La pobreza coloca a quienes la sufren en situación de necesidad, pero a la vez golpea sobre los vínculos sociales, dañándolos a la vez que dejando su marca sobre las personas afectadas por ella. La desigualdad, mientras tanto, ayuda a inocular en esas relaciones violencia. No la constituye, pero le da razones y motivaciones, porque evidencia un mal trato, ya sea por parte del Estado, que no asegura lo que debiera y promete; ya sea por parte de otros particulares, que ignoran, producen o sacan ventaja de tales inequidades. Uno puede actuar sobre un contexto tal, de modos diversos. Una manera habitual es la fuerza, que puede contener, momentáneamente, esa violencia. Sin embargo, la fuerza deja sin atención las necesidades insatisfechas que muchas veces anidan detrás del malestar social, y se desentiende de las relaciones personales que la desigualdad deteriora. De allí que sólo demore o desplace (sino incremente) la violencia, sin disolverla. Hoy es más habitual que el Estado quiera cubrir las heridas abiertas, con sus sobras de dinero. El efecto del dinero es distinto del de la fuerza. Ante todo, el mismo puede impactar sobre algunas de las necesidades más graves, y calmar algunos de los peores agravios. Pero el dinero suele llevarse mal con los derechos, que exigen respuestas comunes a todos, antes que selectivas en favor de unos cuantos. Y el dinero deja todas las fallas existentes intactas: la desigualdad es reconocida como condición necesaria de la riqueza excedente, y por eso se la preserva. El maltrato social, a distintos niveles, también permanece: el del Estado, porque éste no toma cuidado de las personas, sino que a algunas les paga; el de los particulares, porque los que se benefician de la desigualdad de ningún modo están dispuestos a dejar de lado los privilegios que ella les deja.
Cuando el combate contra la violencia y la quiebra social toma las formas descriptas, las soluciones tradicionales se revelan entonces pasajeras. Una crisis localizada, un muy breve conflicto, sirve entonces para que un pequeño mundo implosione: se detiene el subte; los trenes no salen; un patovica impide entrar a un joven, por su aspecto, y todo estalla, ya no hay paciencia. Pero no se trata de que en la modernidad la gente esté mas urgida: lo que se devela, más bien, es que hay demasiado hastío contenido, evidente detrás de cada pequeño conflicto que se resquebraja. Lo que sale a la luz es el maltrato que algunos padecen desde hace tiempo. Nuestro país, hoy, se muestra pródigo en estos agudos, micro-enfrentamientos, y por eso encontramos permanentes expresiones de una violencia que sorprende, que descoloca, y que el dinero no cura. El buen trato que cualquier solución exige es otra cosa, y poco tiene que ver con esa forma, tan patronal, de atender los conflictos.
El desafío mayor aparece frente a crisis que no son localizadas, producto de un instante, sino que se prolongan a lo largo del tiempo. Nuestro país las padeció –la última, en el 2001- y sabe de lo que se trata. La pregunta es si aquel estallido se debió a un padecimiento económico como no hubo alguno, o si lo que ocurrió fue una muestra de las formas que toma la crisis (cualquier crisis) de más largo alcance, cuando se desata sobre un tejido social machacado, deshecho; cuando se ha escupido dinero sobre relaciones sociales que reclamaban cuidado, cobijo, afecto
(texto que publicara hoy en la Revista Ñ)
El que no sabe quién es festeja sus derrotas y rechaza sus oportunidades
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