Un chico de 23 años fue a acompañar una protesta obrera. Intentaba, junto a otros compañeros de su partido y algunos de los damnificados directos de discriminaciones laborales, cortar vías ferroviarias que se extienden populosas por los barrios humildes de la periferia porteña. Algo tácticamente insolidario, sin embargo, con los sectores sociales usuarios del derruido y cuasi excluyente servicio de transporte, aunque extendido y generalizado como método de protesta en el país, no sólo ya por las clases populares sino también por la propia oligarquía. Una particularidad más de la empobrecida cultura política nacional como es la generalización indiferenciada del llamado “piquete”, en este caso con modos ferroviarios. La manifestación en cuestión fue una de las múltiples habidas en demanda de la equiparación de salarios e incorporación a planta permanente de los tantos obreros precarizados. Un reclamo justo en nuestra opinión, pero que independientemente de su valoración concreta, es sólo un reclamo al fin, una demanda, una simple solicitud. Un pedido que reverbera, además, en los fondos ideológicos de un pozo histórico al que fueron arrojados por el neoliberalismo (también de cuño peronista) los restos del desmantelado ferrocarril nacional hoy privatizado.
El muchacho ya no vive. El sólo hecho de que exista un lazo fáctico entre protesta y muerte hiela la sangre, humilla la razón y desafía la significación del presente. Su muerte desnuda los límites de la palabra y excede lo soportable en materia de indignación, impotencia y sensibilidad humana. No sólo sus familiares y seres queridos están sin consuelo, sino que debiera estarlo todo un amplio arco de la ciudadanía que alguna vez alzó la voz ante lo que creyó injusto, se puso en marcha, se organizó, participó de algún modo, se solidarizó con alguien o con algo. Mariano Ferreyra se llamaba y tenía sueños y fantasías tanto colectivas como individuales: una utopía socialista evidente por su filiación, estudiar historia y ejercer el profesorado, entre muchas otras de diverso orden que seguramente desconozcamos. Era un chico con una vida por delante, para ser vivida. Ese mismo día cayó malherida en la misma emboscada Elsa Rodríguez quien llegó analfabeta hace muchos años de su Uruguay natal, sobrevivía como empleada doméstica y hoy agoniza con un balazo en el cráneo. Y Nelson Aguirre que, a pesar de haber recibido dos disparos, no sufrió lesiones de consideración y fue dado de alta luego de su internación. Ninguno era ferroviario, sino que se sintieron llamados por la solidaridad social y de clase y todos pertenecían al mismo partido, una expresión política de la fragmentaria y políticamente insignificante izquierda argentina. Precisamente ejercían una forma potente de práctica ciudadana, como lo es la expresión pública, la organización y la pretensión de influencia en el destino de la vida política y social. De forma tal que la ciudadanía toda fue baleada ese día y la ciudadanía toda pertenece transitoriamente a ese partido al que las víctimas adherían. Todos eran, en consecuencia, nuestros compañeros. La política permite una amplia gama de matices. La muerte no: se está contra ella o se la alienta y justifica. ¿A quién puede importarle lo que demanden sino sólo el irrenunciable derecho a hacerlo? Para ello es indispensable vivir.
Sin embargo, en este caso, a diferencia de otras tantas víctimas fatales de la protesta social argentina, los militantes no fueron blanco de la represión policial (aunque se investiga si no lo fueron de su omisión) sino de una patota presumiblemente identificada y dirigida por los que deberían defender los intereses de los trabajadores: la conducción del sindicato ferroviario, de extracción peronista oficial. No es ajena a la historia del movimiento obrero argentino la constitución de núcleos pesados, de barras armadas y amenazantes que rodean y acompañan los gestos y expresiones de las direcciones sindicales, casi exclusivamente peronistas. Inclusive la propia cultura política en general está imbuida más genéricamente de los signos efusivos de las hinchadas futbolísticas y sus barras y matones, los estilos amenazantes, las estridencias y las bravuconadas. La propia estética lo señala con el uso de bombos, banderas y petardos, hasta la naturaleza de los cánticos. Algo que terminó infundiéndose en el resto del espectro político, particularmente el popular. Llamaría mucho la atención una marcha silenciosa argentina, una expresión unitaria despojada de los signos desafiantes de la confrontación física, la segmentación y la bandería.
