Tomás Eloy Martínez
Discurso ofreciodo en el Taller-Seminario Situaciones de crisis en medios impresos, dictador en Santa Fe de Bogotá del 11 al 15 de marzo de l966.
Hace ya casi cuatro décadas, el 1 de enero de 1953, un joven periodista colombiano
desembarcó en Maiquetía, el aeropuerto de Caracas, después de tres años de escribir en
Roma sobre los ataques de hipo de Pío XII y de terminar los originales de su segunda
novela en el invierno implacable de París. De la mano de dos colegas fraternales entró en
Caracas, atravesó el fulgor de las autopistas y se emocionó ante los reflejos mal vas que
exhalaba el Avila en ese momento del crepúsculo. Antes de que pudiera disipar los sopores
del viaje en avión por el Atlántico, fue abandonado en una sala de redacción sin ventanas,
iluminada por sucios tubos de ne6n, donde un hombre flaco, nervioso, con anteojos
oscuros, daba órdenes frenéticas y a menudo contradictorias a un par de vascos que se
afanaban sobre una mesa de dibujo.
En la mitología que cada quien crea para su uso personal, ése ha sido para mí el instante en
que nació en América Latina lo que se conocería después como «nuevo periodismo» o
«periodismo literario», y el punto de partida del moderno periodismo cultural. La sala de
redacción, ubicada en una casa desvencijada de San Bernardino, pertenecía a la revista
semanal Momento. El joven colombiano se llamaba, como tal vez ustedes ya lo han
adivinado, Gabriel García Márquez. Uno de los colegas que le habla dado la bienvenida en
Maiquetía era Plinio Apuleyo Mendoza, jefe de redacción de Momento. Quien estaba con
él era su hermana Soledad, que más tarde en la vida también dirigiría en este país revistas y
suplementos. Aquellos vascos de la mesa de dibujo se llamaban --me han dicho-- Karmele
Leizaola y Paul de Garat. Y al hombre de anteojos oscuros, Carlos Ramírez Mac Gregor, se
lo conocía entonces en Caracas como «el loco», porque se había echado sobre las espaldas
la irresponsable misión de editar una revista donde la realidad se parecía a las novelas.
Esa fundación mítica del periodismo cultural es un apólogo con tantos significados que aún
ahora, treinta y siete años después, se puede leer como si fuera una noticia del periódico de
mañana. Primero, porque la época en que sucedía esa historia coincidía con el nacimiento
de la democracia, que se le había negado a Venezuela durante todo el siglo --con el fugaz
intervalo de la presidencia de Rómulo Gallegos--, y que al fin era conquistada con un alto
precio de sangre, torturas, exilios y cárceles. Y también porque en la redacción de
Momento confluían hombres de otros rincones de la lengua española, aventados de sus
patrias por las desventuras de la persecución política y de las guerras.
Las grandes crónicas de aquellos años fundacionales nacieron al amparo de una realidad
que se iba creando a medida que se la escribía. Estaba a punto de secarse el dique de La
Mariposa, y en vez de decirlo así, con esas palabras de álgebra, García Márquez
inventaba a un personaje que para poder afeitarse en la ciudad sin agua se mojaba la cara
con jugo de duraznos. Se caía a pedazos la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y para no
contar la historia como en los telegramas de las agencias de noticias, el joven narrador de
La hojarasca explicaba que, a los hombres de la resistencia, «los días les estaban quedando
cortos». Enriquecido por un lenguaje de novela, transfigurado en literatura, el periodismo
desplegaba ante los ojos del lector una realidad aún más viva que la del cine. Todo parecía tan nuevo como si, al cabo de un largo olvido, las cosas pudieran ser nombradas por
primera vez. ¿De dónde sino de ese instante salió el afán de ir inscribiendo el nombre
verdadero de los objetos y las funciones para las que sirven, como se lee en Cien años de
soledad?
