Porel Prof. Dr. Raúl A. Montenegro
En Nueva York, durante la reunión mantenida entre la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner con directivos de Monsanto, éstos le comunicaron su plan de inversiones en Argentina por 1.670 millones de pesos. El plan contempla la construcción de una planta para la producción de semillas de maíz en Malvinas Argentina (Córdoba), dos estaciones experimentales y 170 millones de pesos para investigación y desarrollo en maíz y soja. Las estaciones experimentales se localizaran en tucumán y la otra en Córdoba
Dedicado a Cristina Fuentes, in memoriam
Una Madre de Barrio Ituzaingó Anexo, una luchadora
El título no es un juego de palabras. Describe una realidad inminente.
En 1956 la empresa estadounidense Monsanto ingresó a la Argentina como productora de plásticos y en 1978 empezó sus actividades de acondicionamiento de semillas híbridas de maíz en Pergamino, provincia de Buenos Aires. Actualmente posee en nuestro país 5 plantas: dos procesadoras de semillas (Planta María Eugenia en Rojas, Planta Pergamino); una productora de herbicidas (Planta Zárate) y dos estaciones experimentales (Camet, Fontezuela) [1]. Ahora pretende instalar una tercera fábrica en la provincia de Córdoba y dos nuevas estaciones experimentales [2][3].
La sede central de Monsanto está en el barrio de Creve Coeur en Saint Louis, en el estado de Missouri (Estados Unidos). Fundada por John Francis Queen en 1901 su primer actividad de envergadura fue la venta del edulcorante artificial sacarina a la empresa Coca Cola. Desde entonces ha generado y comercializado centenares de sustancias químicas, entre ellas plaguicidas como el DDT y el Agente Naranja (un herbicida y desfoliante con partes iguales de 2,4 D y 2,4,5 T usado en Viet Nam), agregados para transformadores como los PCBs y edulcorantes como NutraSweet. Contribuyó al desarrollo de las primeras bombas atómicas a través del Proyecto Dayton y de Mound Laboratories y al desarrollo de plásticos y electrónica óptica. Ingresó al campo de la producción de semillas y fue pionera en el desarrollo de organismos genéticamente modificados, OGMs (1982). Los OGMs tienen incorporados genes que los torna resistentes a la aplicación de plaguicidas e incluso a la menor disponibilidad de lluvias
Lamentablemente sus conductas irresponsables han sido casi tan numerosas como sus productos. Innumerables tribunales de distintos países han condenado a Monsanto por adulteración de datos y otras malas prácticas [1][4].
Recientemente el Tribunal de Gran Instancia de Lyon, en Francia, condenó a Monsanto porque su plaguicida Lasso dañó la salud de un productor. Lasso tiene alacloro como principio activo y cantidades significativas del solvente monoclorobenceno. Precisamente, las muestras biológicas tomadas al afectado confirmaron la presencia de monoclorobenceno (2012).
Sería ingenuo considerar a Monsanto como la única amenaza corporativa. Aunque maneja el 80% del mercado de las plantas transgénicas, es seguida por Aventis con el 7%, Syngenta (antes Novartis) con el 5%, Basf con el 5% y DuPont con el 3%. Estas empresas también producen el 60% de los plaguicidas vendidos en el mundo [5]
Monsanto ingresó a la Argentina como industria plástica primero, y como productora de semillas no transgénicas después [1]. Sin embargo, sus actividades productivas y comerciales crecieron explosivamente a partir de la decisión que tomaron varios funcionarios públicos de Argentina en una oscura reunión de la CONABIA, el organismo de la Secretaría de Agricultura de la Nación, el 21 de septiembre de 1995 [6][26]. Ese organismo consideró que en lo referente a bioseguridad agropecuaria no había inconvenientes para que se comercializara la soja RR (Round-up Ready). Las cartas habían sido echadas sin previo debate público ni consulta. Argentina ingresó de la mano de Felipe Solá y un grupo de ignotos funcionarios a la experimentación abierta de organismos genéticamente modificados. Todos ellos aprobaron al enigmático vegetal de pequeña estatura el 25 de marzo de 1996 [6]. La piratería de Monsanto, que se había apoderado de los genes naturales de la soja con sólo agregarle un gene clonado procedente de la bacteria Agrobacterium CP4 (el gen CP4 EPSP), ingresaba legalmente al país. En cuanto al glifosato ya había sido aprobado en 1977 por el SENASA, que lo revalidó en 1999 [27].
