Antonio Pampliega
En esta vida, para todo, hay una primera vez. El primer beso. La primera caricia. El primer artículo publicado. El primer viaje… Para aquellos que viajamos a zonas de conflicto hay una primera vez que nunca queremos que llegue. La tememos porque no sabemos sí seremos capaces de soportarla… Al menos ese ha sido mi caso. Los días previos a comenzar a trabajar con los Medevacs apenas fui capaz de pegar ojo. En mi cabeza, una y otra vez, una idea ¿Estaré preparado? ¿Seré capaz de aguantarlo? ¿Realmente valgo para esto? ¿Qué hago yo aquí?
Por fin llegó el día. Me asignaron helicóptero y tripulación; y a la medía hora ya estaba en el aire en busca de los primeros heridos. Mis manos temblaban mientras preparaba la cámara de fotos. Antes de venir a Afganistán me había documentado sobre lo que me iba a encontrar… Y muchas veces es peor el remedio que la enfermedad… Limpiaba los objetivos y tiraba varias fotos de prueba para comprobar que la cámara funcionaba perfectamente. A lo lejos divisé nuestro destino. Una pequeña base norteamericana perdida de la mano de Dios en mitad del desierto de Kandahar. Las puertas del Black Hawk se abrieron de golpe y los dos paramédicos saltaron a toda velocidad con una camilla mientras yo les hacía fotos desde el helicóptero. Al momento vinieron acompañando a un anciano afgano, que sentaron a mi lado mientras, detrás venían ocho soldados portando dos camillas. La cámara disparaba sin parar captando cada instante.
Las puertas se cerraron de golpe y el helicóptero se elevó en el cielo afgano rumbo al Hospital Role 3 de la base aérea de Kandahar. Dos mantas térmicas cubrían dos bultos que permanecían inmóviles. Uno de los paramédicos comenzó a apartar una de las mantas descubriendo a un niño de unos cinco años llorando desconsoladamente. Tenía las piernas llenas de sangre; aunque aparentemente se encontraba en perfecto estado. A su lado, su hermano- de unos 10 años de edad.
Le había practicado una traqueotomía por donde su alma intenta escapar. El segundo paramédico le suministraba oxígeno con un balón mientras su compañero le inspeccionó con sumo cuidado. Retiró la manta térmica y descubrió su cuerpo. Tenía el pecho y el abdomen cubiertos con vendas manchas con la sangre que supuraba por sus las heridas producidas por la metralla. Pero la peor parte se la llevaron sus piernas. Una la tenía destrozada mientras en la otra le habían hecho un torniquete por donde salían dos tubos negros del drenaje. El helicóptero continuó su vuelo por el cielo afgano mientras bajo nuestros pies iba pasando campos yermos regados con litros de sangre de tres décadas de conflictos.
Los dos soldados se miraron. Hablaron por sus intercomunicadores y uno de ellos negó con la cabeza. El paramédico colocó sus dedos sobre la yugular del pequeño y luego sobre la muñeca. No tenía pulso. Le apartó las vendas del pecho y comenzó a practicarle un masaje cardiaco ante la mirada descompuesta de su abuelo que miraba como a su nieto se le escapa la vida a bocanadas. El sudor bañaba el rostro del soldado que es relevado por su compañero que se afana en devolver al pequeño lo que un IED le ha arrebatado.
No sé cómo se llamaba aquel pequeño. No me hizo falta para que las lágrimas me comenzasen a resbalar por la cara mientras no paraba de disparar mi cámara. Las gafas de sol me ocultaban mis ojos y mis lágrimas mientras maldecía la puta guerra y al cabrón que puso una bomba en medio de la carretera para llevarse por delante a ese niño que jugaba con su hermano. Ese niño, de ojos perdidos, es mi primer muerto. Un niño afgano. Un niño sin nombre. Un niño sin portada en los grandes periódicos. Un niño desconocido. Un número más en una guerra que se está cebando con los civiles. Mi primer muerto…
Este post es en honor de ese niño. Para que su muerte no sea como la de otros niños que pierden la vida cada día en Afganistán. Para que su muerte no caiga en el olvido. Dijo hace poco Alfonso Armada que escribir sobre lo que vemos es la mejor terapia que podemos tener los corresponsales en zonas de conflicto… Esta es mi forma de compartir un pedacito de mi vida con los que os pasáis por estás ‘Crónicas Afganas’ para descubrir ese Afganistán que muchas veces permanece oculto… Pero terminaré esta entrada con una frase que he escuchado mucho estas dos últimas semanas entre los miembros de los Medevacs. “Un día normal para nosotros es el peor día de la vida de otra persona”. Un día normal en el infierno...
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