El peronismo, si bien constituye un movimiento bonapartista y de conciliación de clases, se diferencia claramente de otras expresiones políticas pactistas como la socialdemocracia, entre otras razones, por su ambigua relación con la violencia. Por un lado, por su carácter hegemonista, de bajo nivel de tolerancia y capacidad de convivencia allí donde exista otra conducción o se dispute la propia. Por otro, por ser alternativamente víctima y victimario, según el momento y lugar específico en que lo circunscribamos históricamente. Ultima y es ultimado, según la ocasión histórica. Muchos de sus militantes han sido martirizados por la represión como también la han ejercido cuando estuvo en juego su hegemonía o acceso al poder. Aunque será la investigación judicial e histórica la que tenga finalmente la última palabra, pareciera ser la inmediata conclusión de esta masacre que comentamos. La naturaleza política del crimen no queda disuelta reemplazando la policía por una fracción gangsteril germinada y nutrida al interior del aparato político o sindical oficialista.
De todas formas, si bien ambivalente en general, ha sido recurrente el “antagonismo con la izquierda combativa de inspiración marxista, surgida dentro o fuera de sus filas”, como sostiene el sociólogo Eduardo Fidanza en el matutino argentino La Nación. En tal sentido el ideal peronista consistiría en que la izquierda acompañe acríticamente las concesiones graciosas que desde el más acabado de los personalismos se producen a consecuencia de las tácticas seductoras de reproducción de su propio poder y hegemonía, o al menos que esa disputa no alcance nunca el poder concreto y sus intereses materiales conexos.
Estas someras líneas descriptivas no contradicen la emergencia de fracciones progresistas que se suceden con carácter casi generacional, como el actual matrimonio presidencial al que sin duda preferiremos, antes que a “su padre” Duhalde y “su abuelo” Menem, de quienes derivan ideológica y partidariamente. Tampoco deberíamos despreciar la intención e iniciativa de evitar que las fuerzas represivas intervengan en la protesta social. Siempre que no sean entonces sus aliados y compañeros, como parece ser en este caso, quienes la ejerzan criminalmente encubiertos en los recodos sombríos de la mafiosa vida sindical.
La historia reciente está regada con la sangre de las luchas populares. Sin ir muy lejos en el tiempo, sólo el gobierno de la Alianza, recién entrado el siglo XXI, produjo casi 50 muertos en la protesta social. Nadie podrá olvidar, superado ese período histórico, la masacre de Avellaneda y sus víctimas Kosteki y Santillán. Pero el propio kirchnerismo también tiene las suyas, a pesar de sus creíbles esfuerzos para evitarlo sobre todo por los costos políticos que la represión supone y cuya preocupación el “padre” Duhalde habrá transmitido testamentariamente en el sentido político del término. Evidentemente la existencia del peronismo y del sindicalismo peronista en particular, requiere no sólo la valorable intención de evitar la intervención de las fuerzas represivas en la protesta sino la intervención de sus propias patotas mafiosas que se exhiben ominosamente y se naturalizan en el escenario político argentino.
Si no se cuestiona de fondo la relación estructural entre dirigentes y mafiosos, entre representantes de trabajadores y capitalistas, sólo se asistirá a un permanente cambio de roles. Como por ejemplo el que podría derivarse ingenuamente del hecho de que el actual secretario general de la CGT, el camionero Hugo Moyano, tomara distancia de su colega ferroviario Pedraza instando a la resolución del conflicto y condenando tácitamente el patoterismo, cuando sólo forma parte de la ambivalencia aludida, del proceso de gestar y abortar en el mismo acto. No debería olvidarse que el propio chofer Quiroz del secretario general fue quién disparó contra la fracción sindical de la UOCRA en un ridículo conflicto simbólico-político en la quinta de San Vicente con motivo del traslado de los restos de Perón. Las armas siempre han resguardado de cerca el ejercicio del poder sindical, tanto como todas las artimañas autoreproductivas con las que se perpetúan en el poder y se autonomizan.
Pero no se puede explicar esta dramática realidad argentina sin las penurias y miserias de sus opciones antagonistas. Las izquierdas no han (no hemos!!!) podido construir en Argentina alternativa alguna. Ni intelectual, ni mucho menos, políticamente. Sin duda serán necesarias nuevas direcciones y expresiones políticas de los trabajadores. No sólo superadoras del peronismo sino también de una izquierda regurgitante y esclerosada que lleva décadas acumulando frustraciones e impotencias. Las que no se explican sólo por el imperio de las mafias, sus latidos criminales y sus armas asesinas.
Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
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