No sé ustedes, pero yo me metí en esta guerra para ganarla. Con la edad se le quitan a uno los complejos y cuesta menos hablar claro. Los objetivos estratégicos de la causa que comparto, como los mandamientos de la mitología católica, se encierran en dos: socialismo e independencia para todos los pueblos del planeta, comenzando por el mio. Sin embargo, desprovisto ya de ingenuidad, soy conciente de que nada se consigue por la gracia divina. Todo hay que pelearlo, y todo, por aquello de la dialéctica, hay que pelearlo contra alguien, es este caso contra quienes apuestan por el modelo social y político antagónico: capitalismo e imperialismo. La lucha de clases, se llama la figura. Localizado y definido el oponente, toca ahora valorar la relación de fuerzas a calzón quitado, sin euforia ni triunfalismos que sólo pueden conducir a la frustración inherente a la derrota inesperada. Menospreciar la capacidad lesiva del adversario es manera más rápida y segura de salir trasquilado de la empresa y retrasar el proceso sine die.
Lo queramos o no, participamos en una carrera mixta, de obstáculos y de fondo, en la que, según las reglas de nuestros enemigos, todo vale. Ellos emplean a su discreción la represión y la mentira, la violencia y la tergiversación. Con su organización político-militar estructurada en cuatro frentes complementarios perfectamente coordinados (legislativo, ejecutivo, judicial y mediático), con centenas de miles de liberados -bien remunerados a cargo de los presupuestos generales-, con el apoyo interno y externo de poderosos usureros e influyentes chamanes, la gigantesca banda armada a la que nos enfrentamos ha logrado subvertir la realidad afianzando el orden establecido que nos ha impuesto para perpetuarse. Doscientos años después, los súbditos borbónicos, sumidos en la más absoluta inopia intelectual, vuelven a gritar, esta vez silenciosamente, el humillante“¡Vivan las caenas!”. Han cambiado sus sueños de libertad por la seguridad que siente el ganado en el establo (obsérvese que establecido y establo son palabras hermanas).
Así, quienes nos negamos a pastar en la fértil, pero cercada, dehesa de lo políticamente correcto nos encontramos más solos que nunca, además de seguir, como siempre, mal avenidos entre nosotros. Todos somos cabezas de inocuos ratoncillos que el rey león barre, sin mayor esfuerzo, con un ligero movimiento de su cola. Nos falta honestidad para autocriticarnos, inteligencia para reconocer que no hay verdades absolutas, generosidad para renunciar a nuestras vanidades, voluntad para aliarnos tácticamente, capacidad para propagar nuestro ideario y astucia para diseñar un plan de acción realista, asumible por nuestro público objetivo que hoy nos siente como algo ajeno. Intentamos resarcirnos del estrepitoso y continuado fracaso proyectando a distancia nuestras ilusiones revolucionarias; avivando, como debe ser, luminosas hogueras ultramarinas, pero incapaces de encender la propia chimenea.
Reconocer los fallos ya supone un paso adelante, pero para superar la palmaria realidad aquí descrita no es suficiente tener razón. Hemos de rectificar lo indeseable y debatir el tiempo que sea preciso hasta alcanzar un acuerdo de mínimos que nos permita avanzar. Es muy difícil, lo sé, pero también es muy necesario. Y muy urgente, además.
Nota bene: Este artículo lo publiqué bajo seudónimo en este mismo diario digital en agosto de 2008. Dos años después lo considero más vigente que entonces, si cabe.
El que no sabe quién es festeja sus derrotas y rechaza sus oportunidades
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