Hacia fines de la década de 1990 Argentina empezaba a pagar el precio de tener instituciones públicas y funcionarios poco serios, más preocupados por complacer a las corporaciones internacionales que en proteger la salud de los ciudadanos. En base al criterio de dosis letal 50 -absolutamente inapropiado para clasificar plaguicidas- el glifosato ya estaba incluido internacionalmente en la Clase Toxicológica IV: “productos que normalmente no ofrecen peligro”. Esto parecía ahuyentar cualquier riesgo. No se consideraron entonces las consecuencias negativas de sus bajas dosis, pese a que ya existía suficiente bibliografía y sólidas alertas. Servilismo e ignorancia se combinaron para que durante los siguientes 15 años personas y ecosistemas formaran parte de un experimento abierto que las afectaría en forma silenciosa. Cientos de miles de bebés, niños, adolescentes y adultos fueron transformados en cobayos involuntarios y sin derecho a protesta. Pero no recibirían solamente glifosato y su derivado AMPA [28], sino también una larga lista de otros plaguicidas, entre ellos los insecticidas endosulfán y clorpirifós y el herbicida 2,4 D.
Las puertas institucionales del país quedaron abiertas así para el cultivo masivo de la soja TH (comercialmente RR), y su herbicida asociado, todo ello en base a un raquítico expediente de 146 fojas que contenía información mayoritariamente aportada por Monsanto. A partir de allí la revolución transgénica local siguió los mismos caminos de parcialidad y de corrupción técnica que ya se habían registrado en otros países. El glifosato y sus derivados pasaron a interactuar luego con plaguicidas ya existentes y con nuevos productos, todos ellos autorizados por SENASA con la misma torpeza e insuficiencia técnica demostrada por la CONABIA. Al resto de la historia la conocemos todos. La oscura historia administrativa quedó sepultada por crecientes superficies de suelo argentino dedicadas a la agricultura industrial y por cuantiosos ingresos privados y fiscales, resultado de las exportaciones de soja y demás cultivos transgénicos
Actualmente la patente de la semilla de soja TH y de otras especies resistentes a plaguicidas sigue perteneciendo a Monsanto, pero desde el año 2000 ya no es propietaria de la fórmula del glifosato. Esto explica porqué se multiplicaron industrias productoras en varios países del mundo. En Argentina se utilizan crecientes cantidades de glifosato chino, y plantas petroquímicas como Atanor -del grupo estadounidense Albaugh- lo produce localmente (glifosato II). Atanor fabrica también los peligrosos plaguicidas 2,4 D; 2,4 DB; MCPA, trifluralina, atrazina, simazina y dicamba además de participar en el negocio de los organismos genéticamente modificados. Como Monsanto, Atanor tiene su casa matriz -Albaugh- en el estado de Missouri. Esta diversidad de productores de glifosato torna cada vez más difícil el control de las composiciones químicas, que pueden variar incluso entre partidas de la misma fábrica y procedencia.
Lamentablemente, algo ya funcionaba mal antes de que se produjese el boom de los cultivos transgénicos. Al aplicarse plaguicidas sólo se tenían en cuenta las dosis letales -las que pueden matar directamente una persona- y se descartaban los efectos de las bajas dosis y la exposición crónica. Además, en un país sin registros de morbilidad y de mortalidad por causas generales, y sin un monitoreo continuo y nacional de residuos de plaguicidas, todo parecía indicar que el uso de plaguicidas era inofensivo para la salud y el ambiente. Como no había mediciones tampoco podían detectarse los efectos [7]. Este pasado de irresponsabilidad estatal prosiguió sin cambios, lo cual facilitó la expansión descontrolada de cultivos industriales. Argentina era el país ideal para Monsanto y otras empresas. La debilidad del Estado y de la propia sociedad para proteger del desmonte a los ambientes nativos hizo el resto. Argentina bajó su biodiversidad nativa a niveles alarmantes, pero también bajó su diversidad de cultivos y productos agropecuarios
Durante el período 1999-2006 la diversidad de cultivos del campo argentino decreció en más de un 20% [8].
