Por Ernesto J. Navarro, uno de los cinco periodistas expulsados de la Radio del Sur, Venezuela
La crítica, la autocrítica y la denuncia resultan –aún- temas bastante espinosos para el proceso revolucionario. Las susceptibilidades de funcionarios ante algún señalamiento generan un acto reflejo. Se trata de un chispazo cerebral que activa una cadena de neuronas que se transforman en un pensamiento que, convertido en palabras, califica al denunciante como: contrarrevolucionario, infiltrado, casi-escuálido o agente del DAS, de la CIA que alimenta a los medios privados en su campaña de odio en contra de nuestro comandante presidente... y la Colonia Tovar.
El difunto William Lara (en sus días de diputado) solía encarar a los escuálidos que lo acusaban de no haber consultado lo suficientemente algún proyecto de ley, diciéndoles: ¿Quién tiene un consultómetro? Y es raro que habiéndolo dicho él, muchos que se reivindican como sus amigos o camaradas, anden con un “revolucionarómetro”. Si, un bicho electrónico super eficaz, un chip que algunos llevan instalado debajo de la piel y que los dota de un scanner que escruta con rayos X a cualquiera que les pase por el frente. Es como los poderes biónicos del superman de las comiquitas.
Basta con que uno diga en público algo como: “Coño presidente, no estoy totalmente de acuerdo con usted”. Para que de inmediato se sienta el sonido del escáner: “fuiiiiiuuu, fuiiiiuuuu, fuiiiiuuuu”, recorrerlo a uno y sin derecho a pataleo.
El que critica o denuncia corre la misma suerte que el profesor Vladimir Acosta, convertirse, con suerte, en un personaje bastante incómodo al punto que la oficialidad lo margina pero que es invitado estelar, eso si, del movimiento popular. O… uno puede más fácilmente recibir la etiqueta de contra, como si de un sello nazi se tratara.
Yo, me inventé una estrategia. Colgarme de las opiniones de gente con la que uno coincide y que, en la mayoría de los casos, le sirven a uno para decir alguito más valiéndose de “esa opinión experta”.
ESTE ES UN CASO DE ESOS. Entrevistado por el Diario Ciudad Caracas, este lunes 23 de mayo, el economista Rafael Antolínez, dijo algo que a muchos se nos queda atorado en el güergüero:
“Algunos funcionarios no han logrado discernir de manera adecuada la diferencia entre estar rodilla en tierra y estar arrodillado. Mucha gente es incapaz de decirle que no al Presidente, aunque esté equivocado. Él actúa movido por buenos sentimientos, pero a veces eso no es suficiente. El papel de la burocracia es alertar sobre lo que podría pasar, asesorar, advertir de las consecuencias de cualquier medida. La inmensa mayoría de la alta burocracia es sumisa, nadie hace críticas, todo lo que el Presidente diga es santa palabra” ¡Que vaina tan buena!
Los ministros y altos funcionarios jamás le llevan la contraria al presidente en ningún tema. Si lo contradicen en privado, nadie lo sabrá jamás, eso forma parte del imaginario popular, del terreno de la fábula. Lo cierto es que en público nunca, NUNCA, nadie le lleva la contraria, aunque esté cometiendo un error terrible. No le jalan la manga ni por debajo e' la mesa: “hey Chávez, la estás cagando”. Nada!
Aunque se haya armado un parapeto para mostrárselo a Chávez como un “gran proyecto”, nadie habla. Nadie lo contradice. Está bien.
Acordemos que políticamente es incorrecto hacerlo en público, no nos chupamos los dedos, estamos en medio de una guerra contra la derecha -el escualidismo más rancio, que sólo aspira liquidarnos- (y esto último no es una metáfora) Y en una guerra uno no puede descuidar los flancos… 'ta bien.
Pero díganme ustedes, ¿quién en su sano juicio podía celebrar –por ejemplo- que el comandante (al que nadie le discute su liderazgo, pero tampoco lo creemos un ser extraterrenal e infalible) dijera por aquel lejano 2008 “Uribe es mi hermano”?.
Ok, está bien… Calma, caaaalllma. Yo también puedo entender aquello de las “razones de Estado”, el “momento político”, las “presiones internacionales”, las “amenazas imperiales”. Pero una vaina es que lo diga Chávez por sus circunstancias y otra que uno vaya y las aplauda. (Ni borracho sería yo hermano de Uribe Vélez y menos de Santos).
Es evidente que hay una incontenible e irrefrenable compulsión por expresarse en términos que garanticen la permanencia en cargos burocráticos. De seguro ustedes están tan aburridos como yo de oír a gente que sólo opina con el siguiente encabezado: “Como ha dicho mi presidente Chávez…” O peor aun. Una colega periodista, de nombre Nieves Valdéz dice alegremente “yo apoyo todo lo que Chávez diga aunque esté equivocado”. (Ave María purísima, diría mi abuela)
Ojo, para que luego no me acusen de cualquier vaina. Yo no hablo de disentir de Chávez y creer que Ramos Allup tiene razón. No, no y no. Pero lastimosamente para algunos burócratas con los que me he cruzado durante mi SBO (Servicio Burocrático Obligatorio) existe una contradicción entre la ciudadanía y el trabajo como funcionario público.
La mayoría de los burócratas no permite que se organicen sindicatos, temen a la diversidad de opiniones, a las quejas, denuncias o ruidos “porque tú eres un funcionario público; ¿Cómo se te ocurre echarle esa vaina al proceso?”
Reivindico que la revolución bolivariana privilegie al ser humano, no a la mano de obra para el capital. Las minorías ahora se expresan cómodamente sin que los agarren a rolazos. Ahora no te piden que te cortes el pelo para poder trabajar en un ministerio como el hombre serio de la canción. O que te pongas una corbata como los mormones de primero justicia, para hacer el papel de director o jefe o trabajador.
Justo porque soy un ser humano, me niego a hacer todo sin pensarlo, sin cuestionarlo o sin rebelarme ante los autómatas que, para mi, sí ponen en peligro la revolución. A todas ellas y todos ellos, revolucionómetros con patas, cuidapuestos y arrodillados ante este o cualquier otro gobierno en los que les toque ser obedientes, les suena donde sea ese escáner y se hacen los locos ¡Escuálidos estructurales! Eso es lo que son.
Fuente: Dick Emanuelsson
anncolprov.blogspot
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