viernes, 18 de junio de 2010

La fiebre del oro

Jesús Rodríguez*

Es el último mito. El último dios profano. Escaso y eterno, no sirve para nada, pero la humanidad lleva siglos matando y muriendo por él. Tiene valor porque creemos que los tienes. Podríasmos vivir sin él. No es indispensable. Es un activo financiero más que una materia prima. Valor refugio en momentos de crisis, su precio está disparado. No hay explicación. Subirá hasta que los inversores se den cuenta de que esta rosa tiene espinas. Se ha producido más del que queda. Más cosechado que por cosechar. Los expertos dicen que los yacimientos auríferos tocarán fin en 20 años. Las minas de Sudáfrica, la ubre mundial durante un siglo, están extenuadas. China ha tomado el relevo como primer productor. Devora. Y primer consumidor. El oro se está agotando.

El lingote es más grueso y estrecho que un ladrillo. Del tamaño de un bizcocho. Pesa 30 kilos. Salió hace horas al rojo del horno. Muestra una superficie irregular, rugosa y mate. Sembrada de costras cristalinas. Tiene un tono plomizo. Cuesta levantarlo. Está helado. Como si guardara en su alma la memoria de haber permanecido millones de años atrapado en las entrañas de la tierra en un territorio donde se alcanzan los 40 grados bajo cero. Vale 400.000 euros. Contantes y sonantes. Más adoquines de oro duermen sobre el suelo de la fundición. Los mineros los manejan con indiferencia. Casi con desprecio. Son tipos duros y silenciosos. Muy cautos. En el negocio del oro la discreción es la ley.
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