Campos ganaderos pasaron a ser sojeros, fue cada vez más difícil practicar agricultura orgánica y actividades tradicionales como la producción de miel entraron en crisis. En Polonia por ejemplo el maíz transgénico Bt de Monsanto (Mon810) fue acusado de provocar en las abejas el Trastorno de Colapso de las Colonias (CCD en inglés). Hubo fuertes protestas nacionales de los apicultores y el gobierno prohibió finalmente el cultivo de maíz transgénico (mayo de 2012). Como preveía que esto podía ocurrir, Monsanto adquirió en septiembre del 2011 la prestigiosa empresa Beelogistics, especializada en esa y otra enfermedad de las abejas, la virosis IAPV. Al controlar las operaciones y por lo tanto los informes técnicos de Beelogistics, Monsanto protege al maíz transgénico del efecto cascada que podría provocar en otros países la dura sanción polaca [23][24]
En Argentina dejamos de privilegiar la alimentación de seres humanos para pasar a alimentar masivamente el ganado de la Comunidad Europea y China, y a proveer de biocombustibles sus vehículos [9]. El uso de estos últimos le permite argumentar a los países del Primer Mundo que ellos utilizan menos petróleo, y que son por lo tanto más sustentables, lo cual es falso
Quienes compran soja y derivados de soja en naciones alejadas de sus territorios cuidan así sus suelos, sus aguas y su salud, pues trasladan a los países productores -en este caso Argentina- todos los efectos negativos. Aún hoy seguimos creyendo, erróneamente, que el elevado precio internacional pagado por tonelada de soja compensa las pérdidas ambientales y sanitarias. Previsiblemente las codicias privadas y públicas alimentadas por la soja siguen asociadas, aunque gobiernos y productores hayan mostrado fuertes enfrentamientos. Entretanto las enfermedades y muertes no registradas, la pérdida de biodiversidad única y la formación de crecientes depósitos ambientales de residuos de plaguicidas continúa escandalosamente [7]. Quien crea que el Estado regula y nos protege está equivocado. Somos un país abierto a experimentos agropecuarios abiertos, un país que contribuye además, y a bajo costo, con sus propios desarrollos biotecnológicos. Nos invaden y ofrecemos al invasor las patentes de OGMs desarrollados en laboratorios locales. Se repite así la perversidad de la colonización megaminera, facilitada por los excelentes estudios geológicos de investigadores argentinos. En este proceso las universidades públicas y privadas no son precisamente inocentes, pues generan investigación, desarrollo tecnológico y recursos humanos que alimentan el modelo extractivo.
Lamentablemente los gobiernos de la Nación y de las provincias siguen sin reaccionar ante la “megaminería agrícola” que vacía suelos de nutrientes y hace aumentar las enfermedades y muertes. Mientras la megaminería metálica crea zonas de sacrificio sobre centenares y miles de hectáreas, la megaminería agrícola produce zonas de sacrificio sobre millones de hectáreas de suelos. Todo parece indicar que la codicia y la complicidad con el modelo agropecuario actual son más fuertes que la sensibilidad y la razón. Aunque rija por ley el Principio de Precaución- ello conforme al Artículo 4° de la Ley Nacional de Ambiente 25675- por ahora sólo rige el Principio de la Ganancia a Cualquier Costo. Ambiental y social
Facilitando la invasión
Cuatro hechos nos ayudarán a comprender el sugestivo silencio de los gobiernos de Argentina y sus funcionarios, y porqué Monsanto puede invadir Malvinas Argentinas sin mayores obstáculos.
1. El modelo de agricultura industrial o de “cadenas cortas intensas” que se generalizó en Argentina ha podido desarrollarse prácticamente sin trabas sociales porque la mayor parte de las personas viven en ciudades, donde no se perciben los desmontes, ni la expulsión de campesinos y comunidades indígenas, ni el empobrecimiento de los suelos. Las ciudades son además los lugares donde se produce la mayor parte de los insumos del modelo extractivo, desde plaguicidas hasta maquinaria agrícola [10].
Como era previsible, la ostensible afectación de la salud en barrios periurbanos expuestos a la contaminación por plaguicidas logró que se visibilizara uno de los aspectos más negativos de las “cadenas cortas intensas”. Ni gobiernos ni corporaciones pudieron seguir tapando el sol con sus manos. Vivir cerca de cultivos de soja, algodón, maíz y muchos otras especies, transgénicas y no transgénicas, podía enfermar y hasta producir la muerte a pequeñas dosis. Pero el aparato productivo privado y sus fuertes socios del Estado, principalmente Secretarías de Agricultura, siguieron ignorando mayoritariamente las evidencias científicas y el Principio de Precaución
Durante el juicio que se sigue en Córdoba contra dos productores y un aeroaplicador, la Federación Agraria organizó un tractorazo para apoyar a los acusados y protestar contra la acción judicial (7 de julio de 2012). Uno de sus impulsores, visiblemente molesto, indicó públicamente que ellos venían aplicando plaguicidas desde hace 30-40 años sin que murieran personas por esa causa. Fue una confesión abierta. Reconoció que sólo pensaban en las dosis letales. Para ellos -y para los ingenieros agrónomos que firman recetas sanitarias- las enfermedades y las muertes por exposición a pequeñas dosis no existen. Simplemente porque ninguno de ellos conoce los modos de acción de las bajas dosis de cócteles químicos, ni sus efectos negativos sobre el desarrollo embrionario, el sistema nervioso, el sistema hormonal, el sistema inmune y demás sistemas del organismo humano [7]. Ya no es solamente un problema de corporaciones y gobiernos, sino también de productores mal informados, universidades y carreras de formación profesional. Durante años los ingenieros agrónomos han dado indicaciones para la aplicación de plaguicidas sin tener en cuenta los residuos acumulados en campañas anteriores. Equivocadamente se operó como si los suelos de las explotaciones agrícolas, químicamente hablando, empezaran cada nuevo año en cero. Esto explica porqué al hacerse recetas fitosanitarias se sigue omitiendo la acumulación previa de clorados antiguos como DDT y recientes como endosulfán
