Por Pau Alarcón y José López.
La llegada de 2010 dio inicio al semestre de presidencia española de la UE. Con la entrada en vigor del regresivo Tratado de Lisboa y la crisis sistémica de fondo, los movimientos sociales plantean acciones de protesta y cumbres alternativas.
Los medios de comunicación socialdemócratas suelen considerar al europeísmo en general y a la Unión Europea (UE) en particular como paradigmas progresistas en su esencia. En este sentido, es común presentar la divisoria de la política oficial entre quienes quieren “más Europa” (como el PSOE) y los “euroescépticos” (como muchos partidos europeos de derecha).
Sin embargo, ni el europeísmo oficialista ni la UE contienen atributos progresistas en absoluto. La ‘idea de Europa’ que supuestamente subyace a la construcción de las instituciones europeas se encuentra rodeada de una considerable mitología. La historia de Europa es la historia de las rivalidades entre diferentes potencias imperialistas, una historia bañada en sangre.
El proceso de creación de las instituciones europeas no ha sido la materialización de ningún ideal europeo, sino más bien un proyecto definido por y para los más poderosos. Desde el principio hasta hoy, las fuerzas conservadoras han conseguido la mayoría en los principales órganos de decisión. El escenario de resolución de las rivalidades intraeuropeas se ha trasladado de las trincheras a los despachos de Bruselas, pero siguen dictando los intereses de los grandes capitales a expensas de la mayoría de la población.
El desarrollo del proyecto europeo sirvió y sirve cada vez más para recortar los derechos sociales conquistados en las arenas estatales y plasmados en los llamados ‘Estados del Bienestar’.
La Unión Europea
Tras un proceso de integración regional basado en diferentes acuerdos económicos, políticos y sucesivas ampliaciones, en 1993 se hizo efectiva la UE con el Tratado de Maastricht. Las ampliaciones han sumado hasta 27 países, que no se corresponden con la Europa geográfica.
La consolidación de la UE, enmarcada en el período de globalización de los últimos años, ha convertido a la potencia europea en un actor global que en muchos casos rivaliza con otros poderes como EEUU, China o Rusia. Sobre todo destaca la relativa fortaleza económica de la Unión, que supera a sus rivales en varios indicadores. En este sentido, crecen los anhelos de que la UE sea una potencia cada vez más dominante, para lo que resulta esencial avanzar en la dimensión militar y geoestratégica. En otras palabras: el poder económico europeo necesita armamento capaz de defender y extender los intereses de sus compañías transnacionales.
Hay quienes atribuyen cierto progresismo al desarrollo de la UE como una potencia imperialista, ya que actuaría de contrapeso a EEUU. Sin embargo, en la historia podemos encontrar varios cambios en el centro de poder global, que no han supuesto ninguna mejora para la mayoría de la población, sino al contrario. En el marco de competencia capitalista internacional actual, la única forma de desplazar a EEUU es superando su capacidad bélica e intervencionista y su capacidad de explotar y oprimir a las mayorías.
La naturaleza y el modelo de la UE merecen claramente el calificativo que han consensuado los movimientos sociales: estamos ante la Europa del capital y la guerra.
De la Constitución Europea al Tratado de Lisboa
La última fase de desarrollo de la UE ha perseguido la consolidación de la unión política. Las tres principales instituciones europeas son el Consejo de Ministros (cuya Presidencia corresponde estos seis primeros meses de 2010 al Estado español), el Parlamento europeo (el único órgano elegido mediante elecciones y cuyas decisiones sólo son consultivas) y la Comisión Europea (elegida a dedo por los jefes de Estado, en manos de neoliberales convencidos y donde se toman las decisiones más importantes). La UE se rige por procesos claramente antidemocráticos.
