Por Joel del Río (Alma Mater)
Se autoproclaman reinas de la noche, la una desde El Mejunje santaclareño y la otra en los muy citadinos barrios de Diez de Octubre, en La Habana. Vanessa y Samantha quieren parecer dos mujeronas fatales, emperatrices del rimel, la uña postiza, el lápiz labial, los altísimos tacones, la pluma y la lentejuela combinadas. Y así irrumpen indomables en sus predios escénicos, hoy un tablado rústico, mañana una azotea con sillas, la semana siguiente un patio ruinoso y discreto.
Hoy, con el apoyo de la cinta grabada en el fondo, se tornan en replicantes de Sarita Montiel, Rosita Fornés o Mina, mañana le tocará el turno a Streissand, Massiel, Judy Garland o a cualquier otra diva de femineidad explícita, hipertrofiada y rutilante. Dietrich es demasiado, con su acento alemán y su estrafalaria costumbre de vestirse de hombre. Para vestirse de hombre no vale la pena pasar por demoledoras dietas ni por rasurados integrales, ni gastar una fortuna en afeites y pelucas. Hace falta que el modelo sea hembra inequívoca. El travesti se ha naturalizado en ciertos circuitos de las noches cubanas, incluidas las fiestas particulares, las calles más céntricas, las guaguas, los taxis y hasta algún que otro club nocturno sin demasiada fama.
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