Si aquellas crónicas revolucionarias fluyeron con naturalidad en la Caracas tempestuosa e
incierta de 1958 fue porque habla una larga tradición que la hizo posible. El terreno había
sido antes fecundado por José Martí en sus escritos para La Opinión Nacional durante los
años de Guzmán Blanco, por los estremecedores relatos de Canudos que Euclides da Cunha
compiló en Os Sertoés, por los cronistas apasionados del modernismo --Rubén Darío,
Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal-- y por los escritores testigos de la Revolución
Mexicana. A esa tradición se incorporaron más tarde los reportajes políticos que César
Vallejo escribió para la revista Germinal, las reseñas sobre cine y libros de Jorge Luis
Borges, los aguafuertes de Roberto Arlt, los medallones literarios de Alfonso Reyes en La
Pluma, los editoriales de Augusto Roa Bastos en El País de Asunción. los cables delirantes
que Juan Carlos Onetti escribía para la agencia Reuter, las minuciosas columnas barrocas
de Alejo Carpentier y las crónicas sociales del mexicano Salvador Novo.
Todos, absolutamente todos los grandes escritores de América Latina fueron alguna vez
periodistas. Y a la inversa: casi todos los grandes periodistas se convirtieron, tarde o
temprano, en grandes escritores. Esa mutua fecundación fue posible porque, para los
escritores verdaderos, el periodismo nunca fue un mero modo de ganarse la vida sino un
recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que
nacieron bajo él apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana
comprometieron el propio ser tan a fondo como en el más decisivo de sus libros. Sabían
que, si traicionaban a la palabra hasta en el más anónimo de los boletines de prensa,
estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta
que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el gacetillero indolente que deja
caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El
compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. Puede que un periodista
convencional no lo piense así. Pero un periodista de veras no tiene otra salida que pensar
así. El periodismo no es algo que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que
duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos
sentimientos.
Aunque los Estados Unidos han reivindicado para sí la invención o el descubrimiento del
periodismo literario, de las factions o de las «novelas de la vida real», como suelen
denominarse allí los escritos de Truman Capote, Norman Mailer y Joan Didion, es en
América Latina donde nació el género y donde alcanzó su genuina grandeza.
El periodismo encuentra su sistema actual de representación y la verdad de su lenguaje en
el momento en que se impone una nueva ética. Según esa ética, el periodista no es un
agente pasivo que observa la realidad y la comunica; no es una mera polea de transmisión
entre las fuentes y el lector sino, ante todo, una voz a través de la cual se puede pensar la
realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por
qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo
por primera vez.
Siempre que las sociedades han estado a punto de cambiar de piel, los primeros síntomas de
ese cambio han aparecido en la cultura. Piénsese en las canciones de los Beatles o en las
novelas «del camino» de Jack Kerouac y se encontrará prefiguradas en ellas la rebeldía, la
avidez mística y el heroísmo anárquico de las dos décadas que siguieron. Piénsese en la soledad escéptica de los personajes que aparecen en las novelas que Raymond Carver o
Paul Auster escribieron en los años 80 y se obtendrá un retrato cabal de las reivindicaciones
capitalistas de este final de siglo. En la cultura es posible descubrir los modelos de realidad
que se avecinan y que aún no han sido formulados de manera consiente.
Imagínense cuánta responsabilidad entraña dar cuenta de eso. No sería posible cumplir
cabalmente con semejante misión si cada quien, ante la hoja o la pantalla en blanco, no se
repitiera una vez y otra: «Lo que escribo es lo que soy, y si no soy fiel a mi mismo no
puedo ser fiel a quienes me lean». Só1o de esa fidelidad nace la verdad, aunque de esa
verdad nacen siempre los riesgos.
