Zimbabue ha pasado en 20 años de ser un modelo de desarrollo en África a convertirse en el país de los corazones rotos. El régimen de Mugabe y una tasa de incidencia delo VIH entre las más altas del mundo están dejando una tierra baldía, con gente sin nada que hacer ni vivir, a la que viajamos en esta última entrega de 'Testigo del horror'-.
Cuando el primero de sus hijos murió, MaNgwengya ya vivía en Nkunzi, cerca de Tsholotsho, en el oeste de Zimbabue, a la vera de un camino de árboles espinosos y bajo un cielo de reptiles.
La vida siempre había sido eso que llaman una vida dura: acarrear agua, confiar en las esquivas lluvias, comer maní tostado como toda cena. Por eso, cuando el primero de sus hijos murió, MaNgwengya lloró mucho, pero no vio en eso un tarascón de la desgracia: porque esas cosas pasan en las vidas duras. Lo enterró a metros de su casa, en el mismo sitio en que había enterrado a su marido: bajo un monte de espinos y eucaliptos, bajo la tierra, bajo un túmulo de piedras que los vecinos le ayudaron a acarrear. Cuando el segundo de sus hijos murió, MaNgwengya lloró mucho, pero volvió a pensar que esas cosas pasan en las vidas duras y lo enterró a metros de su casa, bajo el monte de espinos y eucaliptos, bajo la tierra, bajo un túmulo de piedras que los vecinos le ayudaron a acarrear. Cuando el tercero de sus hijos murió, MaNgwengya lloró mucho, lo enterró a metros de su casa, bajo el monte de espinos y eucaliptos, bajo la tierra, bajo un túmulo de piedras que los vecinos le ayudaron a acarrear.
Cuando la cuarta de sus hijas murió, en 2010, ManGwenya se dijo que ya no tenía nada que perder porque todos los nacidos de su vientre estaban muertos. Pero después supo que la única sobreviviente a esa masacre, su nieta Nkaniyso, de 17 años, portaba el mismo mal que había aniquilado a su simiente: un virus del género lentivirus que mata, en su país, a 2.500 personas al mes
Zimbabue es un país cuya historia sería otra si en 1870 un inglés llamado Cecil Rhodes no hubiera enfermado de los pulmones y viajada, para buscar reposo y cura, a la granja algodonera de su hermano, en África del Surym y no hubiera comenzado, una vez repuesto, a explotar minas de diamantes ni ormado el territorio llamado, en honor a sí mismo Rodesia, una de cuyas regiones -Rodesia del Sur- sería gobernada por Ian Douglas Smith, un africano de ascendencia inglesa que fue, hasta 1979, primer ministro de ese lugar donde blancos y negros no podían ir a los mismos baños ni subir a los mismos ascensores.
La independencia llegó en abril de 1980, después de una guerra de guerrillas, y uno de sus líderes, Robert Mugabe, al frente del partido Unión Nacional Africana de Zimbabue-Frente Patriótico (ZANU-PF), asumió el poder en 1982 con un discurso inclusivo, antirracista y conciliatorio, mentó al país Zimbabue y fue, hasta los primeros noventa, líder de una nación que tenía los mejores hospitales, las más asfaltadas carreteras y el más alto grado de alfabetización de toda África.
Se exportaba café y tabaco, la esperanza de vida superaba los 60 años y turistas del mundo llegaban para conocer ese lugar de clima perfecto y bellas ciudades donde podían acceder a parques nacionales y a las cataratas Victoria. En 1981, la Universidad Howard, de Washington, le dio a Mugabe el Premio Internacional de Derechos Humanos, y en 1988 la ONU lo premió por su lucha contra el hambre.
En 2010, el aeropuerto internacional de Bulawayo, la segunda ciudad de Zimbabue después de Harare, la capital, es un galpón de chapa, dos oficiales de inmigración y una ventana donde se paga la visa: 70 si se es ciudadano de la Commonwealth -de la que Zimbabue se desvinculó en protesta por las sanciones que le impusieron los países que lo forman- y 30 si se es ciudadano del resto del mundo. Por lo demás, no hay mucho: un bar que nadie atiende; un retrato de Robert Mugabe con sonrisa y traje oscuro. Una placa asegura que el aeropuerto se construyó en 1959 y es probable que no haya cambiado mucho desde entonces. Pero otras cosas sí cambiaron. Hoy el 90% de los 12 millones de habitantes de Zimbabue no tiene empleo, el 80% no tiene qué comer y el 20% lleva en la sangre ese virus que mata, en el país, a 2.500 personas al mes: el VIH.