2. Cada plaguicida no es un principio activo solamente. Es una mezcla de principio activo con inertes, coadyuvantes y otros agregados, alguno de ellos tanto o más tóxico que el plaguicida principal. Es lo que llamamos cóctel 1. Las mezclas de fábrica contenidas en envases sin abrir también pueden sufrir cambios químicos, lo cual genera nuevas sustancias químicas extremadamente peligrosas. En los envases cerrados del plaguicida fosforado malathión se puede formar isomalathión, una sustancia 7 veces más tóxica que el plaguicida originalmente envasado. Es lo que llamamos cóctel 2. Los productores y aplicadores no suelen usar plaguicidas en forma directa, sino que efectúan mezclas y diluciones muy variables, generando así nuevos e impredecibles productos. Es lo que llamamos cóctel 3. Finalmente, cuando esta suma de cócteles -cóctel 1 más cóctel 2 más cóctel 3- es descargada al ambiente, se generan nuevas sustancias, eventualmente más tóxicas o más persistentes o ambas. Es el cóctel 4. Del cóctel a base de glifosato deriva el AMPA y del cóctel a base de endosulfán deriva el sulfato de endosulfán [7][16]
Todas estas sustancias -no solamente un producto activo- llegan a las personas por numerosas rutas, entre ellas deriva, por partículas de suelo contaminadas que transporta el viento, por el agua y por los alimentos. ¿Cómo pueden los productores y los ingenieros agrónomos evitar que pequeñas dosis de estos cócteles lleguen a las personas, y sobre todo a los bebés y a los niños pequeños, que comparativamente a los adultos, en relación con el peso, consumen más agua, más alimentos y más aire, y tienen mayor superficie expuesta? No pueden.
Existe además ese agravante ya mencionado anteriormente que ni la CONABIA ni el SENASA consideran. Los campos en que se practica la agricultura conservan residuos de plaguicidas antiguos como el DDT y el HCH, y recientes como el endosulfán, y toda nueva aplicación se suma a ese “fondo histórico”. Se genera así un peligroso cóctel 5. Pero las personas expuestas, a su vez, son portadoras de plaguicidas en sus tejidos graso y sanguíneo, con lo cual todo ingreso de plaguicidas se “agrega” a los depósitos biológicos ya existentes. Es el cóctel 6. Tanto la deriva desde los campos pulverizados como la inhalación e ingesta de residuos de plaguicidas se suma a los que cada persona almacena en sus tejidos, y que le llegaron durante años con los alimentos, el aire o el agua contaminada, o que recibieron de sus madres cuando eran embriones y fetos (transferencia transplacentaria) y bebés (transferencia durante la lactancia). Dado que estas bajas dosis de residuos pueden alterar el sistema hormonal, pues muchos plaguicidas tienen actividad estrogénica, y afectar asimismo el sistema inmune, con lo cual nos volvemos menos resistentes a enfermedades virales y bacterianas, está claro que la dosis letal 50 con que se guían productores e ingenieros agrónomos resulta inadecuada, y no protege la salud de personas expuestas
3. El modelo de agricultura industrial para exportación no sólo exporta granos y subproductos, sino también nutrientes. Los suelos, desprovistos de su cobertura y de su biodiversidad natural -ambos eliminados a fin de facilitar la siembra- carecen entonces de mecanismos físicos y biológicos suficientes para regenerar los nutrientes que extrae cada cosecha. El suelo acumula vacíos y se empobrece. Los compradores extranjeros pagan el grano que compran, pero no la pérdida de suelo, ni el agua que debió utilizarse para la producción, ni la salud perdida de las personas expuestas, ni la menor superficie con ambiente nativo que queda tras la expansión agrícola.
Para producir un kilogramo de porotos de soja, por ejemplo, la planta utiliza entre 1.500 y 2.000 litros de agua. Graciela Cordone, del INTA Castelar, sostiene que en un barco cargado con 40.000 toneladas de soja se exportan 3.576 toneladas de nutrientes, casi el 10% del total. Si la carga es de trigo, lleva 1.176 toneladas, y si se trata de maíz, 966 toneladas. Esa misma investigadora graficó la pérdida: “Necesitaríamos 300 camiones para cargar los nutrientes que se exportan en cada barco”. Agregó que de cada tres unidades de nutrientes perdidas “sólo se repone una”. En Argentina sólo se recupera mediante uso de abonos el 37% de los nutrientes que pierde el suelo [11]. Seguir considerando que la siembra directa conserva mejor el suelo es incorrecto, pues la erosión biológica -esto es la extracción de nutrientes por una planta de cultivo- afecta no solamente la estructura del suelo sino también la disponibilidad de nutrientes. De este modo a la erosión eólica e hídrica que afecta importantes superficies cultivadas en Argentina se agrega la erosión biológica, cada vez más importante y extendida [10].
