Ricardo Candia Cares
Como debiérams saber desde que el tiempo es tiempo, la derecha es capaz de una brutalidad que espanta. Pero, a pesar de la pavura genética que expele, nos olvidamos de este dato con una frecuencia suicida. Los despidos que se vienen como una avalancha vengadora, hechos por el facherío sin que se les mueva un músculo, sólo son posibles por una certeza abismante: no va a pasar nada.
Si se considera que el Ministro del Interior no tiene problema alguno en embarcar la maquinaria represiva de carabineros en aviones de la FACH para someter por la fuerza al movimiento de los mineros de Collahuasi, lo que viola la Constitución, se puede esperar cualquier cosa porque tras esa paletada, nadie dijo nada.
No hubo reclamo alguno de parte de las organizaciones que dicen representar a los trabajadores. El laboratorio chilenos para el proyecto neoliberal, ha demostrado que condición sine qua non para profundizar el estado de cosas, es un movimiento social incapaz de reaccionar, sin política, ni un horizonte que permita soñar con algo distinto.
En este contexto, los despojos de la Concertación hacen esfuerzos encomiables para reconfigurar su maquina de poder de otrora. Las opciones no son muchas: establecerse como una oposición aguachenta, o mutarse al gobierno con el imbatible argumento que Piñera está haciendo lo mismo que antes, pero más rápido. En ambos casos, el sistema recuperará el equilibrio y se reforzarán sus bases.
Esforzando su imaginación a niveles de la literatura fantástica, lo poca cosa que resulta la Concertación sin la teta inextinguible del Estado, hace esfuerzos por presentar en sociedad mecanismos de reproducción de sus autoridades internas, disfrazándolas de mecanismos democráticos, no importa que todo el mundo sepa que no pasa de ser una escena que se diferencia poco de una mezcla original de Mujeres de Lujo y Los Soprano.
Ambos bandos, tanto los partidos de la Concertación, como el gobierno de Piñera, no hacen sino esfuerzos por reforzar la hegemonía del dominio del capital, de una clase dominante por la gracia de leyes que les fueron estafadas a la gente que quiso cambiar las cosas a fines de lo ochenta. Esa hegemonía tiene dos versiones que gozan de la virtud de equilibrar todo el entramado. Lo que uno ve, lee y escucha, no es casual. Está hecho y bien hecho.
El caso más elocuente lo ofrece la educación. El modelo educativo chileno obedece a la idea de país que los fundadores decidieron en conjunto y no al revés. Una educación democrática, no discriminatoria, universal y gratuita, no es posible en un estado de cosas tal como las conocemos. La definición de un país fundado en valores distintos a los actuales, habrá de definir, simultánea y necesariamente, una educación coherente con esos principios.
Es que la derecha ganó la pelea de la ideas. Una vez que se adueñó de las palabras propias de la izquierda, le quitó el color. El cambio hoy es la UDI y el rojo es el color de las chaquetas de combate que usa Piñera y no el de las banderas revolucionarias. La derecha más derecha disputó con éxito las poblaciones y reclutó cuadros entre quienes, no poco tiempo antes, eran militantes de la izquierda.
Un día nos despertamos con la sorpresa que la Democracia Cristiana se vuelca al gobierno. Siguiendo las pisadas de ese adelantado Jaime Ravinet, se dan cuenta que la cosa va por ahí.
Piñera se ha propuesto hacer de cada chileno un emprendedor a su imagen y semejanza. La UDI, menos modesta y con todo el tiempo por delante, se propone un país de arcángeles. En el medio de estas estrategias que van del cielo a la tierra, bien cabe una brazo secular que proponga el equilibrio necesario entre el mercado y la santidad. Para el efecto, la experiencia de los últimos veinte años ha formado cuadros que son capaces de las más osadas volteretas, marullos, cachañas y mariguancias.
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