Por Sebastián Ruiz Cabrera*
1 de octubre, 2010.- La ruptura con los lazos coloniales, primero alemanes y posteriormente británicos, supuso tras varios vaivenes político-administrativos el nacimiento de la República Unida de Tanzania en 1964. Con la creación de este nuevo contexto, el lienzo quedaba a disposición de los nuevos políticos, que tendrían como principal objetivo esbozar las líneas de acción para pintar con óleos renovados el camino hacia las vías del desarrollo.
Después de casi medio siglo, la reciente historia vivida por esta república africana ha motivado una abultada literatura con un denominador común: el exitoso desarrollo del país impulsado por las políticas económicas liberales desde la segunda mitad de la década de los ochenta. La primera pregunta conduce a un viejo debate, esquivo y siempre actual, dominado por las teorías económicas ortodoxas.
¿El crecimiento económico trae implícito el desarrollo social y humano?
Tras el período comprendido entre 1964 y 1985 (la época del socialismo tanzano o Ujamaa, liderado por Julius Nyerere, y a su posterior caída), el cambio de paradigma grabó el punto de inflexión en la retina de economistas, investigadores y, de manera especial, en la población tanzana. Los indicadores utilizados desde las principales instituciones internacionales en apenas una década comenzaban a denotar síntomas de mejora: aumento del producto interior bruto (PIB), referente inequívoco del crecimiento de un país para la economía convencional, aumento del ingreso real por habitante, de las exportaciones o de la Inversión Extranjera Directa (IED).
Efectivamente, uno de los alumnos aventajados del Fondo Monetario Internacional (FMI), del Banco Mundial (BM) y de la Organización Mundial del Comercio (OMC) tenía, veinte años más tarde, otra fisonomía. Finalmente, la respuesta a esta segunda pregunta, a menudo, hace mutis por el foro: ¿El cambio producido ha sido estructural? ¿A costa de qué o de quiénes Tanzania habla al son occidental?
Descolonización del imaginario colectivo
La Tanzania independiente conformaba un país donde aproximadamente el 90 por ciento de la población vivía en el campo y cuya mayoría dependía de la agricultura de subsistencia (Kassam, 1994). En este contexto encuadrado en plena Guerra Fría, los países occidentales utilizaron grandes cantidades de dinero, traducido como ayuda al desarrollo, para apoyar las metas geopolíticas e ideológicas en los patios traseros del tablero internacional: América Latina, Asia y África. Efectivamente, la fase de implementación del primer Plan de Desarrollo de Tanzania (1964) fue testigo de cómo cerca de tres cuartas partes de la inversión del gobierno se había apoyado en la ayuda y en la inversión extranjera. Como contrapunto, la Declaración de Arusha de 1967 fue la ruptura del gobierno tanzano con los patrones de desarrollo que se estaban reproduciendo en aquel momento en otras naciones africanas.
Un año después de la salida de Julius Nyerere del poder, los programas de ajuste estructural (PAE) implementados por el FMI y el BM tomaban su escaño en calidad de gurús económicos con recetas clave para el crecimiento económico: apertura y flexibilidad como remedios milagrosos. En coordenadas distintas, el patrón se repitió, y en aproximadamente quince años bisagra (1980-1995) los modelos políticos y también económicos que configuraban el África Subsahariana fueron cuestionados. En nombre de las ventajas comparativas, las instituciones nacidas de los acuerdos de Bretton Woods forzaron a liberalizar el comercio de los productos agrícolas, la que había sido la principal apuesta del gobierno del Ujamaa, y pusieron el acento en la promoción de cultivos de exportación para devolver la deuda en detrimento de las huertas; ésta, precisamente, es una de las causas de la sobredimensión de productos subvencionados procedentes de los países desarrollados en los mercados nacionales del Sur.
Con la oportunidad que brinda la perspectiva histórica, el momento de aplicación de estas políticas en Tanzania, a partir de 1986 (1), puede ser un buen ejemplo para desagregar los datos oficiales y considerar las relaciones desiguales que se daban y reproducían en el país en un contexto internacional.
La importancia encorsetada del supuesto fracaso tanzano tiene más relación con la ruptura que el propio socialismo representaba en los nuevos parámetros impuestos para África que con los factores estrictamente económicos o productivos. Aunque Nyerere se resistió durante mucho tiempo a que se firmaran los primeros acuerdos con el FMI y, de hecho, eso no fue posible hasta su salida del gobierno, el discurso del fracaso era la justificación perfecta para una aplicación radical de los PAE.
Bajo este punto de vista se puede cuestionar el razonamiento que dominó entonces. Sin embargo, ¿hasta qué punto la crisis tanzana era más profunda que la que vivían otros países africanos que habían adoptado el liberalismo económico como estrategia inicial? Aunque la respuesta no sea sencilla y, en la línea argumentativa de Lofchie (1976), lo cierto es que los campesinos tanzanos sí tenían una clara consciencia de dónde venía su subdesarrollo.
Ayuda, ayuda y ¿más ayuda?
Antes de dejar el gobierno, quedó claro que la insistencia de Nyerere por el desarrollo centralizado tenía un fundamento más que pragmático: la no dependencia excesiva del exterior. Durante la década de los setenta, Tanzania recibió 783 millones de dólares de ayuda de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y, sólo en 1982, el nivel llegó a los 600 millones de dólares (Meredith, 2005). Según el último informe de este año de la OCDE, los datos reflejan cómo la subordinación a esta fuente de financiación sigue creciendo: durante la década de los ochenta la media fue de 1.584 millones de dólares y en los noventa de 1.421. Desde el 2000 hasta el 2008, el promedio de ayuda ascendió a los 2.024 millones de dólares.
