Por Mercedes López San Miguel
Cuanto más sube por las laderas de Valparaíso, más se aleja el visitante de la postal de la bella y pintoresca ciudad donde vivió el poeta Pablo Neruda. Se ven casas de techo de chapa y pintura rasgada compartiendo el espacio con otras de una construcción más maciza, todas con colores variopintos. Los chilenos pobres están como escondidos arriba de los cerros. Y la forma a la que acceden a la educación difiere de los que están más abajo. Sobre la pendiente del cerro San Juan de Dios, la pequeña escuela pública San Judas Tadeo alberga a 167 niños y niñas. Un 90 por ciento de las familias vive en situación de vulnerabilidad. Muchas madres jefas de hogar, casos de padres con problemas de drogas y algunos privados de la libertad. “No miramos el currículum de los chiquillos. Nos llegan niños que en otros colegios no son aceptados”, dice la directora, Patricia Durán Muñoz, a la vez que se lamenta de que el límite sea el cupo de la sala (20 alumnos por aula). Ese es uno de los aspectos del sistema educativo mercantilista de Chile: la segregación. Las escuelas privadas y también las mixtas –con subvención estatal y con el aporte de los padres– aceptan alumnos a partir de su condición socioeconómica, según las reformas que aplicó Augusto Pinochet
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