No importa que cientos de palestinos mueran en Gaza, que la mayoría sean civiles inocentes, que familias enteras sean masacradas, que las bombas caigan sobre un hospital, infraestructuras esenciales, la casa de un médico o la playa en la que unos niños juegan al fútbol. No importa que la franja, estrangulada económicamente ya antes de esta crisis, se haya convertido en una trampa mortal, en la que falta lo esencial y de la que solo un pasaporte extranjero permite escapar. No importa el tremendo desequilibrio entre las víctimas en uno y otro bando, que los cohetes rudimentarios que Hamás lanza contra territorio israelí parezcan simples petardos en comparación con el diluvio de fuego que cae sobre Gaza desde tierra, mar y aire. Ni siquiera importa ya demasiado a estas alturas que el motivo, el pretexto o el detonante de esta tormenta bélica, de esta guerra asimétrica, se remonte al injustificable y salvaje secuestro y asesinato de tres jóvenes judíos inocentes.
Con ser importante, aterrador, nada de eso importa demasiado, porque de este disparate homicida Israel saldrá impune, como de costumbre, como en tantas ocasiones en el pasado, como cada vez que se salta la legalidad internacional, desoye las resoluciones de la ONU que instan a la devolución del territorio ocupado, levanta un infranqueable muro de la vergüenza que se adentra en lo que no le pertenece, detiene y encarcela sin juicio a centenares de sospechosos de terrorismo, destruye sus casas o roba territorio para multiplicar las colonias judías en una Cisjordania sin continuidad ni posibilidad práctica de servir de base para formar con Gaza un Estado palestino viable.
Todos estos muertos le saldrán gratis a Israel. O casi. Es cierto que el Estado hebreo está pagando en esta ocasión un precio superior al acostumbrado, con un número de bajas propias nunca antes visto en operaciones militares en la franja, más del doble ya de los 13 muertos de la operación Plomo Fundido de 2008-2009. A escala interna, esos escasos civiles y sobre todo las decenas de soldados caídos en lo que esta vez se ha bautizado como Margen Protector tienen una notable y polémica repercusión, suscitan algunas indignadas voces de protesta y rompen el mito de la práctica invulnerabilidad de las bien entrenadas y mejor equipadas tropas del Tsahal. Sin embargo, eso no basta para que se cuestione la “legitimidad” de la ofensiva militar por parte de la mayoría de la población, que ha llegado a aceptar la falacia de que su supervivencia depende de la continua demostración de una fuerza militar desproporcionada, aun a costa de convertir la guerra en un elemento consustancial con su vida cotidiana.
A nivel internacional, y con contadas excepciones, Israel es visto estos días por la opinión pública y por la mayoría de los editorialistas y articulistas de todo el mundo como un poder opresor, como un agresor que mata moscas a cañonazos, cuya crueldad oculta incluso la parte de razón que pudiera asistirle. La indignación y el horror son las notas predominantes. Las imágenes que muestran los telediarios y las primeras páginas de los periódicos, amplificadas por las redes sociales, recuerdan las que, durante la guerra de Vietnam o las de Yugoslavia, llegaron a los cuartos de estar de los hogares occidentales, socavaron las conciencias de los ciudadanos comunes y jugaron a favor de una negociación que frenó la sangría y condujo finalmente a la paz.
Sin embargo, y por desgracia, en este caso no ocurrirá lo mismo, y no ya tan solo porque la gente esté curada de espantos. No es escepticismo, sino casi una certeza. Se puede sostener con rotundidad, porque ésta no es una película de estreno, sino la enésima reposición de un clásico, con algunos retoques pero sin diferencias sustanciales en su argumento y desenlace. Como en el pasado, hay y habrá todavía mucho que rasgar de vestiduras, muchas iniciativas bienintencionadas, pero nadie hace todavía nada efectivo, ni es probable que lo haga, para sentar las bases de una solución global del conflicto entre palestinos e israelíes. Ni mucho menos para que los responsables de este disparate descomunal y homicida rindan cuentas y se sienten, por ejemplo, algún día, como presuntos criminales de guerra, en el banquillo de la Corte Penal Internacional.
El Gobierno de Netanyahu, como sus predecesores, cuenta con una garantía máxima que utiliza con una prepotencia que linda a veces con el chantaje: el respaldo incondicional de Estados Unidos, donde nadie —y mucho menos en la Casa Blanca o el Capitolio— se atreve a levantar una voz más alta que la otra ni a cuestionar la legitimidad de la operación militar israelí. Barack Obama lo ha dicho muy claro: aunque le duela el número de víctimas civiles, reconoce el derecho de Israel, su gran aliado estratégico en Oriente Próximo, a defenderse de los ataques de Hamás. Entre tanto, en una suprema muestra de cinismo disfrazada de generosidad, ha aprobado un paquete de 47 millones de dólares para ayudar a la reconstrucción de Gaza, una minucia que casi suena a burla comparada con los miles de millones de asistencia militar que entrega a Israel y que se utiliza ahora mismo para machacar la franja a bombazo limpio.
Únicamente el secretario de Estado, John Kerry, se ha salido un poco del guion, escandalizándose ante la desproporción de la respuesta a los cohetes de la milicia islamista, pero sólo cuando hablaba en privado sin percatarse de que había un micrófono abierto. De puertas afuera, su objetivo actual se dirige tan solo a limitar el alcance de la matanza y a promover un alto el fuego, pero ni siquiera se muestra equidistante de Israel y Hamás, sino que deja clara su convicción de que la responsabilidad última recae en el grupo islamista que controla Gaza.
