Rubén Kotler
El martes 16 de febrero dio comienzo el juicio por la mega causa del Centro Clandestino de Detención y Torturas, la ex Jefatura de Policía de Tucumán, en el corazón del Noroeste Argentino. Los primeros tres días de sesiones dejaron muchas impresiones y se han convertido en la antesala de los meses por venir. Se calcula que el proceso abierto a siete represores de la última dictadura militar por el secuestro y posterior desaparición de 22 personas, podría extenderse hasta el mes de junio o julio. Lo que sigue entonces es una reflexión sobre qué se está juzgando habida cuenta de la avanzada edad de la mayoría de los imputados y ante una sociedad que mayoritariamente parece querer dar vuelta la página de la historia. La pregunta que disparará el presente artículo tiene que ver con la expresión de deseo, que parecen tener ciertos sectores ultra conservadores, que no se juzgue a los represores, alegando, entre otros motivos, su “aparente delicado estado de salud” y su «avanzada edad».
La semana que precedió al inicio del juicio se especuló que éste, podría retrasarse una vez más debido a las complicaciones de salud que aparentemente (siempre, en apariencias) sufría el represor Luciano Benjamín Ménendez. La humanidad de los represores siempre se antepone a la necesidad de las víctimas de conseguir, aunque sea un mínimo y con más de 30 años de atraso, la justicia por los crímenes cometidos por el Terrorismo estatal. Las expresiones de la calle y de ciertos foros cibernéticos son idénticas: han pasado muchos años y mejor mirar los problemas que tenemos hoy; dejen de “torturar” a los abuelitos que además están enfermos; que ya han tenido su merecido; que hay que gastar el dinero de los juicios en los problemas actuales. El listado es grande, hay quienes incluso se animan, desfachatadamente a más: son los héroes de la patria, dejen de juzgarles, merecen reconocimiento por haber limpiado este país de marxistas. Esta añoranza por la mano dura y la vuelta del ejército se expresa en determinados sectores políticos argentinos. Y no hablamos, para el caso tucumano, de los hijos de Bussi, quienes además buscan asesoramiento en materia “de seguridad” en Colombia. Hablo a nivel nacional, cómo determinados personajes piden la vuelta del servicio militar obligatorio, mandan a sus policías a las calles con aparatos capaces de picanear, piden pena de muerte y se regocijan de ver cómo en otros países el verde oliva se impone sobre la población civil. Es así como a los Bussi hay que sumarle el ex presidente Duhalde, el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri; todos éstos como expresión de importantes sectores sociales que paradójicamente llaman a olvidar el pasado y dar vuelta la página de la historia sin revisión, ni juicio ni castigo, y sin embargo, viven añorando la vuelta de los tiempos oscuros en la que los uniformados, que ahora están siendo juzgados, eran los dueños de la vida y la muerte de los ciudadanos argentinos. Esto que afirmamos aquí es perfectamente aplicable a países hermanos como Chile, donde ya hemos podido escuchar a los seguidores del presidente electo Piñera vivar a Pinochet.
Los dictadores quieren ser como Pinochet
Y claro, es que los generales argentinos emulan a un Pinochet que tienen como ejemplo. Todos recordamos la pantomima del dictador chileno al bajar del avión que lo regresaba a su país desde Inglaterra, donde por algunos meses estuvo preso. Al pisar la pista del avión el dictador se levantó de la silla como si de un milagro se tratara y comenzó a caminar. Comparemos lo sucedido en Tucumán al comenzar el juicio y cualquier similitud con la realidad antes descripta es veraz. Bussi: el dictador alegaba y alega un empeoramiento en su estado de salud y una incapacidad para recordar determinados hechos. Yo he podido presenciar las exposiciones del genocida y ver su firme actitud incluso al increpar a los abogados querellantes y lejos de verle con la salud deteriorada el otrora general de las desapariciones de personas, se encuentra en perfecto estado, no le tiembla el pulso, lo mínimo que uno podría esperar de quien toma todo tipo de medicamento y al no sentirse bien representado por sus abogados defensores, él mismo “interroga” a los testigos, saltando incluso las órdenes de los jueces, quienes desde el estrado le piden moderación. El altercado con la abogada Mirta Mántaras es solo un ejemplo y demuestra una vez más que Bussi no solo no ha cambiado las formas, sino que sigue conservando intacto su espíritu autoritario, aquel que le llevó a comandar la provincia y asesinar a opositores políticos, o ya en “democracia” (valen las comillas) cuando recibió en casa de gobierno a funcionarios con un revólver en su escritorio. En el caso de Menéndez también habría que destacar que el represor no solo alega problemas de salud sino que desconoce a la justicia civil que lo juzga. Menéndez no ha perdido su “calidad” de militar estructurado, cuadrado, que solo responde en términos militares, recibiendo y dando órdenes. Es el único de los acusados en el juicio de la ex Jefatura de Policía que pidió estar aislado de la sala, siguiendo las instancias del debate en un cubículo de dos por dos acompañado de sus abogados defensores. Si no hubiera tenido la posibilidad de ver a Menéndez en persona, conversando tranquilamente con su defensor, pensaría que al genocida efectivamente le queda poco hilo en el carrete, sin embargo ni la supuesta neumonía ni la actuación de su salida del tribunal por una supuesta descompensación son creíbles. Aquí, la escuela de teatro pinochetista ha sido muy efectiva y los “generales” argentinos han aprendido de su maestro en el don de la actuación. Enferman cuando quieren, pero no les tiembla la voz para amedrentar, incluso dentro de la sala del juzgado, ni le tiemblan las manos para señalar con sus índices, a los que ellos consideran “el enemigo”.
