(APe)- Para los primeros pobladores de las islas del río Paraná, los guaraníes, el sueño colectivo de las viejas generaciones era alcanzar la llamada tierra sin mal, el aguyje, ese sitio donde la igualdad serviría para fundamentar la felicidad de cada uno y la de todos.
Aguyje quería decir tierra sin mal y plenitud. Cuando la memoria del proyecto se hacía realidad en el presente.
Una presencia activa del pasado que marca el sendero de lo cotidiano.
La tierra era algo más que una posesión material.
Se trataba de una pertenencia social, cultural y espiritual.
No era la tierra del paisaje, si no la construcción histórica y con justicia se debía hacer sobre lo dado por la naturaleza.
Memoria de transformación y siempre beligerante contra cualquier intento de subordinación y resignación.
Algo parecido sentían los mapuches.
La gente de la tierra consideraba que eran parte de ella, nunca poseedores.
Sin la tierra no podían ser.
De allí que hace poco, cuando un juez le dio la razón al empresario italiano Bennetton, una mujer mapuche decía que ella y la tierra eran una sola cosa, un solo ser.
Concepto que difícilmente sea comprensible para las cabezas y los intereses hechos a imagen y semejanza del capitalismo.
De allí que la cuestión de la tierra está más allá de la rentabilidad de la misma.
Y esa larga y centenaria resistencia comienza a generar espacios para la esperanza.
Para la Universidad Nacional de San Martín, por ejemplo, en el país existen más de 800 conflictos relacionados con la posesión de la tierra, que involucran a campesinos y comunidades originarias. Los problemas están vinculados con desalojos, inconvenientes en los arrendamientos, la falta de reconocimiento a la posesión veinteañal, entre otras causas. “Los desalojos que se ejecutan contra los pequeños campesinos deberían ser considerados como causas de derechos humanos, sobre todo por la violencia que se ejerce contra nosotros”, señaló Alfredo Riera, presidente de la Asamblea de Pequeños Productores del Chaco Salteño.
De allí que, por ejemplo, comiencen a florecer ciertas esperanzas en el seno del siempre clasista sistema judicial argentino.
En las últimas horas, el máximo tribunal de Justicia de Córdoba falló a favor de una comunidad de campesinos que habían sido condenados como usurpadores del territorio donde siempre vivieron. “Es un fallo histórico porque el máximo tribunal reconoce los derechos campesinos a la tierra y los derechos posesorios de las familias campesinas por sobre los supuestos derechos de un privado que llega a un lugar y pretende barrer con las familias con posesión ancestral y acabar una forma de vida comunitaria”, explicó Ramiro Fresneda, abogado del Movimiento Campesino de Córdoba (MCC), y recordó que en toda la Argentina se repiten los conflictos “y el Poder Judicial, sobre todo del interior, suele negar los derechos a campesinos e indígenas, reconocidos por el derecho interno e internacional”.
A pesar de los saqueos continuos, los desalojos permanentes y los negocios inmobiliarios siempre en crecimiento, el valor de la tierra como elemento vital para el desarrollo de las comunidades comienza a ganar un espacio entre aquellos que siguen peleando por construir un sistema más parecido a las urgencias y grandes ilusiones humanas.
La lucha por la tierra sin mal continúa y comienza a ser protagonizada ya no solamente por los guaraníes.
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