Robert Mugabe -un hombre de la etnia shona en un sitio donde todo se divide entre shonas y ndebeles- lanzó en 1993 una reforma agraria para que las tierras fértiles, que pertenecían a unos 4.500 granjeros blancos, se redistribuyeran entre el campesinado pobre.
La expropiación quedó a cargo de veteranos de guerra, fue tan delicada como el apodo de uno de ellos -Hitler-, y las propiedades no terminaron en manos de campesinos pobres, sino en las de ministros del Gobierno.
Con la producción del agro en caída libre, en 1998 Mugabe envió tropas para apoyar a Laurent Kabila en el Congo. El envío le costó un millón de dólares al mes y algunas otras cosas:
protestas sociales y el brote de una oposición fuerte, el Movimiento por el Cambio Democrático (MDC), liderado por el sindicalista Morgan Tsvangirai.
La historia es enredada, pero siguieron a eso elecciones fraudulentas, secuestros de partidarios del MDC, y Zimbabue devino en un infierno para opositores, líderes sindicales o periodistas.
La expectativa de vida, que era de 62 años en 1990, bajó a 37 en 2007.
La mortalidad materna, que era de 136 por 100.000 en 1992, subió a 725 por 100.000 en 2007. En 2008, la inflación era del 98% al día, y la desocupación, del 90%.
En medio de eso, Mugabe aceptó formar un gobierno de unidad con el hombre al que había perseguido tanto, Morgan Tsvangirai. Así, desde principios de 2009, él es presidente, y Tsvangirai, primer ministro.
En febrero del año pasado, Mugabe hizo dos cosas: celebró su cumpleaños número 85 -con una fiesta en la que, según The Times, se consumieron 3.000 patos, 7.500 langostas y 2.000 botellas de champán- y adoptó una política de moneda múltiple. El dólar de Zimbabue desapareció, y desde entonces sólo se aceptan el rand, el dólar americano y las pulas de Botsuana. Así, uno de los lugares más pobres de la Tierra es también un lugar carísimo: el ingreso anual por cabeza es de 340 dólares, aunque la cesta básica de alimentos para una familia de seis tiene un coste de 500 dólares. Al mes.
La ruta desde el aeropuerto hasta Bulawayo tiene pozos, pocas casas, menos autos y un cartel gigante: "Circuncisión masculina: una de las protecciones más efectivas contra el VIH". Después del cartel está la ciudad. Es baja, descascarada, extrañamente silenciosa. A veces hay agua, a veces hay electricidad, a veces los teléfonos funcionan y hay dos tipos de tiendas: cerradas y abandonadas, o abiertas pero vacías.
Médicos Sin Fronteras tiene oficinas lejos del centro, en una zona perfectamente resguardada con perfectos rollos de alambres de púas y perfectas alarmas. Allí, Carlos Carbonell, ecuatoriano e integrante de la misión de MSF en Bulawayo, donde la ONG trabaja en un proyecto de VIH, dice que Zimbabue es uno de los países con más alta prevalencia del mundo y que los hospitales de la ciudad están colapsados: que solo en el Mpilo Oi atienden a más de 3.500 chicos infectados -y 4.000 adultos- y llegan cinco chicos nuevos al día. Que en una población de 734.000 personas hay 32.000 con VIH, y que en algunas clínicas la lista de espera para el acceso al tratamiento con antirretrovirales -la terapia que desde 1996 permite hablar de cronificación de la enfermedad- es de un año. Y que, así y todo, ahora están mejor porque la prevalencia en los noventa era del 33%.
"De todos modos, la prevalencia es altísima, entre el 18% y 20%. Hay niños criados por personas que no son sus padres, y esos niños no van a la escuela, no tienen alimentos, y el contexto sexual es complejo. Está arraigada la idea de que un hombre infectado de VIH se cura teniendo sexo con una virgen o con un niño. Es una conducta usual. Por otra parte, la prevalencia en las embarazadas es muy alta, del 30%, y el contagio de madres a hijos, también".
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