Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
No se escatimaron recursos materiales ni humanos, tampoco esfuerzos, ni obsesiva planificación. Los 33 mineros retornaron a la superficie con muy pocos (y menores) síntomas físicos para los 70 días de calvario y mortificación. Y aparentemente con pocos traumas psicológicos para la claustrofóbica angustia ante una muerte prácticamente asumida y estadísticamente ineluctable, salvo en el límite, allí cuando Delta X tiende a no se sabe cuánto, cosa que casi nunca pasa, salvo en los siempre esquivos y teóricos ceros e infinitos matemáticos. A aquella tumba laboral recurrente y naturalizada de la realidad minera de Chile, ya le dedicamos una contratapa de este diario hace algunos domingos. Ésta será para esta acotada y mediática inflexión de la norma: la de la fosa común que esta vez no fue.
Porque el pinochetismo redivivo encontró una veta de oro ideológico con la que tratará de enchapar sus blasones de muerte y latón oxidado. Más valiosa aún que la del átomo 79 de la tabla periódica de los elementos de Mendeleiev: el esquivo oro físico que en ínfimas proporciones era extenuado en la Mina San José, apelando para ello al más alto riesgo laboral en el uso de la fuerza humana bruta. Se entiende entonces el empeño gubernamental en explotar esa veta que promete pingües ganancias simbólicas y rejuvenecimientos políticos milagrosos, al mejor estilo del Dorian Gray plasmado en la prosa de Oscar Wilde.
Sin embargo no deberíamos dejar de saludar y felicitar la operación de rescate y sus resultados aunque haya sido pergeñada y ejecutada por los esbirros actuales del (no tan lejano en el tiempo) estado terrorista. Salvar vidas, tender manos (o ductos) solidarios, aportar intelectos e innovaciones creativas, resguardos y derechos, supera la adscripción excluyente al acebo izquierdista para situarse en un nivel suprapolítico y universal. Aunque estos pasos sean dados por la más criminal de las derechas que intente disfrazarse o blanquearse con ello, habrá que celebrarlos y acompañarlos. Como la mano que pudieron tender los habitualmente criminales marines norteamericanos a las víctimas también soterradas, aunque entonces bajo escombros y losas, en el terremoto de Haití. Tampoco deberíamos recomendar refrenos a las erupciones emotivas que emanan del frecuentemente inactivo volcán de la justicia, ni temer a la potencial cauterización política de sus lavas. Las lágrimas no son signo necesario de debilidad política, ni de irracionalidad. También pueden acompañar alumbramientos, incluso históricos.
Si el multimillonario empresario mediático devenido dirigente político ya sabía calcular proporciones entre costos y beneficios propios, mejor aún lo supo cuando la inversión fue con recursos ajenos, aunque no haya nada que cuestionar sobre la apelación a esas fuentes financieras. Bien gastados que estuvieron los millones estatales para la eyección vital de los mineros desde el mugriento socavón húmedo y oscuro, aunque los dividendos políticos se depositen provisionalmente en las cuentas de Piñera.
Este partido se jugó en el campo del Presidente chileno y con sus propias reglas. Con esas condiciones chantajeó la supervivencia de los 33 trabajadores. El mundo asistió entonces a una de las mayores operaciones mediáticas de la historia de las comunicaciones. La ultraderecha hizo suya una causa justa con suficiente carga dramática y la aprovechó para popularizarse y difundirse con las más modernas técnicas de la videopolítica que caracterizó el politólogo italiano Giovanni Sartori. Precisamente aquellas con las que el empresario erigió su negocio y finalmente conquistó la presidencia. Mezcló dosis efectivas de culebrón, de denuncia, de introducción tecnológica y de superstición. Una audiencia global gigantesca de mil millones de personas, superior incluso a la de la final del mundial sudafricano, según estimaciones de la TV chilena, prestó atención a una narrativa entre mágica y reparadora. Los programas especiales compitieron en audiencia con los más frívolos y taquilleros y todos los canales de noticias incrementaron geométricamente su raiting en el mundo entero. Mucho más aún en el hispano ya que no era necesaria traducción y el audio ambiental, magistralmente calibrado en su intimismo aparentemente casual y espontáneo, no dejaba escapar detalle alguno de los discursos oficiales previamente guionados. Hasta los que no tenemos televisión terminamos acodados en las barras de los pubs empantallados por las modas actuales.
A fin de evitar cualquier desvío del guión narrativo, el gobierno monopolizó toda la comunicación, ya sea desde el propio medio televisivo único hasta los interlocutores con la prensa. Trazó en el propio campamento “Esperanza” una barrera literal que maniató el trabajo periodístico. La Secretaría de Comunicaciones del Gobierno (Secom) tomó el control de lo que se informaba a la prensa, dejando sin autonomía para conversar con los medios a las instituciones y protagonistas involucrados en las labores de rescate, como las propias Fuerzas Armadas, la Asociación Chilena de Seguridad (ACHS), Codelco (la compañía minera estatizada por Salvador Allende), las empresas que operaron las perforadoras (como Geotec) y los ministerios participantes. La Secom redujo los informes oficiales sólo a la conferencia de prensa diaria de los ministros de Minería, Laurence Golborne (quién pasó de supermercadista a futuro sucesor de Piñera), y de Salud, Jaime Mañalich, más el jefe del rescate, André Sougarret. Finalmente llegó el Presidente para asumir personalmente el discurso único oficial, transmitido al mundo por el ducto mediático oficial.