Los delitos de lesa humanidad no prescriben
Es cierto que han pasado más de 30 años desde que los últimos militares que asaltaron el poder en Argentina dieran comienzo al Plan sistemático de exterminio. Es cierto que algunos de los degenerales que llevaron a cabo el “genocidio” están viejos y enfermos, algunos incluso más cerca de la muerte. Es cierto que algunos cobardes manifiestan su propia cobardía de enfrentar a un tribunal civil llorando. Pero no es menos cierto que los delitos cometidos por el Estado terrorista no prescriben, así hayan pasado 40 años o más, el ejemplo de Nüremberg debe primar. Muchos pueden preguntarse qué sentido tiene el juzgar a estos tipos cuando están en el epílogo de sus vidas. La respuesta es simple: estos juicios y los que deberían juzgar a los cuadros medios e inferiores, deben ser “aleccionadores”, deben servir de basamento moral y ético para establecer cuál es el límite dentro del cual un ser humano cualquiera y en especial aquellos que ejercen el poder del Estado, pueden actuar. Decía Marx que la historia se repetía una vez como tragedia y luego como farsa. Por un lado ya hemos tenido en la historia argentina momentos de tragedias y de farsas. Por otro debemos comprender que la actual crisis que se abate sobre el país, es una crisis cuyos orígenes hay que buscarlos en el modelo económico y social que vino a implementar a sangre y fuego los dictadores que ahora se sientan en el banquillo de los acusados: EL CAPITALISMO EN SU FASE MÁS SALVAJE. Mirta Mántaras lo explicó con solvencia durante su testificación. El golpe del ’76 estuvo perfectamente planificado y el proyecto de su ejecución fue controlado y avalado por el mismísimo Departamento de Estado en Estados Unidos. Ese modelo impuesto a sangre y fuego, de manera ilegal e ilegítima, creando miles y miles de excluidos e indigentes que viven en la miseria más absoluta, es el que hoy prima en nuestro país. Porque todo tiene un origen y las políticas criminales de los genocidas tuvieron su corolario en la crisis estructural que vive desde entonces Argentina. De Alfonsín a la fecha, los presidentes elegidos en las urnas no hicieron otra cosa que cumplir a pie juntillas el plan económico y social impuesto en aquellos oscuros años 70. Una generación entera fue desaparecida entonces, otras generaciones han sido postergadas tras el retiro a los cuarteles de los dictadores. Si no comprendemos esta ecuación entonces seguiremos postrados en la crisis eterna creyendo que lo sucedido durante el genocidio nada tiene que ver con nosotros.
De Hitler a Buss, pasando por Pinochet
Conviene recordarlo una vez más. Un día después de las elecciones presidenciales chilenas, los seguidores del presidente electo, Piñera, vivaban a Pinochet y le ofrendaban el triunfo electoral al dictador fallecido. Entre estas manifestaciones y los comentarios que uno puede leer en los periódicos locales de Tucumán, vivando a los genocidas y dándoles fuerza en momentos en que se desarrolla el juicio por los delitos de lesa humanidad, uno reflexiona sobre qué hemos aprendido de nuestra historia. En todo caso estas expresiones son el fiel reflejo del valor que “las democracias occidentales” pueden tener y lo poco que valen ciertos valores morales y éticos, lo poco que importa el pasado y en todo caso una justificación de los medios a costa de determinados fines. Sin embargo creo que parte de la población que viva a los Bussi, a los Menéndez o a los Pinochet, desconoce el horror de los Centros Clandestinos de Detención, no comprende que el Arsenal Miguel de Azcuénaga pudo haber sido el Auschwitz tucumano, como lo expresan algunos abogados defensores de los DDHH, como Laura Figueroa. A una población convencida del valor de las dictaduras y los genocidios difícilmente pueda uno tratar de explicarle lo sucedido. Sin embargo, estimo, que gran parte de los apoyos que reciben los dictadores hoy, tienen que ver con el desconocimiento de la historia reciente de nuestros países. Creo que más allá del fascismo residual que queda en nuestras sociedades existe un núcleo importante de población que ignora la magnitud de los genocidios latinoamericanos. A éstos últimos uno debería hacerle la siguiente pregunta: ¿Votaría Usted por Hitler?
