miércoles, 12 de enero de 2011

Somos lo que jugamos - Gustavo Duch

Llevaba tiempo observándoles. Llegaban por la noche arrastrando cada uno de ellos un carrito con las conquistas del día: ropa usada, pedazos de electrodomésticos inservibles y otras cosas desechadas. Bajo las uralitas del antiguo almacén encendían fuego en un bidón… y empezaban a jugar. El tablero de juego consistía en ocho envases de yogur entre cosidos en línea y otros ocho igual, enfrentados, que a velocidad de vértigo llenaban y vaciaban con garbanzos secos. Perdí la timidez y les pregunté -y me explicaron- que jugaban al Awalé. Busqué información. Tres inmigrantes: dos africanos y un asiático, sabían jugar al juego más jugado en el mundo, el Manqala y en particular a su modalidad del Awalé. Parece que los primeros Manqalas datan del siglo VII, después de Cristo, y han sido localizados en la zona del Golfo de Guinea. Desde allí el juego se extendió por toda África y hoy son muchas las variaciones del juego, lo que se explica por una trasmisión del juego oral, sin instrucciones fijas, de tribu a tribu Biodiversión frente a monodiversión

Fueron los comerciantes árabes que frecuentaban la costa oeste africana quienes introdujeron los Manqala en el Oriente Medio y de allí, siguiendo las rutas comerciales, se expandió por toda Asia. Con los ‘mercados de esclavos’ llegó también a las costas americanas. El juego ganó rápidamente muchos adeptos porque «obliga a pensar», me decían. Se sabe que los guerreros de Ghana jugaban al Awalé justo antes de ir a la guerra para poner a prueba su inteligencia y sus habilidades mentales. Y si su rey moría, organizaban unas partidas de Awalé, quien ganara acababa siendo el sucesor Ejércitos y Monarquías intelectuales. Incluso hay quien dice que con esos tableros se iniciaron sistemas contables. ¿Lo copió Gates para sus hojas de cálculo?

Los instrumentos para jugar son sencillos y en las familias africanas es fácil encontrarse con Awalés hechos por ellas mismas: un trozo de madera excavado y semillas recolectadas. O mis amigos, con una versión reciclada. Juegos irrompibles, sin baterías ni cables. El objetivo del juego es ir recolectando las semillas que nosotros mismos hemos ido sembrando en los pocillos y acabar -claro- con el saco más grande que tu contrincante. Para jugar, una cosa previa es importante, disponer de todas las 64 fichas iguales. Garbanzos o cualquier clase de semillas que no puedan diferenciarse -no hay blancas y negras- y así no pertenecen a ningún jugador. Saben, como gentes que son del campo, que «las semillas son de quien las necesita» Prohibición pues de las patentes de semillas y de las semillas transgénicas.

La estrategia de juego es clara: «Sembrar como es debido si se quiere cosechar como es debido» pero respetando dos normas sagradas. Primero, «no se puede eliminar al adversario» pues si así fuera también se destruiría la tierra que él cultiva. Quien lo hiciera por error, perdería la partida. «Quien destruye la tierra donde cosecha, no podrá cosechar nunca más» dicen los jugadores de Awalé interpelando directamente a la agroindustria, que parece no saber nada de sostenibilidad. Segundo, «no se puede dejar pasar hambre al adversario». Si nuestro rival se queda sin semillas, debemos ceder de las nuestras para que pueda seguir jugando. ¿Solidaridad o hermandad? ‘Te la como y cuento veinte’. ‘Jaque mate’. ‘Vaya a la Cárcel y si quiere quedar libre pague a la Caja 50euros’… y otras expresiones son habituales en nuestros juegos de mesa. Blancas contra negras; quien antes llega, gana; quien más dinero acumula gana… podrían ser espejos de racismo, apresuramiento o acaparamiento, comportamientos que se podrían encasillar -pues de juegos hablamos- como propios de un modelo de vida capitalista.


El Awalé, me dicen junto al fuego, se aprende en menos de cinco minutos. Un buen método para recuperar actitudes de convivencia, respeto, solidaridad y -cómo no- risas y diversión Sin diversión no hay revolución.









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