En cualquier país las fábricas naturales de suelo son los bosques, matorrales y pastizales nativos con sus miles de especies vivas. La agricultura se extiende sobre partes importantes de estos ecosistemas naturales después que se elimina violentamente la biodiversidad superficial mediante desmonte mecánico, fuego o sustancias químicas. De allí que sólo se conserve el suelo. Lamentablemente, la agricultura y muy especialmente la agricultura industrial, inclusive la practicada con abonos, demanda más suelo y nutrientes de los que su empobrecido sistema puede producir naturalmente. En este contexto los suelos más ricos de la pradera pampeana pueden “resistir” mayor explotación que los suelos del Chaco semiárido, y éstos -a su vez- bastante más que los frágiles y pobres suelos rojos de la selva misionera.
Además del defasaje entre la exportación y la regeneración de nutrientes principales (unos 12) también se registra en los suelos cultivados una pérdida creciente de oligonutrientes. Si el empobrecimiento de los suelos coincide con la ocurrencia de otros disturbios, como sequía, inundaciones y erosión eólica, los efectos combinados se vuelven cada vez más graves y definitivos. Los cultivos, ya de por sí vulnerables a plagas, muestran que también son vulnerables a su propia simplificación. Irónicamente, la destrucción de bosques y otros ambientes nativos, terrestres y acuáticos, termina siendo letal para la agricultura. En Argentina las futuras generaciones heredarán no sólo suelos contaminados sino también suelos pobres y desertificados.
Habida cuenta que parte de los nutrientes pueden reponerse con fertilizantes ¿dónde los obtenemos? A los fosfatos, por ejemplo, hay que comprarlos masivamente en el exterior. Uno de los mayores proveedores mundiales es Marruecos, donde su gobierno colonizó violentamente las tierras del pueblo Saharauí para explotar sin obstáculos sus enormes reservas fosfáticas [12]. De este modo Argentina comercia impunemente con un gobierno que sigue asesinando a niños, adolescentes y adultos del Sahara Occidental.
Cada día se extraen en las minas ocupadas del pueblo Saharauí unas 200.000 toneladas de fosfatos, parte de los cuales son compradas por nuestro país [12]. Pese al cruel origen de esos insumos, casi no hubo voces de protesta cuando en febrero de 2011 se anunció la instalación en Argentina de la Oficina Marroquí de Fosfatos (OCP). Peor aún, esta compañía fue autorizada para crear, conjuntamente con su filial Maroc Phosphore, la importadora OCP de Argentina. Exportamos soja y subproductos para alimentar vacas y vehículos extranjeros, e importamos fosfatos manchados de sangre. De este modo las grandes plantaciones de soja y sus responsables no sólo provocan enfermedades y muertes silenciosas en Argentina. Al comprar fosfatos también contribuyen, indirectamente, a provocar muertes silenciosas en un país tan distante y tan próximo como Marruecos.
4. Los cultivos transgénicos no solamente implican el saqueo a veces irreversible del suelo, y la exportación de “agua virtual” y nutrientes a otros países, sino también la dramática reducción de la superficie cubierta con ambientes nativos. Solamente la soja TH cubre más de 18 millones de hectáreas que en algún momento fueron ecosistemas de alta biodiversidad. Se le deben sumar las superficies ocupadas por maíz y algodón transgénicos, cada uno de ellos en sus formas Bt, TH y Bt x TH, que totalizan más de 4,2 millones de hectáreas antes ocupadas por ambientes nativos (Campaña 2010-2011) [13].
Es imposible tener agua, regeneración de suelo y estabilidad ambiental sin conservar superficies importantes de ambientes nativos, terrestres y acuáticos. Lamentablemente los gobiernos y los pool de siembra no lo entienden, o no les conviene entender. Prefieren que el país termine reventándoles en las manos a las futuras generaciones antes que reducir sus ganancias. Un bosque no tiene solamente árboles, hongos, reptiles, aves y mamíferos, sino un complejo entramado de seres vivos. En un metro cuadrado de suelo y hasta los 30 centímetros de profundidad pueden vivir unos 1.500 millones de protozoarios (microorganismos), 120 millones de nematodos (gusanos), 440.000 colémbolos (insectos), 400.000 ácaros, 2.900 ciempiés y milpiés, 500 hormigas, y muchas poblaciones de otros organismos [17]. Cuando pasa la topadora o el fuego para plantar soja, desaparece la biodiversidad superficial. Ese ambiente “decapitado” deja de fabricar suelo y tiene muy baja capacidad para retener agua. La formación de 1 centímetro de suelo en condiciones naturales demanda de cientos a miles de años, mientras que su destrucción puede lograrse en apenas unos años o décadas. Sobre calizas duras y clima templado-frío un centímetro de suelo tarda 5.000 años en formarse. En selvas tropicales lluviosas la formación de 1 centímetro de suelo rojo (oxisol) puede demandar de 1 a 2 millones de años [18]. ¿Alcanzamos a comprender que los ecosistemas agrícolas casi no tienen biodiversidad? ¿Y que el silencio atroz y prácticamente sin vida animal de un campo cultivado con soja anticipa silencios más dramáticos, si no aprendemos a balancear producción agropecuaria con conservación de ambientes naturales?