Es que tampoco imaginan un Hitler anciano, actuando para las cámaras de TV, haciéndose pasar por enfermo, con cara de abuelito que da de comer a las palomas un domingo en la tarde en la Plaza de Mayo. Y no lo imaginan porque esa imagen no existe. La vejez entonces puede generar efectos contrarios, sobre todo cuando iconográficamente se la muestra con los achaques propios del paso del tiempo. Y esto fue lo que he discutido con algunos militantes tucumanos acerca de una muestra fotográfica que mostraba imágenes del primer juicio a los dictadores llevado a cabo en 2008. En la muestra las fotos «más conmovedoras» no parecían ser la de los familiares de las víctimas con sus fotos en la mano, sino la imagen de Bussi con un tubo de oxígeno postrado en una silla de rueda, foto que “enternece” a quien no sabe que detrás de ese “viejito lloroso” se esconde el Hitler tucumano. Aquel que en nombre de la civilización occidental y cristiana asesinaba a los detenidos políticos a punta de pistola en los campos de concentración a su cargo. Bussi es Hitler, solo que nuestro Hitler criollo ha envejecido y a quienes desconocen la historia causa piedad. En eso reside la propaganda que los hijos del general apuestan. Veamos lo que dice su hijo mayor, José Luis Bussi: "Antonio Bussi es un hombre de 84 años; dio lonjas de su vida por los tucumanos y tiene las ñañas de cualquier persona a esa edad”. Acto seguido el hijo de B. recalcó que su padre es un preso político. Habría que explicarle a Bussi (H) que su padre es un preso VIP y que presos políticos eran los detenidos desaparecidos que fueron secuestrados ilegalmente sin garantías algunas, garantías de las que goza su padre cuando incluso, al momento de declarar, puede evadir “el banco de los acusados”. ¿Qué clase de preso político cumple condena en un Country? ¿Los desaparecidos por su padre? La respuesta es obvia.
Insistimos entonces en confundir la imagen de Hitler con la de Bussi, de la misma manera que la podríamos confundir con la de Menéndez, la de Videla y con la de tantos genocidas que en la fecha están siendo juzgados en los tribunales. Lejos de toda piedad, si Hitler viviera y lo encontráramos en una plaza dando de comer a las palomas, no dudaríamos ni un instante en exigir a Nüremberg que siente en el banco de los acusados al genocida. Detrás de los 84 años de Bussi, y amén de los triunfos electorales, existe una necesidad moral y ética de juzgar y sentenciar al criminal. En lo personal, y aún cuando verdaderamente Bussi o Menéndez estuvieran enfermos, cuestión que insisto, me generan dudas, no sentiría la mínima piedad por ellos. No son venerables ancianos: SON GENOCIDAS. Y esto es lo que hay que explicarle a esa sociedad que lo ignora. El hecho que haya ganado todas las contiendas electorales en las que participó no le condona los crímenes de lesa humanidad cometidos. En este sentido no estoy de acuerdo con aquello que los pueblos no se equivocan y ante la ignorancia que conduce a votar por un genocida, el papel de los historiadores y educadores por explicar quién es quién y qué hizo cada actor social es importante. Insisto en la pregunta sobre las opciones electorales de un Hitler. Y vuelvo una vez más a recalcar la necesidad de explicar a nuestras sociedades la historia y darles a conocer sin miedos ni prejuicios lo sucedido. Aunque nos vaya la vida en esto. Pues la dignidad de las generaciones futuras y la construcción de otro modelo social justo y equitativo solo puede erigirse sobre los basamentos de los dos principios que las organizaciones de derechos humanos han levantado como bandera históricamente: la Verdad y la Justicia. De lo contrario volveremos a repetir nuestra historia como tragedia una vez más y nos lamentaremos de no haber juzgado, por lo menos, a los máximos responsables del genocidio.
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