Luego de la visita de la diputada Marcela Sabat (ver "Mentes Brillantes", crónica anterior a esta saga) el padre Jacinto había quedado inquieto. Después de haberse desvelado durante dos noches seguidas pensando en el escote de la susodicah, jacinto se dio cuenta que el demonio lo estaba rondando nuevamente, y que debía tomar medidas drásticas
Lo primero que hizo fue sacar de su biblioteca los libros que pudieran “despertar su imaginación”, y guardó en una caja en la bodega la versión completa de “Las Mil y Una Noches”, y un viejo y gastado ejemplar del libro de cuentos “Setenta Veces Siete” de Delmiro Sáez que lo acompañaban desde su adolescencia, dejando sólo textos probadamente piadosos, como los siete tomos de “La Vida de los Santos”, y la colección completa de los “Discursos del Papa Pío XII” que había recibido como regalo de ordenación.
Además, había suprimido las siestas y se había propuesto subir y bajar por los cerros de Valparaíso durante al menos dos horas cada día, con el propósito de llegar agotado al final de la jornada, y así dormir como un tronco y evitar desvelos inconvenientes.
El miércoles, día de las confesiones, Jacinto terminó su almuerzo tomando dos tazas de café muy cargado para mantenerse bien despierto, y se dirigió hasta la Capilla. Cuando entró a la nave no vio a nadie. Pensó que había llegado demasiado temprano. Se dirigió hasta el confesionario y se sentó a esperar. Casi de inmediato sintió los pasos de un feligrés dirigirse hasta él. Abrió la celosía y aguardó la confesión del político de turno. Sin embargo algo extraño pasaba. El feligrés se había arrodillado en el lugar correspondiente, pero su cara quedaba muy debajo de la celosía. Ante esto el feligrés se puso de pie, pero entonces su rostro quedaba muy arriba de la ventanilla, impidiendo igualmente su comunicación con el sacerdote. De improviso, el feligrés estalló en un sollozo desgarrador.
Sorprendido, Jacinto salió del confesionario y se acercó al feligrés. En un comienzo le pareció que estaba frente a un niño. Sólo cuando lo tomó del brazo para ayudarlo a ponerse de pie, el sacerdote se dio cuenta que se trataba de un hombre adulto, pero de muy baja estatura. Con suavidad, Jacinto condujo al pequeño y atribulado feligrés hasta uno de los bancos de la Iglesia, y le pidió que tomara asiento.
- Cálmate hijo. No llores –le dijo Jacinto, tratando de consolarlo-Cuéntame qué es lo que te pasa.
- ¿Acaso no se dio cuenta, padre? –le dijo el atribulado muchacho, sin dejar de llorar- Con mi estatura ni siquiera puedo confesarme tranquilo.
Con la cabeza entre las manos volvió a estallar en llanto. Conmovido Jacinto lo tomó del brazo, y esperó durante algunos minutos a que el muchacho se calmara. Cuando lo notó más tranquilo, le dijo:
- A ver hijo, dime qué es lo que te tiene tan angustiado.
- Soy un enano, padre, un maldito enano –le dijo el feligrés, secándose las lágrimas con un pañuelo
- Tranquilízate hijo –le dijo Jacinto- No es para tanto. Es cierto que eres bajo de estatura, pero lo que miden las personas no es lo importante. A Dios le interesa la estatura del alma de sus hijos.
- No me venga con huevadas, padre –le dijo el hombrecito con voz agria- Esas son palabras huecas que vengo escuchando desde que era un niño. Claro, para usted, que mide 1,78, es fácil decirlo. Usted no se imagina lo que yo he tenido que soportar.
Sorprendido ante la agresividad del feligrés, Jacinto prefirió dejar que éste se desahogara y guardó silencio.
-Mire padre, yo no tengo la menor idea de lo que hicieron los pelotudos de mis padre para que Dios los castigara con un hijo como yo –exclamó el muchacho alzando la voz- ¡Pero esa era una huevada de ellos! Si ellos la cagaron en algo, lo justo es que Dios los castigara a ellos. No a mí. ¿Qué hice yo para merecer este castigo?