Estos son tiempos de dispersión y de desencuentro para la cultura de América Latina. El
continente que hasta hace apenas un cuarto de siglo parecía férreamente unido exhibe ahora
graves signos de intolerancia e incomunicación. Desde la metrópoli nos anunciaron que
había llegado el fin de la historia --lo que también significa el fin de las utopías-- y nos
vaticinaron una era de bonanza bajo el modelo triunfante del neoliberalismo. La mayoría
de nuestros gobiernos democráticos han aceptado ese credo, con la certeza de que las
miserias actuales afrontadas por los pueblos latinoamericanos serán compensadas por las
abundancias del futuro. «Para que haya menos pobres es necesario que, antes los ricos sean mucho más ricos», afirma la doctrina neoliberal. Ese mandato de resignación se asemeja al
de las religiones fatalistas: «Para entrar en el reino de los cielos es necesario ser antes
humillado y ofendido». Los vaticinios han sido errados, no porque nuestros pueblos sean
impacientes o insensatos, sino porque la resignación termina donde empieza la voluntad de
sobrevivir.
Es en el orden de la cultura donde el neoliberalismo ha resultado más pernicioso en
América Latina. Esperábamos que las consignas de libertad sirvieran para derribar muros,
fronteras, y para fortalecer la unidad de nuestras naciones a la sombra de un proyecto de
bien común. Por lo contrario, estamos más divididos que nunca: hemos dejado de leer nos
los unos a los otros, porque las incesantes convulsiones de la realidad y la necesidad
imperiosa de sobrevivir en un afuera siempre hostil nos consumen las energías y los sueños.
Hemos dejado de vernos, de oírnos, de conocernos. El modelo neoliberal ha tornado tan
alto el precio de cualquier conocimiento que todo lo que podríamos ser se nos escapa de las
manos día tras día. Se han acentuado los nacionalismos, los regionalismos, los fanatismos y
todas esas odiosas vallas que tanto empobrecen la condición humana. Somos más débiles
como naciones, porque ya no podemos negociar unidos con los poderes de las metrópolis,
sino que debemos hacer todo por separado y a espaldas los unos de los otros.
Hubo momentos de la historia en que América Latina alzó la voz como si su inteligencia,
sus emociones y su lengua fueran una sola. Cada vez que el continente podía hablar al
unísono, despuntaba en la cultura una nueva edad de oro. Sucedió en las décadas de lucha
por la Independencia. Sucedió en los años del primer centenario de las revoluciones
nacionales (que fueron también los años de la revolución mexicana), cuando los grandes
poetas de América acudían a Buenos Aires para celebrar la inminente grandeza de nuestras
naciones; también sucedió en los años 60, cuando la revolución cubana nos encendió el
espíritu y La Habana se convirtió en el viento que parecía poner fin a todas las mordazas de
la inteligencia. Y también, aunque de un modo más desordenado y clandestino, sucedió en los aciagos 70, cuando las dictaduras militares arrojaron su sombra sobre todos nosotros y
sólo la conciencia de que estábamos juntos nos ayudaba a resistir.
Una de las secretas fuerzas del periodismo de buena ley es su capacidad para fortalecerse
en la adversidad, para soslayar las censuras y las mordazas, para cantar cuatro verdades y
seguir siendo incorruptible e insumisa cuando a su alrededor todos callan, se someten y se
corrompen. Se han probado ya las más diversas armas para acallar su voz inc6- moda: se lo
ha reprimido con la prisión, con el cepo, con la hoguera; se lo ha tratado de espantar con
bombas a medianoche y asesinatos en el resguardo de las redacciones; se han probado el
soborno, la seducción de los premios y de los honores, el hospicio, las amenazas de muerte,
el exilio, sin conseguir que el periodismo sepulte o domestique sus verdades. Una de las
últimas estrategias del Poder fue simular indiferencia. Cada vez que el periodismo alzaba su
voz, el Poder no oía. La sordera, los desaparecidos y la simulación de ignorancia ante los
crímenes del Estado fueron las grandes contribuciones de las dictaduras militares del Cono
Sur a la historia política. Cuando el Poder se declara iletrado, cuando el Poder no lee, la
escritura no lo lastima. Algunas democracias neoliberales han asimilado esa lección.
