Hace cerca de un año, Sabino Bastidas, célebre politologo, se hacia una serie de preguntas sobre la revolución mexicana que valen la pena retomar ahora que finalmente llegó el Centenario.
¿Ya acabó la revolución mexicana? ¿Qué fue de ella? ¿Cuánto duró? ¿Cuándo acabó? ¿Y si ya acabó, por qué sigue siendo meta, bandera y discurso de partidos y grupos políticos? ¿Por qué subsisten los partidos revolucionarios? ¿Por qué aparecen Ejércitos zapatistas? ¿Por qué existen movimientos revolucionarios? ¿Acabó bien la revolución? ¿Logró su cometido? ¿Lo tenía? ¿Cuál es el saldo? ¿Fue una revolución exitosa? ¿Se agotó la revolución? ¿Se cansó? ¿Se gastó? ¿Por qué hay tanto nostálgico de la revolución? ¿Quedó algo pendiente? ¿Qué hacemos hoy con la revolución mexicana?
Son preguntas incómodas, todas ellas políticamente incorrectas, pues en un país educado para venerar la revolución, es herejía no sólo pensarlas, sino plantearlas a ronco pecho. La revolución mexicana es una especie de tabú colectivo. Cuestionarla y revisarla, a pesar de la alternancia del 2000, sigue siendo algo molesto e irreverente. Pero no faltaríamos el respeto a la Historia nacional si decimos que, en realidad, es claro que tenemos dos revoluciones: la primera, la revolución como hecho histórico en sí, y la otra, quizá la más visible y clara, es aquella que se volvió mito para generar una simple construcción ideológica. Es decir, para sostener lo que hoy es el sistema político nacional.
En esta hora del centenario, decir que nunca tuvimos una revolución mexicana como tal es casi un insulto. Pero lo cierto es que tuvimos una narrativa que trató de explicar muchas pequeñas rebeliones regionales y dispersas, en la idea de una gran revolución mexicana.
La revolución mexicana es una construcción intelectual posterior, es Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas, Juan Rulfo, Martín Luis Guzmán, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Daniel Cosío Villegas y hasta Jesús Reyes Heroles. Pedazos de un rompecabezas por armar. Sus logros, que los tuvo y muchos, fueron sepultados por el afán de perpetuarse en el poder sin romper con el principio, que Porfirio Díaz anunció a la muerte de Juárez y que Madero después retomó: Sufragio Efectivo, No Reelección y por el gran componente del sistema, tal como lo menciona Gabriel Zaíd: la corrupción.
Por eso, se admite que la revolución sea un híbrido de adjetivos, como si la mentada palabra fuese una estampita en un álbum, que quitamos y pegamos según sea la última moda: nacionalista, después constitucionalista, agrarista, a ratos obrerista y por momentos socialista, un largo tiempo institucional y, al fin y al cabo, hasta democrática. Pero, tristemente, la nuestra fue una revolución que no logró su anhelo: acabar con la desigualdad.
Nuestra revolución surgió con todas las causas, pero no fue capaz de resolver completo ningún problema. Sostiene Peter Calvert, uno de los clásicos del estudio de las revoluciones, que la diferencia entre rebelión y revolución radica en su destino, el triunfo.
La revolución gana mientras que la rebelión fracasa.
¿Por qué hablamos de la revolución mexicana? ¿Quién ganó la revolución mexicana, Zapata, Villa, Carranza? Nadie habla de que todos estos personajes fueron abatidos por Obregón (aquel que decía que Porfirio Díaz tuvo el defecto de envejecer) y de que el mismo Obregón fue abatido en una disputa que favoreció a Plutarco Elías Calles, su subalterno.
Los distintos planes que surgieron de ella (el de Ayala, el de San Luis, el de la Empacadora, el de la Ciudadela, el de Guadalupe, el de Agua Prieta), ¿dónde quedaron? ¿Los pueblos superan etapas y ciclos históricos? Parece que, en México, no.
Fijémonos, por ejemplo, en la dimensión de la tragedia: los muertos de la revolución. Nadie habla de ellos ni del hecho de que el país en 1910 tenía cerca de 20 millones de habitantes y para 1920 esa cifra se había reducido hasta los 13 millones. ¿Dónde quedaron siete millones de compatriotas? No importa en realidad, nunca han importado.
Fueron a dar a un mismo sitio: tanto los muertos en la campaña como los muertos en la cantina, llegaron al altar de la revolución: los libros de texto y los discursos políticos del regimen de turno. Tenemos una revolución mítica, que todo lo hizo y que todo lo pudo. Una revolución perpetua, inacabada, que perdió el rumbo y el proyecto. La ironía: los grandes perdedores de la revolución son, ahora, los encargados de celebrar su Centenario.
Queda una última pregunta: ¿los mexicanos hemos superado la etapa revolucionaria? Por supuesto que no. La revolución sigue siendo instrumento y objeto de propaganda política. Además, sigue siendo una ruta crítica y una opción política para muchos mexicanos. Quizá sentimos pena, como dice el Maestro Bastidas, al darnos cuenta de que montamos todo un tinglado revolucionario en el que al final -como en el cuento de Monterroso- cuando nos levantamos la pobreza y la desigualdad todavía estaban aquí.
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