La estabilidad social y ambiental de un país depende primariamente de que la superficie dedicada a producción agropecuaria y sistemas urbanos, y la superficie ocupada por ambientes nativos, ocupen cada una el 50% de la superficie total aproximadamente. De este modo es mayor la resistencia ambiental a crisis ambientales de todo tipo, desde sequías a períodos extremadamente lluviosos, fuegos e ingreso de plagas. Si por el contrario la superficie dedicada a producción crece desmesuradamente, y solo van quedando Parques Nacionales y otras áreas naturales protegidas, la vulnerabilidad se vuelve crítica. Es lo que está sucediendo en Argentina. Pero baja también su resistencia social. Al haber menos diversidad de cultivos y una desmesurada dependencia de los países compradores de soja, cada vez que alguno de ellos impone barreras o suspende las importaciones nuestro sistema económico entra en pánico. En lugar de ser un país inteligente con una buena diversidad de cultivos, y un adecuado balance entre superficie dedicada a producción y ambiente nativo (lo cual supone, es cierto, menos ganancias) optamos por el país-monocultivo y la dependencia enfermiza de los compradores externos de granos. Esta combinación entre codicia, falta de planificación agrícola e imprudencia comercial puede costarnos muy caro en un planeta cada vez más volátil e inestable, sometido además al cambio climático global
En una provincia como Córdoba, que tenía 12 millones de hectáreas de ambiente boscoso, queda menos del 5% de bosque cerrado. Si recordamos que Córdoba es una de las provincias con peor gestión ambiental de Argentina (y la primera con mayor superficie dedicada a soja transgénica) [14][15], y que para el período 1998-2002 tuvo la tasa de desmonte más alta del país (-2,93%, una cifra que contrasta con la media mundial para un período comparable, -0,23%), se entiende cómo llegamos al actual estado de crisis. Las cuencas hídricas colapsan, pero las exportaciones de soja aumentan. Nuevamente las ciudades, alejadas de los lugares donde se fabrican las crisis, parecen no advertir lo que sucede. Pero los cortes en los suministros de agua durante 2011 y 2012 encendieron una luz roja que todavía sigue encendida.
Sin embargo ¿Quién habla en nombre de aquellos que perdieron y perderán su salud y su vida por bajas dosis de plaguicidas? ¿Quién habla en nombre de los campesinos expulsados de las tierras donde convivían con el bosque, ahora dedicadas a la agricultura industrial que practican terratenientes ilegales? ¿Quién habla en nombre de la diversidad productiva, reducida irracionalmente por los monocultivos de soja, algodón, maíz o arroz? ¿Quién habla en nombre de los ambientes nativos que ya no producen suelo, ni agua, ni estabilidad ambiental? ¿Quién habla en nombre de un país y de provincias destrozadas ambientalmente por malas gestiones de gobierno y por poderosos intereses corporativos? ¿Quién asume la responsabilidad por la deprimida resistencia ambiental de Argentina, la más baja de toda su historia?
La respuesta es el silencio. En Argentina ha triunfado hasta ahora el modelo de los agronegocios, no la agroecología sustentable. Aunque podría haberse equilibrado la superficie dedicada a producción con la ocupada por ambiente nativo, gobiernos, corporaciones y hasta sectores universitarios siguen privilegiando la destrucción, el uso de biotecnología y la codicia simplificadora. En lugar de Manejo Integrado de Plagas (MIP) continúa optándose por el envenenamiento masivo de organismos vivos, que expone colateralmente a cientos de miles de personas a bajas dosis de plaguicidas. Durante 2009, por ejemplo, se dispersaron en todo el país unos 292 millones de litros de plaguicidas. En este contexto las incorrectas autorizaciones de plaguicidas por el SENASA, la mediocre aprobación de organismos genéticamente modificados desde la CONABIA y la ausencia de controles estatales delatan la inadmisible complicidad del Estado con el modelo de los agronegocios.
Monsanto en Argentina: de 5 a 8 plantas.