Hasta hace cuatro décadas, las páginas culturales eran el único espacio de libertad en los
medios. Los empresarios menos conformistas acuñaron por entonces un precepto que
pronto se convirtió en patrón de conducta: según esa regla de oro, los periódicos debían ser
independientes en sus informaciones políticas y conservadores en las secciones
económicas. Con la cultura se podía ser osado, utópico, rebelde o «de izquierda», como
solía decirse entonces. A la cultura nadie le prestaba demasiada atención. La cultura era la
loca de la casa.
El advenimiento de la revolución cubana alteró esos códigos de comportamiento, porque la
cultura comenzó a convertirse en un espacio in- controlable de debate político. En el siglo
XIX, el Poder podía enmendar o tomar a la ligera los testimonios del periodista. Un
ejemplo memorable de ese desdén fue la actitud que asumió el editor del diario La Nación
de Buenos Aires, Bartolomé Mitre, cuando José Martí envió desde Estados unidos una
crónica sobre las elecciones presidenciales de 1880. Como lo que Martí relataba era un
proceso democrático, Mitre neutralizó la información con un título que la negaba como
verdad: «Narraciones fantásticas». Inseguro de la eficacia de su advertencia, añadió esta
aclaraci6n: «Martí ha querido darnos una prueba del poder creador de su privilegiada
imaginación enviándonos una fantasía que, por lo ingenioso del animado y pintoresco del
desarrollo escénico, se impone al interés del lector. Solamente a José Martí, el escritor orignian y siempre nuevo, podría ocurrírse pintar a un pueblo, en los días adelantados que alcanzamos, entregado a las ridículas funciones electorales...»
En la segunda mitad de este siglo, en cambio, la amplitud y celeridad de los mecanismos
informativos impidió que los textos quedaran sometidos a las manipulaciones que padeció
Martí. Los escritores entablaron un diálogo de igual a igual con el Poder, y las crónicas de
los corresponsales-escritores dejaron de tener la función inocua e inofensiva que se les
había adjudicado.
Hacia atrás, a lo largo de todo el pasado, el Poder había podido imponer su voluntad
impunemente. La escritura de la historia era, en última instancia, la escritura del Poder.
Cuando la escritura transgredía las conveniencias del Poder, se la suprimía, se la vetaba, se
la silenciaba. A sor Juana Inés de la Cruz le vetaron el saber y el decir. Se lo vetaron por
mujer, porque una mujer no podía saber. Y se lo vetaron por monja, porque una monja no
tenía derecho a decir. A fray Servando Teresa de Mier le prohibieron los sermones y a
Simón Rodríguez le cuna llama sin freno: quemaban todo lo que tocaban. Se les llamó locos, porque la transgresión y el coraje han sido siempre para el Poder lenguajes de locura, como lo
supieron las Madres de la Plaza de Mayo --«las locas»-- cada vez que alzaron la voz.
No bien la escritura se dio cuenta de que podía entablar un diálogo de igual con el Poder, se
multiplicaron las estrategias para cerrarle el camino. En un libro memorable, Idea de la
Historia, el filósofo inglés Robin George Collingwood advirtió que «sólo lo que se escribe
es histórico», sólo lo que ha sido escrito permanece. En el pasado, bastaba con prohibir o
excomulgar: la amenaza del patíbulo garantizaba el silencio de los insumisos. Pero ahora,
¿qué podía hacer el Poder? Se imaginaron diversos recursos: las asfixias económicas, los
vetos publicitarios, la suspensión, el cierre o la mera compra de los medios, las coimas,
mordidas o palangres, las ofertas de cargos públicos, para citar sólo aquellos recursos que
parecen más civilizados. Una forma sutil y sinuosa de neutralizar el vigor de la palabra fue
apagar ese vigor desde su propio nacimiento. Para lograrlo, se incitó al escritor a que
descuidara su instrumento. A un escritor que desafina nadie lo lee.
En los tiempos en que Collingwood publicó su Idea de la historia, se dividieron las aguas
de la inteligencia. Algunos creadores se declararon impotentes ante la barbarie del poder y
partieron al exilio, para salvar la dignidad o, en los casos extremos, para salvar la vida. Es
el camino que emprendieron Thomas Mann, Fritz Lang, Bela Bartok, Hermann Broch.
