Especial para El Tiempo
Para orgullo de Colombia el Carnaval Andino de Negros y Blancos de Pasto fue consagrado por UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Se reconoció así una de las manifestaciones más significativas de la inspiración colectiva, creativa, alegre, lúdica e irreverente de la comunidad ubicada al sur de Colombia, en el lomo de la indómita Cordillera de los Andes, celebrada en un entorno de contemplación, éxtasis, ingenio y misterio que debe preservarse como testimonio del carácter de los pastusos, para sí y para la aldea global.
De manera oficial, el carnaval se realiza del 2 al 7 de enero pero en realidad prolonga las fiestas de diciembre. En la vivencia de las comunidades de los barrios y familias de los artesanos es una ilusión permanente, puesto que la elaboración de las carrozas alegóricas que constituyen el evento central de las carnestolendas, el 6 de enero, copa buena parte del año desde que se concibe el motivo hasta la madrugada del día mismo en que se presentan ante un público expectante.
El Carnaval Andino de Negros y Blancos se realiza de manera formal desde hace 80 años, pero hunde sus raíces en los festejos, danzas y ritos agrarios precolombinos al sol y la luna de las tribus pastos y quillacinga (los taquíes o fiestas paganas que escandalizaron a los españoles) y recibe influencias del Calusturinda, el carnaval del pueblo Kamzá del Putumayo, lo que por esa vía lo avecina con el universo amazónico. En la música, los rituales, las costumbres, el lenguaje, la comida y el temperamento de los nariñenses está muy presente el legado de sus ancestros.
Las ruidosas celebraciones de los esclavos, originadas en los actuales departamentos de Antioquia y del Cauca, por el día franco que les reconocieron los amos en ofrenda del rey Melchor, o al obtener su libertad, se señalan como antecedente del Día de los Negros, el 5 de enero. Las procesiones, juras, fiestas reales, autos sacramentales, piezas teatrales, santos reyes y fastos impuestos por el imperio católico español en la conventual Pasto colonial, también imprimieron su huella perdurable en los festejos. De esas tres vertientes culturales es tributario el carnaval. Todo lo cual, tanto en su hibridación como en su diversidad, lo hace único y a la vez universal
Festejo del pueblo, canto a la tierra
Lavíspera de negros y blancos se siente un estado colectivo de ansiedad, la pasión ígnea de los sureños reverbera alborotada aquí y allá. La primera semana de enero, el que atraviese el cañón del Juananbú hacia el sur, entra por la puerta mágica de la fantasía para vivir los días más alucinantes de su vida, caer en el éxtasis de la rumba, el licor y el juego, tras de lo cual le cuesta salir del trance. Siempre querrá regresar.
El Carnaval se inicia el 2 de Enero con la Alborada a la Virgen de las Mercedes, patrona tutelar de la Villaviciosa de la Concepción San Juan de Pasto por orden de su majestad desde los tiempos de la dominación española. En el atrio de la iglesia, una tuna eleva una ofrenda de gratitud, mientras cientos de indígenas y campesinos provenientes de los corregimientos de Pasto se santiguan y encomiendan para iniciar la fiesta.
En la noche, los jóvenes llenan la Plaza del Carnaval con rock, pop, funk, ska y otros géneros, algunos con interesantes fusiones con instrumental y sonidos andinos, al tiempo que en otros escenarios de la ciudad los adultos se dan cita el Festival internacional de tríos, el bolero y la balada. Se abren los tablados populares en los que orquestas nativas y foráneas amenizan una maratón de baile que culmina cuatro días después.
El 3 de enero temprano, el Alcalde de Pasto entrega el bastón de mando a las autoridades indígenas de los corregimientos adyacentes a la ciudad, en un tradicional reconocimiento de su mandato ancestral. Luego, las colonias de los municipios de Nariño que habitan en Pasto, organizadas en comparsas, desfilan por la ciudad exhibiendo la riqueza cultural y la diversidad étnica del departamento, desde la Costa Pacífica con sus marimbas y currulaos hasta las alturas de los Andes y sus aires de nostalgia. Al mediodía, los niños y las niñas hacen suya la celebración, asumiendo la herencia que les trasmiten los mayores para la pervivencia del jolgorio, festejan El Carnavalito.
