gobiernos militares, pues sostiene que, en democracia, la aplicación de tormentos nunca puede constituir más que delitos menores, excarcelables y prescriptibles, como apremios o vejaciones.
También desde el propio riñón kirchnerista hubo críticas, como las formuladas en sendos comunicados por Abuelas de Plaza de Mayo y el CELS. El segundo se quejó por la “imprecisión de los términos”, mientras que la organización dirigida por Estela Barnes de Carlotto (cuyo hijo Remo votó afirmativamente en el recinto) advirtió que: “Si bien el Gobierno sostiene una política de no represión, los jueces, como poder independiente, serán quienes apliquen e interpreten esta ley. Ante la heterogénea composición de la magistratura, integrada en muchos casos por jueces de perfil conservador, no faltará quien la interprete en un sentido negativo (...) y los gobiernos provinciales con un perfil diferenciado al del gobierno nacional también podrían encontrar la oportunidad de impulsar prácticas represivas de la protesta”. O sea, bastaría una definición más concreta de “terrorismo”, y jueces y gobernadores que sean fieles kirchneristas, para que no tuviéramos nada que temer...
Los kirchneristas y sus aliados, escandalizados por la grosería represiva de la norma –a ellos les gustan las cosas más sutiles-, depositan sus esperanzas en que la presidenta, cabeza del poder ejecutivo que remitió el proyecto al congreso, y jefa de un gobierno que lleva promulgadas siete “leyes antiterroristas” anteriores, vete la iniciativa. Son contradicciones propias de las fricciones internas entre los distintos bloques burgueses, sin que ninguno de ellos abandone su posicionamiento antipopular.
Todo el conglomerado de leyes ya existentes, afines a la que acaba de ser sancionada, establece una frondosa burocracia secreta poblada de informantes, infiltrados, agentes encubiertos y provocadores, legitimados por el “legal ejercicio de la superior función de protección del orden público”, y que vemos actuar a diario, cuando los jueces usan informes de inteligencia de la policía o la gendarmería para fundar sus fallos.
Ahora, es “terrorismo internacional” cualquier acto que tenga por propósito “aterrorizar a la población”, y nada causa más terror a la burguesía que la clase trabajadora organizada y en pie. Es “terrorista” quien pretenda “obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto, o abstenerse de hacerlo”, lo que, claramente, es aplicable a cualquier movilización que exija una medida de gobierno o la repudie.
En la actualidad, jueces y fiscales tienen suficiente, con las normas que ya existen, para represaliar a gusto a los luchadores populares. Tenemos compañeros acusados de “extorsión” por reclamar un aumento de sueldo; por “amenazas coactivas” por defender un paro de actividades; por “homicidio” por defenderse de una patota; por “entorpecimiento del normal funcionamiento de un establecimiento productivo” por hacer un piquete frente a una fábrica, sin olvidar las figuras típicamente usadas para reprimir la protesta, como la interrupción del tránsito vehicular terrestre y el atentado y resistencia a la autoridad, o las creadas con ese específico fin, como la prepotencia ideológica, la intimidación pública, la incitación a la violencia colectiva, la intimidación pública y las variantes de la asociación ilícita, “calificada” y “terrorista”.
La sistemática incorporación de más normas represivas, especialmente diseñadas para dotar al aparato estatal de mejores y más eficaces herramientas para criminalizar la protesta social y perseguir a los luchadores del campo popular, muestra que, pese a que con lo que ya tienen les alcanza para que más de 6.000 compañeros sufran el embate judicial por movilizarse en defensa de sus derechos, saben que, más temprano que tarde, crecerán las luchas, y quieren estar preparados para defender sus privilegios.
Las leyes antiterroristas –ésta, y las siete anteriores- son herramientas revestidas de legalidad, destinadas a disciplinar a los sectores y organizaciones que combaten al sistema. Lejos de ser una novedad, son una actualización del esquema represivo del estado que responde a los intereses imperialistas de EEUU y sus organismos internacionales. Su propósito determinante es aislar las luchas, amedrentar a quienes se organicen, y eliminar la resistencia.
La excusa, hoy, es el terrorismo. Como en el pasado, la única forma de enfrentar esta escalada represiva es con más organización y con más lucha, para responder en forma unificada ante cada ataque al pueblo trabajador.
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CORREPI
Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional
Ciudad de Buenos Aires • Argentina
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Fuente;
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