Todo lo analizado con anterioridad es un prólogo indispensable para entender las nuevas invasiones de Monsanto en Argentina. Resulta ingenuo asumir que una planta procesadora de semillas es solamente una industria. También es un acelerador indirecto de los procesos de monocultivo, contaminación y desmonte, y sobre todo, un factor de consolidación del modelo básicamente depredador instalado en nuestro país
En Nueva York, durante la reunión mantenida entre la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner con directivos de Monsanto, éstos le comunicaron su plan de inversiones en Argentina por 1.670 millones de pesos. El plan contempla la construcción de una planta para la producción de semillas de maíz en Malvinas Argentinas (Córdoba), dos estaciones experimentales y 170 millones de pesos para investigación y desarrollo en maíz y soja. Las estaciones experimentales se localizarían una en Tucumán y la otra en Córdoba [1][2].
Malvinas Argentinas es una localidad del Departamento Colón ubicada 14 kilómetros al noreste de la ciudad de Córdoba y a 10 kilómetros de barrio Ituzaingó Anexo. Según el Censo de 2010 tiene 12.484 habitantes pero la población continúa creciendo. Al igual de otras ciudades rurales, sus bordes reciben los plaguicidas aplicados en campos colindantes cultivados con soja.
Afortunadamente la noticia sobre la posible radicación de Monsanto en Malvinas Argentinas coincidió con el fuerte debate social sobre los efectos de las bajas dosis de plaguicidas en la salud humana y el ambiente.
Además del juicio que se registra en Córdoba contra tres personas por aplicación ilegal de plaguicidas (2012), se reactivó en la justicia provincial la causa madre por contaminación en barrio Ituzaingó Anexo iniciada por FUNAM en 2002 [20]. Esta causa -en la cual están imputadas las mismas personas que hoy enfrentan el juicio, y donde seguramente se investigará a funcionarios públicos- analiza la asociación entre aplicación de plaguicidas y daños a la salud. Los querellantes de la causa madre son FUNAM además de 30 Madres y vecinos de barrio Ituzaingó Anexo [19].
Estas acciones, históricas, se suman al emblemático juicio finalizado en Paraguay hace siete años (2005), donde su Corte Suprema de Justicia dejó firme la condena de dos años de prisión impuesta a varios productores sojeros que produjeron la muerte de un niño (Silvino Talavera), y la intoxicación de su familia, tras aplicar glifosato en dos oportunidades (2003) [22].
Una planta para el acondicionamiento de semillas -como la planificada por Monsanto para Malvinas Argentinas- no puede disociarse de los campos que las sembrarían, ni del uso asociado de plaguicidas y sus efectos. Siendo Monsanto una de las empresas líderes en el mantenimiento del modelo extractivo, es inevitable predecir que una mayor presencia de la corporación agravaría regionalmente los efectos indeseados, esto es, expansión de la superficie cultivada, destrucción de ambientes nativos y sobre todo, más enfermedades y muertes por exposición a bajas dosis de plaguicidas.
El actual modelo agrícola extractivo que se practica en Argentina debería ser asumido como una variante muy extendida y superficial de la megaminería. En los cultivos no se extraen metales valiosos, sino nutrientes que luego se exportan como granos. Agricultura y megaminería tienen en común, además, el consumo de agua, mayor en la agricultura industrial, y la generación de pasivos ambientales. Mientras que la megaminería abandona colas de mineral y depósitos de estériles, la agricultura industrial deja acumulaciones diseminadas de plaguicidas que persisten por años y décadas
La planta de Malvinas Argentinas, cuya puesta en funcionamiento se prevé para el año 2013, trataría y acondicionaría semillas de maíz hasta lograr una capacidad máxima de producción de 3,5 millones de hectáreas. Argentina tendría las dos plantas más grandes del mundo para el acondicionamiento de semillas, lo cual fortalecería el ya descontrolado modelo extractivo. Continuamente se registran en Córdoba operaciones de desmonte ilegal para seguir ampliando el área cultivable. Es previsible por lo tanto que las actividades de Monsanto no sólo induzcan la expansión de fronteras agrícolas, sino también procesos de uso más intensivo de los suelos.
La planta que Monsanto pretende instalar en Malvinas Argentinas no se dedicaría a la producción de plaguicidas. Pero incentivaría indirectamente su uso a nivel provincial. Al establecerse en Córdoba -y ampliar sus actividades en Argentina- consolidaría aún más la agricultura industrial para exportación. El dilema queda planteado. Los 400 puestos de trabajo previstos por Monsanto para la planta representan indudablemente un atractivo en zonas con desempleo crónico. Pero las actividades de la acondicionadora de semillas también tendrían efectos indeseados, como la consolidación del modelo extractivo, con su secuela de morbilidad y mortalidad, y la pérdida de puestos de trabajo en actividades incompatibles con los cultivos transgénicos.
