El realismo mágico latinoamericano
Jorge Majfud (especial para ARGENPRESS.info)
El realismo mágico, como cualquiera sabe, fue una marca de fábrica de la literatura latinoamericana de los años ‘60. Muchos críticos señalan que fue un producto de las editoriales internacionales. Quizás producto también del poderoso mercado de lectores europeos y norteamericanos ávidos de exotismos matizados con dictadorcillos vestidos de guayaberas. Así habrían redescubierto al Juan Rulfo de los ‘50 y al cubano Alejo Carpentier de los ‘40.
Entiendo que el realismo mágico está explícito en el principal género del realismo —la crónica—, como en Crónica del Perú (1553) de Pedro Cieza de León y en el resto de la locura del colonizador y el martirio del colonizado. Pero tampoco se acaba con los imitadores de García Márquez en los años ‘80 ni se limita a la literatura tradicional. La ficción, la literatura son espacios de encuentro de una realidad que la sobrepasa y la alimenta. En gran medida nuestro pueblo latinoamericano está hecho en el mito, en el mejor de los casos, y en la irracionalidad mágica, en el peor. Las dictaduras militares dieron pruebas de ello hasta el hastío.
Hoy el realismo mágico es tan ubicuo en la realidad latinoamericana que no sólo se confunde con la realidad sino que ni siquiera se lo ve como mágico.
Para prueba dos ejemplos en las antípodas de América latina: Honduras y Uruguay. En el país centroamericano se escribió una constitución que niega los cambios en la historia y es la base de un sistema democrático representativo que niega un referéndum serio para modificar su letra. Por el contrario, impone castigos a quienes se atrevan a semejante herejía. Los caciques y sacerdotes siempre son celosos en estos puntos que se refieren al status quo. Es decir, como una maldición bíblica, la letra que se pretende sagrada impone su dictadura sobre los humanos que debieron ser sus autores o correctores. Una constitución republicana que es el producto de la filosofía del humanismo y del iluminismo se convierte así en un texto irracional, sagrado como cualquier texto escrito por cualquier dios.
Por el otro lado, aparentemente Uruguay opta por lo contrario en el momento de organizar su sociedad. Con una democracia centenaria, interrumpida dos o tres veces por el autoritarismo feudal, más típico en otros países del continente, ha recurrido muchas veces en los últimos años al referéndum como ejercicio de una tímida democracia directa.
No obstante, en un par de veces, como aconteció en el último referéndum, pone a consulta popular precisamente aquello que no puede ser decidido por un grupo para ser impuesto a otro, por minúsculo que sea. El referéndum (2009) para derogar la Ley de Caducidad en su búsqueda de derribar la muralla legal que protege a los violadores contra el reclamo de justicia de sus víctimas, en los últimos treinta años ha sido el único recurso de los débiles y el involuntario instrumento de legitimación de los violadores de los Derechos Humanos, de sus cómplices y del error histórico de medio pueblo deformado por la dialéctica de la dictadura y la estratégica indiferencia.
Ningún grupo puede imponer, por uno de esos momentos de delirio colectivo tan comunes en la historia, la violación de los derechos humanos de una sola persona. ¿Podría un referéndum permitir o imponer la violación sexual de una niña? Pensarán que exagero, pero una segunda consideración evidencia que no. Aunque menos gráfico, ¿podría un referéndum nacional negarle a un padre el derecho a ver al violador castigado por ese delito? No, nunca.
El ejemplo parece obvio porque no tiene implicaciones políticas. Pero ¿alguien diría que los crímenes que se cometieron —incluidos los crímenes sexuales— con la arrolladora impunidad del estado no son equiparables a la violación de una niña? Sí lo fueron. No en un caso, en muchos. Sin contar con el impacto que deja en un pueblo entero el terrorismo de Estado con sus múltiples tentáculos. Lo cual se prueba sólo con la existencia de referéndums exculpatorios de criminales en masa, los que reproducen la violencia a través de la impunidad de una minoría en complicidad con la cobardía o con el delirio colectivo.
El profesor Emilio Cafassi, en uno de sus recientes análisis sobre las elecciones uruguayas se pregunta cómo resolvieron los hijos los conflictos de los padres que participaron en la dictadura de los ‘60. Las mismas inquisiciones hice muchas veces en distintos países a algunos alemanes que fueron niños, hijos de correctos ciudadanos que apoyaron democráticamente y en masa el terror del nazismo. Siempre recibí balbuceos nerviosos, confusos en el mejor de los casos. Aludiendo al uso propagandístico del nombre “Pedro” del joven candidato del partido Colorado, Pedro Bordaberry, el hijo del dictador Juan María Bordaberry, Cafassi nos deja una de las más breves y agudas observaciones que se han realizado sobre las últimas elecciones: “Hoy la gran pregunta de los hijos es qué hicieron sus padres en ese período. Pedro, por ejemplo, la respondió en su campaña economizando apellido”.
En los dos casos, de Honduras y de Uruguay, el atentado es contra los Derechos Humanos conquistados a lo largo de la tradición del humanismo de los últimos siglos. Uno, negando la consulta popular para ejercer un derecho democrático a cambiar o a permanecer; el otro, usándola como forma de legitimar la violación de los derechos elementales de una minoría. En ambos casos se trata del triunfo de la irracionalidad, de la centenaria tradición del realismo mágico que en literatura ha producido tantas obras maestras y en la política tantos crímenes impunes.
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