Al atardecer, llega el Canto a la tierra. En homenaje a la madre eterna de la subsistencia ( la Pacha Mama inca), un desfile de colectivos coreográficos masivo y multicolor atraviesa la ciudad interpretando rondas y cantos andinos, compitiendo por el primer lugar para ganar el honor de liderar el desfile magno del 6 de enero. En los años recientes sobresale Indoamericanto: hasta mil 500 personas danzando al tenor de quenas, capadores, zampoñas, sikuris, flautas y rondadores, ataviadas de manera similar con vistosos disfraces multicolores y antifaces relumbrantes con reminiscencias milenarias.
Con el desfile de La Familia Castañeda , el 4 de enero, se rememora el episodio de comienzos del siglo XX cuando una familia deambulaba extraviada por la ciudad en busca de la vía hacia el Santuario de las Lajas y recibió la atención y albergue de unos pastusos encopados. Pasaje que reivindica la hospitalidad reconocida a los pastusos y nariñenses. En el desfile se pasean escenas de la vida de la ciudad de antaño para el regocijo y la nostalgia. Al final de la parada, Pericles Carnaval lee un jocoso bando para recibir a la familia Castañeda, declarar oficialmente iniciado el festejo y dar rienda suelta a la algarabía. La música andina se toma por tres días consecutivos la Concha Acústica Agustín Agualongo con el Festival Pawari Runa (en quechua: el pueblo alzando vuelo).
Palenque lúdico, juego de blancos y desfile magno
Con la abolición de la esclavitud en 1851, el 5 de enero, tradicional día de asueto ofrecido por los amos, adquirió una connotación de refrendación libertaria. Iniciado en el vecino Cauca, el festejo se expandió al actual Departamento de Nariño, en cuyo litoral Pacífico vive población afrodescendiente sobreviviente de la explotación colonial en los aluviones auríferos de los ríos Güelmambí y Telembí.
Al comienzo, cuadrillas de 10 o más hombres negros, remembrando el cateo de oro, en bulliciosa correría, mediante el uso de tiznes, betunes y hollines embadurnaban el rostro de los blancos en confraternidad festiva. Despuntando el siglo XX, la población de Pasto se dio al goce de untarse mutuamente de negro, entregarse a la parranda y sublimarse a través de otro rostro. Al denominarlo Palenque Lúdico, en la actualidad se reivindica el sitio donde se ocultaban los negros cimarrones tras su huída, al juego como divertimento y aprendizaje, arma encantada para escapar de la rigidez convencional que sobrellevamos, y el componente afro de la cultura nariñense. ¡Una pintica por favor! es el ruego juguetón que se escucha por doquier. Las comunas se toman la ciudad.
El día de los blancos, o de reyes, sigue la secuencia. Según la anécdota, en la mañana del 6 de enero de 1912, Ángel María López y otros trasnochados empleados de una sastrería, aprovecharon el descuido de la mesera de una cantina, le quitaron el maquillaje, salieron a la calle y comenzaron a empolvar a los vecinos al grito de ¡Viva el blanquito! ¡Viva el negrito! Fue el bautizo de un acontecimiento surgido de las tradiciones festivas de origen español y, luego, de las fiestas patrias y públicas que se daban antaño.
Desde muy temprano, la gente se prepara para tomar lugar en los palcos pagados o en los balcones, ventanas, terrazas y calles ubicadas en la senda del jolgorio que va de la central Plaza del Carnaval hasta las afueras de la ciudad. Los amanecidos, aún con el rostro ennegrecido gritan ¡Viva el 6 de enero! y los transeúntes responden en coro ¡Viva! descargándose mutuamente talegadas de harina, talco y espuma carnavalera.