Esta dependencia de la ayuda de los donantes tiene dos momentos concretos encuadrados en el cambio de presidencia en el país por Ali Hassan Mwiny, en 1985: el primero fue el desmantelamiento del sistema de producción socialista y el segundo estuvo motivado por la “asfixia de la ayuda” que se dio en los 90, cuando los donantes, en especial el FMI, apreciaron problemas relacionados con la evasión fiscal, la corrupción y, naturalmente, con la efectividad de la ayuda (Ronsholt, 2002). Con el restablecimiento de las relaciones donante-receptor, la condicionalidad volvió a ser la tónica. Pero el cambio en la hoja de ruta ya era palpable: al final de los 90, todos los esfuerzos iban dirigidos hacia el alivio de la deuda.
Hoy, Tanzania recibe ayuda de cerca de 50 agencias de donantes multilaterales y bilaterales; el mayor, el Banco Mundial, con un 20 por ciento del total. Pero toda esa entrada de capitales, al mismo tiempo que esencial en cualquier proceso de desarrollo y transición al capitalismo, puede ser arriesgada. De manera que, ¿cuáles son los riesgos de una dependencia tan profunda? Algunos de ellos, como subraya Oya (2005), son los siguientes: la fuga de cerebros, especialmente en países con escasos recursos humanos; la reducción de la capacidad del gobierno de generar o movilizar ingresos fiscales dada la multiplicación de esfuerzos para administrar la ayuda y la deuda; las distorsiones en las estructuras de pago y en el sistema presupuestario; o la pasividad para reformar el sistema de desembolso de la AOD fragmentado y complejo que, entre otros problemas, ocasiona una distracciones y rutinas innecesarias.
Sensacionalismo y visibilidad frente a políticas eficaces
Después de la cacareada transformación de Tanzania, los índices de desarrollo humano iluminan en rojo un secreto a voces: la población pobre ha aumentado alcanzando la cifra de 12,9 millones en 2007, según el último informe de la ONU de diciembre de 2009. Éste y otros indicadores, como la tasa de desempleo (que no contabiliza el trabajo informal), o la cantidad de personas infectadas por el VIH u otras enfermedades menos mediáticas como la diarrea, siguen empañando el buenhacer de las políticas neoliberales. La opción más práctica ha sido implementar los PRSP (documentos de estrategia de reducción de la pobreza) para normalizar la imagen del continente aplicando unas medidas comunes y a la espera de resultados exitosos y también comunes. Tanzania, como buen alumno, los está implementando desde el año 2001. Los objetivos propuestos para alcanzar antes de 2025 son estos cinco: alta calidad de vida; paz, estabilidad y unidad; buena gobernanza; una sociedad educada y una economía con altos índices de crecimiento.
Sin embargo, más allá de las buenas intenciones, se impone un modelo que perpetúa el sistema hegemónico neoliberal con un enfoque circunscrito y miope sobre las opciones de desarrollo de Tanzania, que vuelve a reproducir las anteriores políticas de ajuste estructural. Si antes no funcionaron ¿por qué ahora sí lo harán?
Por partes. El principal eje que sustenta estos planes de actuación lo forma un triángulo de hierro compuesto por las instituciones internacionales, los ministerios claves del Gobierno y la maquinaria de los donantes (Gould y Ojanen, 2003). Bajo este esquema, las partidas presupuestarias, una vez más, han dado prioridad a problemas de largo plazo como los factores para el aumento de la productividad, el empleo, la viabilidad de las pequeñas explotaciones agrícolas o los vínculos agroindustriales frente a las asignaciones para el gasto social como la salud y la educación primaria. Mientras tanto, la ayuda internacional sigue en aumento para aplicar los PRSP, y el control y la regulación de esta entrada de capital sigue siendo inexistente. Este factor puede agudizar una nueva y rápida deuda para la inversión en el sector social.
Actualmente, un desarrollo alternativo que no implique necesariamente un aumento del PIB como elemento principal, propuesta realizada desde los grupos independientes tanzanos, queda desterrada y subordinada a la gran maquinaria de la cooperación transnacional, que está desempeñando el rol sustitutivo de representante de la sociedad civil. La creciente descentralización del Estado y la consecuente desregularización del sistema económico y financiero reproduce un binomio maltrecho entre la manera de hacer política y su aplicación que dificulta el objetivo principal: reducir la pobreza de una manera efectiva.
Conclusión
El milagro de la transformación económica de Tanzania en apenas dos décadas, como lo tildan los economistas del FMI y el BM, muestra una realidad sesgada e interesada. La apuesta por un crecimiento en términos monetarios no implica necesariamente que los beneficios sean redistribuidos entre la población y que las brechas existentes se reduzcan como consecuencia directa de la aplicación de los programas de ajuste. Empíricamente, las recetas neoliberales de liberalización y desregulación no están ayudando a reducir los índices de pobreza, más allá de éxitos puntuales y parciales, como tampoco la AOD.
Para ello, el Estado tiene la necesidad de revertir las entradas de capital para destinarlas a la inversión pública y así aplicar un sistema efectivo de regulación para reducir la pobreza; sin embargo, antes tiene que aumentar su tamaño y sus capacidades de gestión, mermadas por la subordinación a las condicionalidades de las instituciones internacionales y de los propios donantes. Por último, las políticas en educación primaria y en materia de sanidad tienen que pasar a ser prioritarias alterando su posición con otras medidas, enfocadas a largo plazo, y que ostentan la máxima prioridad.
Nota:
(1) En el año 1986 también entraron en vigor los PAE en los siguientes países africanos: Burundi, Congo, Gambia, Nigeria, Sierra Leona, Túnez y Zambia.
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* Sebastián Ruiz Cabrera es periodista, colaborador de Diagonal y de ATTAC
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