jueves, 11 de febrero de 2010

Los progresistas y la política externa

Por José Luís Fiori

“Pero al final de cuentas, profesor, ¿qué es ser conservador en materia de política externa?

¿Y qué vendría a ser una política externa no conservadora?”. J.S.: Lector del Valor Económico

Las grandes utopías del siglo XIX revolucionaron las ideas y los objetivos de la política internacional, inmediatamente al comienzo del siglo XX. Pero en las décadas siguientes, su impacto sobre la política externa de las grandes potencias, fue significativamente menor que las expectativas creadas, en un primer momento, por las propuestas del presidente americano, Woodrow Wilson, en la Conferencia de Paz de París, después de la 1a Guerra Mundial: cosmopolitas, anti-colonialistas y favorables a un sistema mundial de seguridad, liderado por la Liga de las Naciones. Y por las ideas y propuestas, casi simultáneas, de Vladimir Lenin, ya en su condición de jefe del estado ruso: internacionalistas, anti-imperialistas y favorables a la paz y a la autodeterminación de los pueblos.

Un programa convergente, en muchos puntos, y absolutamente innovador, que se transformó en la bandera de lucha de las dos grandes potencias, contra el viejo sistema europeo de equilibrio de poder, y contra el liberalismo colonialista, liderado por Inglaterra y por Francia. Pero después de la muerte de Wilson y de Lenin, ya en los gobiernos de Warren Harding y Joseph Stalin, los Estados Unidos y la Unión Soviética adoptaron políticas externas orientadas por sus intereses nacionales y por sus objetivos internos inmediatos, a contramano del discurso de sus antiguos gobernantes. Y después de la 2a Guerra Mundial, y de la constitución del “duopolio” que generó el status quo internacional durante la Guerra Fría, entre 1946 y 1991, las ideas libertarias e internacionalistas de comienzo de siglo, se transformaron en un instrumento ideológico esclerosado, en la competencia entre las dos grandes potencias.

Pero a pesar de eso, estas ideas se difundieron por el mundo junto con la expansión progresiva del poder americano y soviético, y acabaron transformándose en el sentido común poco innovador, del discurso oficial de todos los liderazgos políticos mundiales, y de todos los organismos multilaterales creados después de la guerra. Finalmente, después de la victoria americana, y del fin de la Guerra Fría y de la Unión Soviética, en 1991, la vieja utopía liberal-democrática se transformó en el lenguaje imperial del poder victorioso, válida urbe et orbi. Como si se hubiese establecido – por un pase de magia - una coincidencia absoluta entre los intereses de los Estados Unidos y los intereses del resto de la humanidad, y entre las posiciones de los países que desean mantener, y de los que desean cambiar el actual status quo mundial.

Esta historia del siglo XX, también tiene que ver con América Latina, y deja una lección importante, para el debate actual, sobre el futuro de la política externa brasileña. Los Estados Unidos y la Unión Soviética siempre tuvieron su propia teoría y su propia historia de las relaciones internacionales, y fueron innovadores mientras lucharon contra el orden internacional liderado por el Poder Británico. Y es eso, en última instancia, lo que define la frontera entre una política externa conservadora, y una política progresista.

El punto de partida es simple: un estado y un gobierno que se propongan expandir su poder internacional, inevitablemente tendrán que cuestionar y luchar contra la distribución previa del poder, dentro del propio sistema. Como condición preliminar, tendrán que tener su propia teoría y su propia lectura de los hechos, de los conflictos, y de las asimetrías y disputas globales, y de cada uno de los “tableros” geopolíticos regionales alrededor del mundo. Para poder establecer de forma sustentada y autónoma, sus propios objetivos estratégicos, distintos de las potencias dominantes, y consecuentes con su intención de cambiar la distribución del poder y de la jerarquía mundial. Por eso, no es posible concebir una política externa progresista e innovadora, que no cuestione y enfrente los consensos éticos y estratégicos de las potencias que controlan el núcleo central del poder mundial. En este campo, no están excluidas las convergencias y las alianzas tácticas, y temporarias, con una o varias de las antiguas potencias dominantes.

Pero toda política externa progresista e innovadora, sabe que está y estará en permanente competencia con estas potencias, y que tendrá que asumir sus divergencias, con la visión de mundo, con los diagnósticos y con las estrategias defendidas por ellas, ya sea en el espacio regional, ya sea a escala global. Eso no es una veleidad irrelevante, ni es el fruto de una animosidad ideológica, es una consecuencia de una “ley” esencial del sistema interestatal, y de una determinación que es en gran medida geográfica, porque el objetivo del “estado cuestionador”, es ampliar siempre y cada vez más, su capacidad de decisión e iniciativa estratégica autónoma, en el campo político, económico y militar, para poder difundir mejor y aumentar la eficacia de sus ideas y propuestas de cambio del sistema mundial.

Del lado opuesto, es más fácil definir e identificar las características esenciales de una política externa conservadora. En primer lugar, los conservadores no se proponen cambiar la distribución del poder internacional, ni cuestionan la jerarquía del sistema mundial. Su reacción frente a los desafíos establecidos por la agenda internacional, es casi siempre empírica, aislada, y moralista. Los conservadores no tienen una teoría ni una visión histórica propia del sistema internacional y de sus acontecimientos coyunturales, y son partidarios, en general, de una política externa de bajo perfil, sin grandes iniciativas estratégicas nacionales, y con un alto índice de sumisión a los valores, juicios, y decisiones estratégicas de las potencias dominantes. Por eso, consciente o inconscientemente, los conservadores delegan en terceros, una parte de la soberanía decisoria de su política externa, y acaban por asumir, invariablemente, una posición subalterna dentro de la política internacional. Como fue el caso, en la década de 1990, de la política externa de Brasil, y de los demás países de América del Sur. Una década que pasó a la historia, bajo el signo neoliberal de la “diplomacia descalza”, del gobierno brasileño de la época, y de la propuesta argentina de establecer “relaciones carnales”, con los Estados Unidos.

Traducido para LA ONDA digital por Cristina Iriarte

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