El caso del cura Karadima y las complicidades de la jerarquía chilena con los actos sistemáticos de abuso sexual ponen de manifiesto realidades sociológicas y psicológicas insoslayables. En sus orígenes toda Iglesia ha sido una secta. Ahora somos testigos de cómo la iglesia católica chilena funciona como secta moderna en una sociedad aún conservadora, pero en vías de cambios culturales.
En el desarrollo de una institución con estructura sectaria moderna se encuentran tres tipos de prácticas que corresponden a tres esferas distintas que se entrecruzan: poder espiritual, control sexual del cuerpo del prójimo y dinero.
En tales circunstancias, para eliminar el problema hay que desmantelar la estructura de la secta. Impedir que en el cruce de los factores se sigan produciendo abusos de poder, destrucción de identidades, traumas psicológicos, compra de consciencias, tráfico de influencias y actos criminales.
Una Iglesia en su origen fue una secta que tuvo éxito en su tarea de construirse como aparato donador de sentido a la existencia humana. El impulso inicial de la secta de seguidores de Cristo fue sano. El mensaje era de igualdad y universalidad. En la Roma Imperial el cristianismo se configuró como un regulador ético en una época de disipación moral. Sin práctica del celibato y con ritos sencillos y de proximidad.
El cristianismo puso al esclavo y a la mujer patricia en el mismo plano horizontal. El contenido comunicacional del cristianismo fue poderosísimo y simple para la época: hombres y mujeres son iguales y todos y todas sin importar la condición social pueden abrir su corazón al mensaje que nos trajo el hijo de Dios que por amor murió por nosotros para salvarnos del pecado original. Amarse, que es respeto, es la clave.
Pero, nos imaginamos que esto del “amor” puede prestarse a confusión en manos de un guía espiritual manipulador que ve en el otro no un fin en sí (el principio de la dignidad humana) sino un medio para satisfacer sus pulsiones.
Vayamos a las fundaciones. Fue Pablo de Tarso (*), el oficial judío romano que con recursos de ricos ayudistas y contactos diseminó la genial buena nueva abierta a todos allí donde habían comunidades oprimidas por el Imperio romano. Muchas griegas. Eran máximas sencillas frente a la ortodoxia compleja de la Ley judía manejada e interpretada por sus doctores (doctos en el manejo de la Ley).
Con Pablo, el genial comunicador, estratega y constructor, la secta cristiana accedió a la universalidad. Abrió a todos las puertas al “Reino de Dios”. Rompió con el judaísmo (con la noción del pueblo elegido por Yahvé) al no obligar a los hombres a circuncidarse y darle, en un primer tiempo libertad a las mujeres (retrocedió después al pregonar la obediencia femenina al hombre).
Una tesis de maestría o doctorado acerca de la iglesia chilena demostraría sin lugar a dudas que junto con el contexto de derechización y neoliberalización de la sociedad chilena con la dictadura, la Iglesia popular y social de la teología de la liberación y de los Cristianos por el Socialismo perdieron influencia y fueron derrotados. Así como la fuerza y poder quedaron en manos de la jerarquía de cuna y relaciones oligárquicas. La Iglesia del Bosque, el feudo de Karadima y sus seguidores, es el paradigma. Lo popular fue expulsado de la Iglesia; considerado impuro.
El proceso coincidió con el cambio de las fuerzas político-ideológicas a nivel mundial. El papa Wojtyla (Juan Pablo II con Ratzinger como comisario de la fe, el papa actual) junto con Reagan fueron puntas de lanzas de las fuerzas conservadoras. Atacaron de manera selectiva a los exponentes teológicos de la disidencia social y popular en la Iglesia. Los sectores místicos, carismáticos y conservadores se fortalecieron.
Fue lo mismo en todas las religiones monoteístas. Las fuerzas fundamentalistas ganaron posiciones a partir de los ochenta. Y todos los fundamentalismos son conservadores en lo socio-económico. Desde los Hermanos musulmanes, a las sectas judías, pasando por el Opus Dei, hasta los fundamentalistas cristianos de la ultraderecha derecha moral estadounidense.
En la Iglesia chilena el proceso concentrador del poder material y espiritual en manos de la jerarquía conservadora se acentuó con la ayuda fiel de sus seguidores de la ultra-derecha que hoy desesperados usan poder y redes de influencias para impedir que la verdad se sepa y justicia se haga.
Ahora bien, el impulso renovador y democratizador de la institución vetusta que es la Iglesia católica debe venir del pueblo católico; de la feligresía crítica contra el espíritu de secta, la cultura del secreto, el poder del dinero y la ceguera jerárquica opresora. Habría que librar una lucha de ideas al interior del aparato adoctrinador y alienante de la Iglesia y de sus aparatos ideológicos (colegios y universidades) para volver al discurso fundacional. Al de la igualdad entre los seres humanos contra el clasismo selectivo cultivado en aulas, cátedras y estructuras. Los centros de padres de los colegios religiosos harían bien en reunirse a debatir y defender los valores laicos y el pensamiento crítico. El “sapere aude” de Kant.
(*) Los antecedentes históricos indican que Pablo de Tarso existió, no así Jesús de Nazarareth.
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