A 50 años de la invasión de EE.UU a Vietnam |
El presidente norteamericano Eisenhower se había negado a que se convocaran las elecciones que estaban previstas en dichos acuerdos, elecciones que debían llevar a la reunificación del Sur con el norte del país, pensando que en aquella época, las ganaría Ho Chi Minh. Más tarde, en 1962, ese gobierno sur vietnamita se había vuelto totalmente impopular y podría derrumbarse ante una insurrección interna.
Lo que en la historia oficial llamamos la guerra de Vietnam sólo empezó en 1964-1965 con el incidente del Golfo de Tonkin y el principio de los bombardeos sobre el norte del Vietnam. Pero dar esta fecha como principio de la guerra, permite mantener el mito americano de una «defensa» del sur de Vietnam con respecto al norte y pasar por alto la negativa a las elecciones después de 1954 y el envío de la fuerza aérea de Estados Unidos que bombardeará el sur a partir de 1962.
La expresión «invasión americana del sur de Vietnam» está copiada de la de invasión de Afganistán por la Unión Soviética en 1979, pues ésta, de manera similar, intervino para salvar un gobierno afgano que ella había contribuido a instalar. La comparación es injusta con la URSS (país limítrofe con Afganistán y no alejado de miles de kilómetros como en el caso de Vietnam con los Estados Unidos), pero aún así la expresión «invasión estadounidense del sur de Vietnam» es impensable, inaudible en nuestra sociedad, incluso, la mayoría de las veces, en los movimientos pacifistas.
Sin embargo fue esa intervención de 1962 el origen de una de las mayores tragedias del siglo XX y la peor después de 1945, con tres países desbastados durante décadas (Vietnam, Camboya y Laos) y millones de muertos, aunque nadie sabe con certeza cuántos. Los estadounidenses aplican en cuantos a cómputo de muertos, la «mere gook rule»: si está muerto y es amarillo, es un «vietcong», o sea, un guerrillero comunista. Esta manera de contar tenía la ventaja de minimizar el número de muertes civiles.
Respecto a los vietnamitas, no hay ningún deber de memoria. Ninguna ley prohíbe el revisionismo masivo que impera en nuestra cultura en cuanto a este no-acontecimiento. No se construyen museos ni se erigen estatuas por los muertos y heridos de este conflicto. No se crean cátedras universitarias para estudiar esta tragedia. A los que han participado en estas masacres y hacen con regularidad apología de ellas, se les recibe en todas las cancillerías del mundo sin ser nunca acusados de «complicidad» o «complacencia».
Ninguna «lección de la la historia» se ha sacado de la guerra de Vietnam. Las lecciones de la historia siempre llevan la misma dirección: Munich, Munich, Munich. La debilidad de las democracias frente al autoritarismo y adelante, pongamos una flor en el fusil, o más bien, enviemos bombarderos y aeronaves no tripuladas contra países dirigidos por «nuevos Hitler» para detener «nuevos holocaustos»: Yugoslavia, Afganistán, Iraq, Libia, Siria o Irán mañana. Hasta desde un punto de vista histórico, el relato de Munich es falso, pero vamos a dejar eso. La astucia de «Munich» es hacer que la izquierda y la extrema izquierda se reúnan bajo la bandera estrellada del antifascismo.
Peor aún, las tragedias que han acompañado el fin de esta guerra de treinta años (1945-1975), los boat people y los Khmers rojos, han sido utilizadas en Occidente, por los «intelectuales de izquierda» sobre todo, para engendrar y justificar la política de injerencia, cuando precisamente era la injerencia constante de los Estados Unidos en los asuntos internos de Vietnam la fuente de estas tragedias.
Si hubiera que sacar «lecciones de la historia» de la guerra de Vietnam, irían en la «mala» dirección, la de la paz, el desarme, de un esfuerzo de modestia en Occidente en relación a Rusia, China, Cuba, Iran, Siria o Venezuela. La dirección diametralmente opuesta a las «lecciones» sacadas de Munich y del holocausto.
Los vietnamitas no eran víctimas de «dominación simbólica» o de «odio» sino de bombardeos masivos. No se veían, además, como víctimas sino como actores de su propio destino. Les dirigía uno de los mayores genios políticos de todos los tiempos Ho Chi Minh acompañado del genio militar Giap. No luchaban por la democracia sino por la independencia nacional, noción obsoleta en nuestro mundo «globalizado». Y este combate lo han llevado contra democracias, Francia y Estados Unidos.
Sin embargo los vietnamitas no aborrecían nuestros «valores» (palabra inusitada en la época), ni Occidente, ni la ciencia, ni la racionalidad ni la modernidad: quería simplemente compartir sus frutos. No eran particularmente religiosos y no razonaban en términos de identidad sino de clase. Siempre marcaban una distinción entre el pueblo estadounidense y sus dirigentes. Esta distinción era quizá simplista, pero ha permitido separar en los mismos Estados Unidos a los dirigentes de su población.
Los vietnamitas no han recibido reparaciones de guerra por los sufrimientos infringidos. Nadie les pidió jamás disculpas. Tampoco las pidieron nunca: les bastaba su victoria. No exigieron que un tribunal penal juzgara a sus agresores. Sólo pidieron que «les curaran las heridas de guerra», lo cual, claro está, se les negó con desprecio. Como decía el presidente americano Carter, futuro premio Nobel de la paz, « las destrucciones fueron mutuas». Ciertamente: unos 50.000 muertos en un lado, varios millones en el otro.
Han pasado de una especie de socialismo a una especie de capitalismo, causando así revisiones desgarradoras en algunos de sus defensores occidentales; pero en Asia, capitalismo y comunismo son seudónimos. Las verdaderas palabras son: independencia naciaonl, desarrollo, llegar al nivel (y pronto superación) de Occidente.
Se les reprochó que quisieran reeducar a los enemigos capturados, esos aviadores venidos de lejos para bombardear una población que creían sin defensa. Quizá fuera ingenuo, pero ¿acaso era peor que asesinarlos sin juicio o encerrarlos en Guantánamo?
Se enfrentaban a una barbarie incalificable pero fueran cuales fueran los problemas, pedían siempre que se encontrara una solución política y negociada, palabras que nuestros defensores actuales de los derechos humanos no quieren ni oír.
Su combate fue importante en el principal movimiento de emancipación del siglo XX, la descolonización. También fue una especie de misión civilizadora al revés, al concienciar a una parte de nuestros jóvenes occidentales de la tremenda violencia de nuestras democracias en sus relaciones con el resto del mundo. Peleando por su independencia nacional, los vietnamitas han luchado por la humanidad entera.
Después de 1968, esta toma de consciencia ha ido desapareciendo poco a poco, disuelta en la ideología de los derechos humanos, el subjetivismo y la posmodernidad y en el conflicto continuo de las identidades.
Ahora que nuestra política de injerencia se encuentra en punto muerto, y en que se vocifera contra Irán y Siria, podría ser útil recordar aquella decisión fatídica de 1962, mezcla de arrogancia imperial y creencia en la omnipotencia de la tecnología, que hundiría el sureste asiático en el horror.
¿Podría también decirse, frente a las guerras no defensivas, «que jamás vuelva a suceder»?
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