-¿Y por qué piensas que tu baja estatura es un castigo de Dios? -preguntó Jacinto con voz suave- Los designios de Dios son misteriosos, y como te decía antes, lo que importa no es la estatura del cuerpo…
- Y va a seguir hablando leseras, cura –estalló el muchacho- ¿Se imagina usted lo que fue estudiar en un Liceo de Hombres, siendo el enanito del curso? ¿Sabe usted lo que es pasarse horas y horas adentro de un estante, o adentro de un bolsón porque los grandotes del curso andaban con ganas de hacerse los chistosos?
- Entiendo que debe haber sido duro, hijo –le dijo Jacinto en tono conciliador- Me imagino que lo pasaste mal. Los niños son crueles.
- No sólo los niños padre, -dijo el muchacho, algo más tranquilo- También los jóvenes y los adultos. En la Universidad me siguieron tratando mal, y humillándome, y eso que era la Universidad de Las Condes, a donde va pura gente bien.
- Te entiendo hijo. Pero tienes que sacar ese rencor de tu corazón –le explicó paternalmente Jacinto- Tienes que perdonar a los que te trataron mal, tal como nuestro señor perdonó a…
- ¡¡¿Perdonar?!! ¡¡Ni cagando, padre!! –gritó el muchacho interrumpiéndolo- No perdono a nadie. A nadie. Por eso me hice fiscal, para cagarme a todos los imbéciles que midan más de un metro sesenta. Viera usted como se cagaban enteros en los interrogatorios. Sentados y esposados ya no me podían mirar de arriba para abajo. Viera con el respeto que me trataban todos: don Alejandro para arriba; Fiscal Peña para abajo. Hubiese visto padre. Yo estaba feliz en esa pega, pero lamentablemente se acabó.
- ¿Y qué te pasó hijo? –preguntó Jacinto- ¿Por qué dejaste de trabajar ahí si te gustaba tanto?
- Pura mala suerte, padre –le dijo apesadumbrado el feligrés, ya bastante más tranquilo- Me tocó investigar el caso de una bombas de ruido, y se me pasó la mano. Los principales sospechosos eran tipo altos, de más de un metro ochenta, así que imagínese las ganas que les tenía, pero me sobreactué, inventé pruebas, manipulé los testimonios. Estuve mal. Me cegó el odió y se notó mucho.
- Pero el hecho que reconozcas tus faltas es ya un avance, hijo –le dijo Jacinto emocionado- Te diste cuenta que estabas actuando mal, y enmendaste tus errores.
- No padre. No estoy arrepentido de haberme cagado a esos terroristas de mierda –le dijo el muchacho con tono duro- De lo que me arrepiento es que me hayan pillado. Por suerte don Rodrigo supo apreciar mis talentos, y me ofreció una tremenda pega.
- ¿Don Rodrigo? ¿Quién es don Rodrigo? –pregunto Jacinto.
- Parece que es cierto que usted no lee diarios, no ve tele y no oye radio, padre. Cuando leí eso en su carpeta me costó creerlo –le dijo el feligrés- Don Rodrigo es el Ministro del Interior. Yo ahora soy el asesor estrella de ese Ministerio en materias de seguridad. Nada mal para medir menos de un metro cincuenta. ¿No le parece?
- Espera un momento –lo interrumpió molesto Jacinto- ¿Cómo es eso qué viste una carpeta mía? ¿Es que acaso me investigaste?
- Pero por supuesto, padre. ¿O acaso usted creía que una tarea tan delicada como la de recibir la confesión de nuestros políticos podía quedar en manos de cualquiera? –preguntó el feligrés- Por supuesto que no, pues. Lo investigamos a usted al revés y al derecho. En realidad, nosotros los investigamos a todos….
- ¿Cómo que a todos? –preguntó Jacinto
- A todos, pues padre –respondió muy seguro el ex fiscal- Los terroristas pueden estar en todas partes. Por ejemplo la señora que lo atiende aquí en la Parroquia….