Comienzan a sonar las bandas y las murgas. Arde la verbena, el viento se atosiga de alhucema y burbujas, grandes y chicos ríen, cantan y bailan. Antes del mediodía, la ciudad es un gigantesco tapiz blanco: hasta 200 mil inmaculadas almas en el asfalto, gente nívea de pies a cabeza delira arrojando carioca (espuma) y talcos perfumados, hasta que aparece la procesión carnavalesca: el desfile magno.
Carrozas majestuosas y descomunales -20 metros de alto por 25 metros de largo- con motivos diversos y fantásticos, pintados en vivos colores sobre papier maché, cartón piedra, icopor, fibra de vidrio y polímeros ligeros; modeladas sobre estructuras de alambre, madera y varillas de hierro y parapetadas en planchones de camiones de gran tracción, avanzan pesada y lentamente.
Los escenarios y las figuras se mueven en forma mecánica debido a la habilidad e ingenio de sus creadores. Desde el interior, el artesano responsable -maestro creador- , su familia y los jugadores que se han ganado el derecho a estar allí por su colaboración, arengan al público con el visceral ¡Viva Pasto, carajo!, arrojan pirulíes y serpentinas y se contonean con el sonido de la música vernácula que interpreta la murga acompañante.
Son la obra cumbre del semillero de artesanos que mantienen viva la tradición prehispánica del moldeado de figuras en barniz (mopa-mopa) y tamo y el arte colonial del tallado en madera y el repujado en cuero. Labor apenas compensada por el estímulo de la organización del evento, el deseo de triunfar y la gratitud del público, pero que en el fondo se convirtió para los cultores en una cita obligada con el arte, con su pueblo y con la fiesta, con piezas espléndidas que días después desaparecerán como muestra de un arte espectacular pero efímero.
El desfile puede durar 5 o más horas. Mientras avanzan las carrozas, entre gritos y chanzas con la concurrencia, la gente comparte “un traguito”, chistes, besos, abrazos y caricias en corrillos a lo largo de la senda. A estas alturas los jugadores parecen extrañas esculturas de yeso meneándose al son de La Guaneña , el bambuco épico (como son sureño caracterizan los nariñenses éste género) que animó al ejército libertador en la Batalla de Ayacucho y desde entonces constituye el himno popular de la región. Aunque su imperio ha cedido en los últimos años frente al avasallamiento de géneros como el vallenato, en su versión más cursi, o la música mexicana con Vicente Fernández en concierto de cierre en 2010. Mucha gente así lo quiere y, como decía Goethe, el carnaval no es una fiesta que se le da al pueblo sino que el pueblo se da a sí mismo.
Después de la premiación, los concursantes estacionan las obras en sus barrios o en vías principales para que el público las aprecie en detalle mientras se desbaratan a la intemperie. El fandango continúa en tablados, clubes, calles y en los bailes familiares. La resaca del 7 de enero se cura en el corregimiento de Catambuco o en el Festival del Cuy y de la Cultura Campesina , evento final en el que miles de estos nobles roedores, conocidos en el mundo como “conejillos de indias” por su uso en la investigación, con probada fama de cualidades proteínicas, curativas y afrodisíacas desde los tiempos del imperio inca, hacen las delicias de la gente que ya empieza a añorar otro carnaval.
Es el carnaval. En Pasto, “una transversal cultural con expresión lúdica en el espacio urbano”. Consustancial a la historia de la humanidad. Ofrenda a los dioses y burla del poder. Un paréntesis alborozado a la rutina, a las prescripciones y a las limitaciones del vivir. Un momento de desahogo, de descarga, de purga y de insolencia. También, un acto de encuentro, de renovación, de creación y de esperanza. La celebración de que como pueblos y como individuos, estamos vivos.
* Periodista, politólogo e investigador social. Autor de La violencia en Bogotá, Nariño: pueblo rebelde y bravío y ¡Viva el carnaval!
Enviado por María y Guillermo desde Colombia.
Amigos y compas
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