Existen además obstáculos legales y administrativos muy importantes. Es inaceptable que una empresa como Monsanto anuncie sus inversiones desde Nueva York, y que anticipe además fechas de puesta en funcionamiento como si no hubiera Estado regulador en Argentina. También es inaceptable que la propia presidencia de la Nación permita ese juego colonial. Monsanto, como cualquier otra empresa, no debe decidir por sí misma lo que hará o no en un país que se supone soberano. Por el contrario, debe hacer la propuesta formal, iniciar el proceso de Evaluación de Impacto Ambiental en Córdoba y someter su proyecto a debate en Audiencia Pública. La Ley del Ambiente 7343 de la provincia de Córdoba, su decreto reglamentario 2131 sobre Evaluación de Impacto Ambiental y la Ley Nacional de Ambiente 25675 son de cumplimiento obligatorio e ineludible
Las localizaciones no se deciden en Nueva York o Saint Louis, Estados Unidos, sino en Malvinas Argentinas, en Córdoba, con la participación de todos sus pobladores. Ningún funcionario público, por alto que sea su rango, puede asegurarle a Monsanto que se instalará. Como cualquier empresa pública o privada debe presentar formalmente su propuesta en Argentina, y someterse a la ley. Lo sucedido fuera del país volvió a mostrar el escaso respeto de muchos funcionarios públicos de Argentina y de la propia Monsanto por los procesos administrativos y por la opinión de personas que pudieran verse afectadas. No olvidemos además que esa empresa tiene pésimos antecedentes industriales. Como ya lo dijimos antes, participó del proceso de fabricación de las primeras bombas atómicas, produjo armas químicas que se usaron en Vietnam y violó normas de todo tipo en muchos países, todo ello en nombre de sus ganancias. De allí que Natural Society, una reconocida organización no gubernamental de Estados Unidos, declarara a Monsanto “la peor empresa del año 2011″ tras considerar que amenazaba “la salud humana y el ambiente” [25].
Muchos pobladores de Malvinas Argentinas conocieron la posible radicación de la planta dedicada al acondicionamiento de semillas por los medios y no están dispuestos a que la propia Municipalidad, la provincia o la nación cercene sus derechos. Los debates ya empezaron, sobre todo en los colegios [21]. Apuntan críticamente al intendente y al gobierno de la provincia, pues sospechan que ya se habrían otorgado autorizaciones.
Cabría preguntarse ¿Por qué Córdoba? La decisión no es casual. Hay cuatro motivos visibles.
1) Tiene a nivel nacional la mayor superficie cultivada con soja transgénica y pese a que sólo conserva menos del 5% de bosque nativo, su superficie cultivada sigue creciendo.
2) Desde 1996 los sucesivos gobiernos nacionales y provinciales vienen apoyando esta redituable simplificación de la biodiversidad productiva para acrecentar la exportación
3) Las universidades públicas y privadas producen cada vez más especialistas en ingeniería genética, y
4) Sectores importantes de la sociedad están convencidos -equivocadamente- que este modelo de producción es económicamente sustentable. Aunque Monsanto no lo explicite, estar cerca de los grandes consumidores de semillas transgénicas le permitirá fiscalizar y reducir el creciente uso irregular de “sus” semillas patentadas.
También existen cuatro motivos invisibles
1) Argentina ejecuta una pésima política ambiental, más basada en la declamación que en los controles, lo cual tranquiliza a empresas como Monsanto
2) Los gobiernos locales y buena parte de la sociedad no advierten la fuerte degradación de los suelos productivos.
3) Las consecuencias sanitarias permanecen tan poco visibles como los efectos ambientales, y
4) Estado y Monsanto favorecen el mismo tipo de modelo productivo.
Esto es, un modelo extractivo basado en cientos de sustancias tóxicas, falta de controles estatales y ausencia de estudios epidemiológicos. Un modelo que genera cuantiosas ganancias públicas y privadas en el corto plazo. Un modelo que nos hace más dependientes y vulnerables a los compradores externos. Un modelo que le roba salud y estabilidad ambiental a las actuales y futuras generaciones. Un modelo que diariamente y en silencio aumenta la contaminación química de embriones, fetos, mujeres embarazadas, bebés, niños, adolescentes y adultos. Un modelo que en el nombre del progreso (de unos pocos) termina haciendo sufrir indeciblemente (a la mayoría). Un modelo donde por cada tonelada de soja exportada se invierte localmente en una tonelada de sufrimiento silencioso. Pero los sufrimientos silenciosos terminan por romperse. Y cuando el silencio social se rompe nada vuelve a ser igual. www.ecoportal.net
Notas:
http://www.agendadereflexion.com.ar/2012/08/21/835-monsanto-invade-malvinas-argentinas-provincia-de-cordoba/
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