- ¿La señora Ana? –preguntó incrédulo Jacinto- ¿Investigaron a la señora Ana?
- Obvio, padre –dijo el feligrés- Le apuesto que usted no sabe que la señora Ana tiene una hermana que se casó con un contador que cuando era joven tuvo una noviecita que era vecina de un militante del Partido Comunista. ¿Se da cuenta padre cómo en todos tenemos secretitos ocultos?
- Pero hijo –dijo molesto Jacinto- No te parece que el vecino del amor de juventud de su cuñado es un vínculo demasiado lejano.
- Usted es un buen hombre, padre –le dijo el ex fiscal, en un tono que pretendía ser amable- pero el mundo está lleno de maldad. Don Rodrigo lo entiende. Por eso los vamos a investigar a todos. Vamos a saber lo que piensan todos los ciudadanos, lo que escriben, lo que sueñan y lo que comen. Tenemos que tenerlos a todos bajo control. Esa es mi tarea. Esa es mi misión en la vida.
- Cálmate, hijo –le dijo Jacinto, al ver que el feligrés se había emocionado hasta las lágrimas- Pero no nos olvidemos de lo importante. Tú venías a confesarte. Cuéntame cuál es tu pecado.
-La envidia, padre. Envidio a todos los hombres que miden más de un metro sesenta –dijo compungido el ex fiscal- Cuando los veo caminar por la calle, o me los topo en la oficina o en el metro, no puedo evitar ponerme verde de envidia y desearles todo el mal posible.
- Es grave tu pecado hijo- le dijo el sacerdote- La envidia envenena el alma.
- Lo sé padre-le dijo el feligrés- Pero nunca he podido evitarlo.
- Dios te ayudará a superar ese pecado, hijo –le dijo Jacinto- pero tienes que arrepentirte de corazón.
El feligrés guardó silencio. Luego de unos instantes miró su reloj y se puso de pie, y extendiendo su mano para despedirse del sacerdote, le dijo:
- Es tarde padre, me tengo que ir. Ah… y aprovecho de contarle que la enfermera peruana que “lo atendió” cuando usted estuvo hospitalizado en Arequipa (ver el primer episodio de esta saga “El Capellán en las Sombras) murió el mes pasado. Su secreto está a salvo.
-Un momento, hijo- le dijo Jacinto molesto- No te puedes ir. Falta tu penitencia.
-¿Penitencia? –preguntó sorprendido el ex fiscal.
- Por supuesto hijo. Toda confesión conlleva una penitencia que permite absolver los pecados –explicó Jacinto con un tono levemente irónico- A ver dime ¿a cuánta gente investigaste desde que asumiste el cargo de asesor en el Ministerio del Interior?
El ex fiscal sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta una libretita de tapas negras, y luego de pasar unas hojas, dijo con tono seguro:
- A 432 sospechosos de terrorismo, padre.
-¿Sospechosos de terrorismo como la señora Ana? –preguntó Jacinto sin poder disimular el sarcasmo.
-Si, padre- respondió el feligrés.
- Bueno, entonces antes de irte vas a rezar 432 Padre Nuestro y 432 Ave María, sin que te falte ninguno. Sólo cuando hayas terminado podrás irte. Te sugiero que empieces de inmediato.
Sorprendido y molesto el ex fiscal vio a alejarse al padre Jacinto, y cuando éste salió de la Capilla, se arrodilló y empezó a rezar.
Casi seis horas más tarde, desde la ventana de su pieza en el segundo piso de la Casa Parroquial, Jacinto vio salir al ex fiscal evidentemente cansado, dirigirse a paso lento hasta un auto que lo esperaba estacionado en la calle.
Sin poder disimular una sonrisa, Jacinto se sentó en su escritorio y anotó en el cuaderno verde que le había regalado el obispo: “Anda espiar a tu abuela, enano maldito”.
@Eternauta_scl
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