Otros inclinaron la cerviz y se entregaron, como parece haber sucedido con Heidegger y
con Richard Strauss. Otros supusieron erradamente que debían sacrificar lo que pensaban o
callar lo que veían en nombre de un proyecto político superior. A esa tentación cedieron
miles de los mejores intelectuales de Occidente, seducidos por los espejismos del
«padrecito Stalin», con excepciones tan honrosas y singulares como la de André Gide. Se
creía entonces que era preciso callar en nombre de cierta conveniencia política, de cierto
futuro, sin advertir que no hay modo más brutal de enajenar el propio futuro que el
silencio, puesto que el silencio siempre acaba convirtiéndose en complicidad.
Es verdad que, en algunos casos, la brutalidad del Poder impone la retórica excluyente del
silencio. Para poder hablar después hay que sobrevivir ahora. Ésa fue la desgarradora
alternativa que afrontaron los internados de los campos de concentración, donde quiera
existieron esos campos: en Auschwitz, en la isla Dawson, en las «peceras» de Buenos
Aires. ¿Enfrentarse al Poder con la certeza de la derrota o fingir resignación ante el Poder
para dar luego testimonio de la ignominia? Pero cuando el silencio dura demasiado tiempo,
la palabra corre el riesgo de contaminarse, de volverse cómplice. Para hablar hace falta
valor, y para tener valor hace falta tener valores. Sin valores, más vale callar.
Hace poco más de diez años, a medida que se iba reconquistando la democracia en Brasil,
Uruguay, Argentina, Chile o Bolivia, algunos periodistas pensaron que debían callar los
errores de la democracia porque la sombra de las dictaduras militares todavía se alzaba en
el horizonte y señalar los tropiezos de algo por lo que tanto se había luchado y que era tan
fresco aún, tan inmaduro, equivalía a una traición. Para cuidar la democracia, se pensaba,
era preciso disimular los pasos en falso de la democracia. Y sin embargo, nada es menos
democrático que callar. ¿Qué sentido tendría proteger a la democracia privándola de su
razón de ser: la libertad de pensar, de expresar, de saber? ¿Para qué queremos la
democracia si no nos atrevemos a vivirla?
Hay que cuidar las formas, me repetía un jefe de redacción en el diario donde me inicié
cuando era adolescente. Hay que conciliar, me decía, hay que entender el juego del Poder.
Esa fue la primera enseñanza contra la cual me sublevé. Siempre he pensado (y éste es un
tema para discutir largamente) que el periodismo no tiene sino dos formas que cuidar: la de
su herramienta --el lenguaje--; y la de su ética, que no responde a otro interés que el de la
verdad. No tiene por qué conciliar, con nada ni con nadie. Su misión es en eso idéntica a la
del artista: revelar los abismos y las luces más secretos del hombre, agitar las aguas,
estimular la imaginación, provocar el cambio, luchar sin sosiego para que las perezas y los
conformismos que adormecen la inteligencia sean derribados con el mismo estrépito
liberador que hace tres milenios hizo caer las murallas de Jericó.
Si el periodista concilia, si transa con el Poder, si se vuelve cómplice de la mentira y de la
injusticia, no sólo está traicionándose a sí mismo. Traiciona, sobre todo, la fe que el lector
ha puesto en él, y con eso destroza el mejor argumento de su legitimidad y el único escudo
de su fortaleza.
Entre la misión del artista y la del periodista hay, sin embargo, una diferencia esencial: la
naturaleza del diálogo que cada uno de ellos establece con el público. Para el artista, crear
pensando sólo en el éxito es algo suicida, porque cuando el arte trata de satisfacer a todo el
mundo termina por no satisfacer a nadie. El diálogo entre la obra de arte y el público nace
sólo cuando la obra ya está terminada. Hasta ese momento, nada debe contar para el artista:
ni la música de los aplausos ni los halagos de lo que está de moda. Lo único que importa en
el momento de la creación es la fidelidad del artista a lo que él es.
