Durante la mayor parte de sus cuatro años de vida, la crisis de la Eurozona ha seguido un guión muy sencillo. Los países derrochadores del sur, con sus mercados laborales excesivamente regulados, sistemas fiscales deficientes y renqueantes industrias, se permitieron perder la competitividad hasta unos niveles nefastos comparados con sus rivales del norte y estuvieron al borde de la quiebra. Los países del norte marchaban por delante y se resistían a rescatar a sus vecinos del sur.
Sin embargo, las cifras de este año sugieren que la crisis ha cambiado: la economía alemana encoge, Finlandia está casi en recesión, al igual que Bélgica y Holanda, Francia está plana y podría encoger muy pronto. Por el contrario, España y Portugal se expanden a la mayor velocidad de la Eurozona, Grecia se ha estabilizado e incluso Chipre muestra signos de mejora.
¿Esta crisis nunca se acaba?
El repentino revés de la fortuna tiene dos consecuencias. La primera es que sugiere que esta crisis nunca se acaba. Como el agua dentro de un globo, se mueve de un sitio a otro pero su cantidad sigue siendo la misma. La Eurozona está atrapada en una depresión permanente que no parece tener salida.
La segunda es que la teoría de un sur no competitivo y gastón se ha hecho añicos y la élite política tendrá que dar con una explicación mejor de los fracasos del continente. Ambas situaciones cambiarán el debate del euro y obligarán al norte a cuestionarse asuntos espinosos que hasta ahora había evitado.
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