El establecimiento de una especie de supraestado europeo se ha convertido en una prioridad, para consensuar y agilizar diversas políticas interiores y exteriores, así como para sentar las bases y construir un euroejército cada vez más potente. En este puzle, el proyecto de Constitución Europea se erigió como pieza clave para unificar políticamente a la UE, sin poder superar todavía la gran contradicción entre las pretensiones regionales y los intereses de las clases dirigentes nacionales que no quieren perder cuotas de poder.
Lejos de iniciarse un proceso constituyente mínimamente democrático, la Comisión Europea redactó a espaldas de las poblaciones (pero escuchando a los lobbies empresariales) una Constitución neoliberal y militarista, gravemente regresiva en cuanto a derechos sociales y laborales. En algunos estados ni tan sólo se sometió a referéndum popular, sino que como mucho se aprobó por mayoría parlamentaria, evitando establecer debates públicos amplios. Entre los países donde sí se realizó referéndum, las victorias gracias a las campañas de izquierdas del No en Francia y Holanda en 2005 supusieron un grave golpe al proceso.
Para solventar este traspié, el proyecto de Constitución Europea tuvo que transformarse en el que se ha llamado el Tratado de Lisboa, que ha entrado en vigor sin la realización de ningún referéndum popular, con la excepción de Irlanda, que lo rechazó (por lo que se volvió a realizar otra consulta un año después, donde ganó el Sí). De nuevo, la legitimidad democrática brilla por su ausencia.
Este Tratado, redactado de forma muy complicada y engorrosa, mantiene las principales aportaciones que recogía el Tratado Constitucional, con eliminaciones cosméticas. Algunos de sus defensores lo han definido como una Constitución con otro nombre. Así, por ejemplo, el Ministro de Asuntos Exteriores pierde este pomposo nombre, pero no se modifican nada sus competencias. Las leyes y las leyes marco pierden estas denominaciones, pero siguen manteniendo su carácter de obligatoriedad. Se suprime la referencia a los símbolos, pero eso no implica que se deje de utilizar el euro como moneda, ni la bandera e himnos europeos.
Con esta iniciativa se profundiza en las políticas de la UE centradas en la “competitividad”, mediante las concesiones a los intereses de las grandes corporaciones y la desregulación y apertura de mercados. Todo a pesar de que estas políticas neoliberales sólo han comportado una creciente precariedad para las masas populares, deterioro del medio ambiente e incremento de las desigualdades entre países, regiones y entre hombres y mujeres.
Libertad para el capital, condena para el resto
Por un lado, el Tratado hace referencia explícita a la “competencia exclusiva” de los líderes de la UE para “asegurar que la competencia no sea distorsionada”. Es decir, para dejarlo todo en manos del mercado. Se alude a que los Estados miembros actuarán de acuerdo con el principio de un mercado abierto en una economía con competencia libre, así como a la eliminación de los controles al capital en las finanzas internacionales, tanto entre Estados miembros como entre éstos y terceros países. El Sistema Europeo de Bancos Centrales también deberá “actuar de acuerdo con el principio de un mercado abierto en una economía de competición libre”, con una independencia casi absoluta respecto al control político.
Por el otro lado, no se utiliza el término “servicios públicos”, en un Tratado que sienta las bases para la privatización total de la sanidad, la educación, las pensiones o el agua. En materia de derechos laborales, sólo se indica que hay que “tener en cuenta” la promoción de niveles altos de empleo, protección social adecuada y lucha contra la exclusión social.
A nivel ambiental, con la ironía de pretender luchar contra el cambio climático, se aboga por la potenciación de los biocombustibles (con la enorme deforestación que conlleva) y la potenciación de la peligrosísima energía nuclear.
Asimismo, en el Tratado sólo se hace una referencia a la existencia de la Carta de Derechos Fundamentales, permitiendo que el Reino Unido limite el derecho a huelga o que la Polonia de los gemelos ultraconservadores Kacinsky suprima los derechos fundamentales de las mujeres al aborto o al divorcio y los derechos de lesbianas, gays, bisexuales y transexuales.
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