Desde mi remota infancia en el año 69 cuando la Apolo 11 alunizaba, no tenía la sensación de estar compartiendo de manera simultánea con buena parte del mundo, a través de un único y monopólico medio, la ansiedad e incertidumbre de los pasos que se daban en tiempo real, ni la sensación subjetiva de importancia cardinal del acontecimiento. No fue así ante la destrucción de las torres gemelas, por lo repentino e inesperado del suceso, a la par que por su carácter luctuoso y consumado. Sospecho que la luna y el fondo de la mina tienen en común algo de inverosimilitud y lejanía, de distancia inaprensible e inhospitalidad, siempre opuesta al mundo real y cotidiano, emparentando gestáltica y visualmente a aquel Armstrong con este Gómez. Hasta parecía que la velocidad de la cápsula de rescate seguía el ritmo de las exigencias publicitarias. El empresario televisivo, ya en plena acción de rescate simplificó y unificó aún más el mensaje. Despojado de la necesidad de dar detalles técnicos enfatizó su exégesis del hecho, expuso sus deseos y hasta confesó sus dotes sobrenaturales. Por un lado realizó una genérica denuncia y reconocimiento de la inseguridad laboral y su interés en la necesidad de transformar esa realidad, cosa desmentida por la continuidad de las condiciones laborales en la minería. Por otro, reiteró empalagosamente la cantinela somnífera de la unidad nacional que es uno de los grandes impedimentos ideológicos para establecer las diferencias en las responsabilidades políticas ante la mortandad obrera. Por último, al exhibir su sobrenatural capacidad interpretativa a través de los más burdos lugares comunes de capacidad comunicativa con Dios y hasta interpretativa del sentido de cada lágrima, de cada gesto o de cada abrazo.
El resultado no se hizo esperar. Según una encuesta reciente, su índice de aprobación ha dado un salto de diez puntos hasta alcanzar el 56%. Al modo de un buen actor, construyó un personaje con dosis de líder ético, resolutivo y principista ante la vida, a la par que justiciero para castigar a los responsables del accidente que atrapó a los inocentes trabajadores. Pretende sostener que en la mina San José hubo un accidente producto de la irresponsabilidad aislada de sus dueños, soslayando por caso que además de ese accidente, en Chile se produjeron otros 31 accidentes más en lo que va del año, donde perdieron la vida 35 trabajadores, dos más que los que pudieron recatarse en este oportunidad, según el Servicio de Geología y Minería (Sernageomin). Luis Urzúa, el capataz y último minero en salir, ignoraba cuando le pidió a Piñera que los accidentes no se repitan nunca más, que varios compañeros mineros perdieron la vida mientras ellos se encontraban atrapados en el hoyo húmedo y tórrido. Tampoco que quién se hiciera cargo de su salvataje fuera quién propone tender un manto de olvido sobre el régimen que desapareció a su padre del Partido Comunista y asesinó a su padrastro del Partido Socialista. Hace falta mucho más que la hipocresía de un guasón acaudalado para revertir la larga lista de tragedias de la minería chilena ya exaltadas por Neruda frente a la mina de Sewell. Pero el fenómeno no es sólo chileno. Hoy mismo hay dos mineros buscados en la región de Tópoga en Colombia donde acaba de morir otro más. A su vez en Ecuador están atrapados 4 trabajadores a 150 metros de profundidad, en una mina de la provincia ecuatoriana de El Oro, a 750 kilómetros de Quito.
Entretanto hay otros doscientos treinta mineros empleados de la empresa dueña de la mina que tuvieron la fortuna de no estar ese día allí, pero resultan rehenes de la irresponsabilidad. No son nada: no se los echa ni se les paga (al igual que a los 33 pero con menor visibilidad). Si se emplearan con otro patrón podría complicarseles la obtención de la indemnización. Los mineros marcharon por tercera vez por el centro de Copiapó pidiendo, además, que se les paguen los meses adeudados y los aguinaldos. El gobierno, a pesar del discurso de Piñera señalando que la verdadera riqueza no eran las minas sino los mineros y que intervendría modificando las condiciones laborales, ni siquiera interviene opinando ante esta vergonzosa expropiación a los trabajadores. Incluso lo ratifica, con el ya señalado monopolio informativo que silencia la protesta. Al punto que ni siquiera se les permitió a los trabajadores estar cerca de la tarima del rescate, o del campamento con los familiares, para que puedan volver a encontrarse con sus compañeros. La mayoría lo vio por televisión, como todos los receptores del discurso de este Berlusconi sudamericano
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