En cuanto a la Unión Europea, que ve como saltan materialmente por los aires infraestructuras que ha financiado con miles de millones de euros, habla tan bajo que apenas se la oye. Ni siquiera, pese a sus comunicados conjuntos, logra ocultar que es incapaz de hablar con una sola voz. Se limita a clamar en el desierto, a pedir contención a Israel y a buscar la forma de que se alcance un alto el fuego que, aunque imprescindible para detener la matanza, dejaría sin resolver la cuestión esencial que ha desatado esta crisis… y que desatará probablemente las siguientes.
Tampoco puede la UE, como EE UU, alegar equidistancia, ya que insiste en mantener a Hamás en su lista negra de organizaciones terroristas (lo que, considerando los métodos, podría resultar comprensible), pero no se plantea hacer otro tanto con Israel (lo que sería más comprensible aún). Porque si condenable es que Hamás lance sus cohetes rudimentarios sobre pueblos y ciudades israelíes, amenazando vidas y propiedades de civiles, no lo son menos (sino más bien al contrario) los métodos brutales y delictivos del Estado hebreo, como la destrucción premeditada de viviendas e infraestructuras, o los numerosos asesinatos extrajudiciales, con una extraordinaria tendencia en ambos casos a causar víctimas colaterales. No en vano, tres de cada cuatro muertos en la ofensiva contra Gaza no tienen nada que ver con Hamás, y muchos de ellos son ancianos, mujeres y niños inocentes.
De España, mejor no hablar: pura palabrería sin sustancia. De Francia, ¿qué decir? Si acaso que lo que más parece preocupar al primer ministro Valls no es tanto la justificación que puedan tener los manifestantes antiisraelíes en las calles francesas como el temor a que resucite cierto antisemitismo latente, una obsesión en el país, herencia del sentimiento de culpa que se arrastra del colaboracionismo con los nazis durante la ocupación alemana.
¿Y Egipto? Convertido de nuevo de facto en aliado de Israel y Estados Unidos, así como en enemigo de Hamás, contribuye al estrangulamiento de Gaza y a la demonización del grupo islamista, pero aun así encarna aún la vía natural y más probable para acoger a los eventuales negociadores que, mejor pronto que tarde, logren alcanzar un acuerdo que al menos acabe con la sangría, aunque no arranque las raíces que la puedan hacer rebrotar en el futuro.
Y Naciones Unidas, ¿qué hace? Nada que permita avanzar en la resolución del conflicto de fondo. No es cuestión de falta de voluntad, sino de que no tiene capacidad real de conseguirlo. Así que se limita a redactar resoluciones conciliatorias y equidistantes que llaman al alto el fuego, y a utilizar a su secretario general en una diplomacia viajera que no puede ocultar que la organización está atada de pies y manos, imposibilitada de llegar hasta la raíz del problema.
La ONU no puede ni siquiera condenar como agresor al Estado judío, aunque eso no tuviera efectos prácticos. Si llegara a plantearse esa posibilidad en el único órgano ejecutivo de la organización, el Consejo de Seguridad, ahí estaría Estados Unidos, siempre dispuesta a esgrimir su derecho de veto en defensa de Israel. Y eso que su embajadora, Samantha Power, era antes de implicarse a fondo con la administración de Obama una militante defensora del derecho a la injerencia y la intervención humanitaria. Se nota que obedecer a su jefe y defender sin reservas al gran aliado de EE UU en la región se sitúan ahora muy por encima de sus viejos principios, que pese a todo asegura mantener.
Así las cosas, lo más probable es que quede en agua de borrajas la denuncia de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Navi Pillay, en el sentido de que algunas de las acciones israelíes en la franja podrían constituir crímenes de guerra. Y no cabe esperar tampoco que llegue muy lejos la decisión del Consejo de los Derechos Humanos (calificada de “farsa” por Israel) de condenar las violaciones de estos derechos en la ofensiva judía, así como de crear una comisión internacional de investigación. Al menos, el resultado de la votación ha permitido, eso sí, mostrar la flagrante parcialidad de Estados Unidos (único voto en contra), y la inoperativa mala conciencia de los países de la UE (que se han abstenido), frente a 29 votos a favor.
Está claro. Israel ganará también esta batalla, aunque no la guerra, porque será incapaz de exterminar a su gran enemigo, lo que sentará las bases de nuevas crisis en el futuro. Dejará otra vez en ruinas a Gaza, y a Hamás debilitada y con parte de sus túneles destruidos, aunque sin perder un ápice de su beligerancia. Está por ver si lesionará el proceso de convergencia y unificación de los dos grandes partidos palestinos, si debilitará aún más a Mahmud Abbas (tan pasivo como siempre), si profundizará la brecha entre Cisjordania y la franja que el acuerdo interpalestino en fase de aplicación empezaba a cerrar o si permitirá sobrevivir al Gobierno de unidad.
Esta batalla despejará las escasas dudas de que Israel pueda llegar a aceptar algún día un Estado palestino viable y soberano. Seguirá agrandando la herida, confiando en que su apabullante superioridad militar le permita mantener la sartén por el mango. Y despreciando a la opinión pública internacional, seguro de que, dentro de unos meses —o de unos pocos años— los centenares de muertos de estas semanas, y el generalizado espanto en el mundo entero, quedarán amortizados, relegados si no olvidados al rincón de los hechos consumados que no hay más remedio que aceptar, como tantas otras veces en el pasado.
Y los dirigentes israelíes, con Benjamín Netanyahu a la cabeza, volverán a quedar impunes, como muestra de lo ridícula que resulta a la hora de la verdad la pomposa expresión “justicia internacional”, ejemplo paradigmático de un escandaloso doble rasero.
Y así hasta la próxima matanza.
Entre tanto, la eficaz maquinaria propagandística israelí seguirá tachando de antisemitas a quienes digan (digamos) que dos más dos son cuatro. Lo peor es que incluso puede que les funcione.
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