El periodista, en cambio, está obligado a pensar todo el tiempo en su lector, porque si no
supiera cómo es ese lector, ¿de qué manera podría responder a sus preguntas? En el
periodista, entonces, hay una alianza de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia,
fidelidad al lector y fidelidad a la verdad. El lector es siempre un factor mucho más activo
y exigente de lo que algunos empresarios suelen suponer. A la avidez de conocimiento del
lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta, no se le aplaca con
golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus
antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas
que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada
vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas
el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un
instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una
vida más digna y menos injusta.
Porque, a semejanza del artista, el periodista es también un productor de pensamiento. En
este fin de siglo neoliberal tan orgulloso de sus certezas, tan convencido de que ya hemos
llegado al «fin de la historia», la cultura tiene la misión de ver la realidad como una enorme
interrogación, como una perpetua duda, y de imaginar el futuro como una incesante utopía.
El hombre se ha movido en las oscuridades de la historia a golpes de utopía, y la utopía es
lo que ha permitido al hombre seguir teniendo fe en la historia.
En casi cada país de América Latina que he visitado me dicen que estos son los tiempos
más difíciles que se han vivido. ¿Alguna vez, sin embargo, nuestros tiempos han sido de
otro modo? Los tiempos difíciles suelen ser aquéllos en que uno se formula las preguntas
importantes y en que, para sobrevivir, necesita contestar a esas preguntas lo antes posible.
Cuando Atenas produjo las bases de la civilización, afrontaba conflictos políticos y padecía
a líderes demag6gicos semejantes a muchos de los que hoy se ven por estas latitudes. Y sin
embargo, Aristoteles imaginó las premisas de la democracia a partir de los rasgos que tenía
entonces Atenas. En el siglo XVII nadie podía imaginar tampoco hacia dónde se
encaminaba Inglaterra. Se sucedían las guerras de religión y de conquista, los reyes iban y
venían del cadalso, pero del magma de esas convulsiones brotaron las grandes preguntas de
la modernidad y las geniales respuestas de Locke, de Hume, de Francis Bacon,de Newton, de Leibniz y de Berkeley. Del caos de aquellos años nacieron las luces de los tres siglos siguientes.
siguientes.
Algo semejante está sucediendo ahora en América Latina. Cuando más afuera de la historia
parecemos, más sumidos estamos --sin embargo-- en el corazón mismo de los grandes
procesos de cambio. En tanto periodistas, en tanto intelectuales, nuestro papel, como
siempre, es el de testigos. Somos testigos privilegiados. Por eso es tan importante
conservar la calma y abrir los ojos: porque somos los sismógrafos de un temblor cuya
fuerza viene de los pueblos.
Hacia dónde nos están llevando los vientos de la historia es algo difícil de ver o predecir
ahora. Sólo sé que en este confuso filo del milenio, tenemos que ponernos a pensar juntos.
Es preciso renovar las utopías que languidecen en el cansado corazón del hombre. Una de
las peores afrentas a la inteligencia humana es que sigamos siendo incapaces la libertad y
en la justicia. No me resigno a que se hable de libertad afirmando que para tenerla
debemos sacrificar la justicia, ni que se prometa justicia admitiendo que para alcanzarla hay
que amordazar la libertad. El hombre, que ha encontrado respuesta para los más complejos
enigmas de la naturaleza no puede fracasar ante ese problema de sentido común.
Ya que fue cerca de aquí, en Caracas, donde el periodismo latinoamericano tomó
conciencia por primera vez, hace treinta y siete años, de que podíamos narrar el mundo a
nuestra manera, con un lenguaje que no se parecía a ningún otro, me parece justo que sea
aquí, en Cartagena donde al fin de cuentas empezó esa historia) donde afirmemos nuestro
derecho a reclamar un mundo que no se parezca a ningún otro, y que pongamos nuestra
palabra de pie para ayudar a crearlo
El que no sabe quién es festeja sus derrotas y rechaza sus oportunidades
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