miércoles, 17 de marzo de 2010

SAN ROMERO DE AMÉRICA, PROFETA

Chencho Alas

Creo que la mejor hora para pensar creativamente son las dos de la mañana, cuando los sentimientos y pensamientos se pegan a la almohada, se convierten en un remolino y nos dejan la sensación de haber entendido algo nuevo. Esta madrugada, el sujeto de mis pensamientos fue Mons. Romero, profeta.


La misión del profeta se puede resumir en dos verbos: denunciar y anunciar. Para lo primero se necesita el conocimiento de la realidad en la que vive para denunciar la injusticia, la violencia; para lo segundo, debe anunciar la justicia, la paz. Esta misión engloba a dos sujetos: la persona que acepta el reto de ser profeta y el pueblo con el cual se compromete y representa.

Aceptar la misión de profeta constituye un verdadero reto que conlleva el peligro de perder la vida. Es por eso que en la historia de la humanidad, muy pocos han aceptado dicha misión llegando al punto de que algunos la han maldecido. Tal es el caso del profeta Jeremías quien al sentir la fuerza de Dios en sus entrañas que lo obligaba a hablar, maldijo el día en que nació; según sus palabras, hubiera preferido que el vientre de su madre hubiera sido su tumba (Jer. 20, 7-18).

Me pregunto en qué momento Mons. Romero aceptó ser el profeta del pueblo salvadoreño y por prolongación histórica, el profeta de todos los pueblos que sufren la injusticia, la opresión, la violencia. Creo que tengo la respuesta. Después del asesinato del P. Rutilio Grande (12-3-1977), en reunión del clero y mediante votación aceptada por el Arzobispo, decidimos tener una misa única en catedral el domingo 20. La reacción contra esta celebración fue tremenda de parte de casi todos los obispos, del Cardenal Casariego de Guatemala, del Nuncio representante del Vaticano y desde luego, de parte del gobierno, militares y oligarquía. Mons. Romero, prácticamente en contra de su voluntad, se puso al lado de su clero y del pueblo.

El domingo 20 de marzo de 1977, fue un día de plenitud histórica para nuestro país. Frente a nosotros había aproximadamente 100 mil personas venidas de todos los rincones de El Salvador. Cuando Monseñor se adentró en su sermón, yo sentí en mi piel el vuelo del Espíritu. Frente al pueblo y con el pueblo, Mons. Romero se convirtió en el profeta que necesitábamos. En mi libro, Iglesia, Tierra y Lucha Campesina, yo lo describo así: “Yo diría que su reacción después de la Eucaristía del 20 de marzo es sumergirse en el pueblo, sentir su nueva presencia, bañarse en su vida, beber de su palabra y de sus hechos. Es como la celebración de un nuevo bautismo (Cap. XV: Monseñor Romero, pastor, profeta y mártir. Pág. 267)”.

Cuando Mons. Romero aceptó ser el arzobispo de San Salvador, no se imaginaba las exigencias a las que tenía que someterse. Mons. Chávez y González le heredaba una iglesia profética, comprometida, que ya conocía la sangre del martirio de muchos de sus hijos. Desde 1975, el color de la sangre de campesinos, estudiantes, obreros, maestros gritaba al cielo.

La celebración del 24 de marzo de 1980 tiene sentido total si al mismo tiempo proclamamos la gloria de un pueblo que entendió el compromiso histórico de la liberación de toda opresión, lo que nos obliga a reflexionar sobre el momento presente. La violencia nos agobia, la justicia está ausente. Por 13 años la Iglesia Católica con su representante Fernando Sáenz Lacalle aceptó dejar al pueblo y ponerse de nuevo al servicio de las oligarquías. ¿Cuál es el camino que seguirá el nuevo arzobispo José Luis Escobar Alas? Después de un año de haber tomado las riendas de la arquidiócesis muy poco sabemos de sus caminos. ¡No es fácil ser profeta! Quizá al pueblo le corresponde abrir nuevas rutas de justicia y de paz.

Moncada Lectores: www.moncadalectores.blogspot.com

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