El nuevo alcalde de Bogotá tiene la enorme oportunidad de demostrar que no es el ‘coco’, que puede hacer un buen gobierno y que puede llegar aún más arriba
Gustavo Petro es el ‘coco’ para las élites colombianas desde hace varios años. Su paso por la guerrilla lo marcó como radical y toda su carrera se ha caracterizado por diferentes experimentos para crear una fuerza política de izquierda: Vía Alterna, el Frente Social y Político, el Polo Democrático y, ahora, el Movimiento Progresistas. Todos han tenido como denominador común el empeño insistente de hacerle contrapeso al establecimiento. En un país con escasa tradición de oposición parlamentaria, Gustavo Petro se convirtió en el opositor por excelencia, sobre todo en sus años de senador. En los debates se destacó por su inteligencia, su excelente oratoria y sus exageraciones efectistas
Como si lo anterior fuera poco, cuando Hugo Chávez llegó a la Presidencia de Venezuela, en 1998, Petro era su amigo más cercano y de su mano había hecho las primeras visitas al país. Y en los años de la era Uribe, que fortalecieron las banderas de la seguridad, del antiterrorismo y de la intolerancia frente a la guerrilla, Gustavo Petro se convirtió en el anticristo del uribismo. Petro llegó a meterse con la familia del mandatario en sus debates -con su hermano Santiago y con los negocios de sus hijos, Tomás y Jerónimo-. Uribe le respondió abriendo por primera vez en 20 años un agrio debate sobre su pasado guerrillero, sobre el indulto que le permitió salir de la cárcel -donde había estado durante dos años- y sobre su legitimidad para participar en la política.
El 'coco' del establecimiento, desde el domingo pasado, es el nuevo alcalde de Bogotá. Eso significa haber alcanzado el segundo cargo más importante del país, es un triunfo personal enorme. Derrotó simultáneamente al establecimiento, al uribismo, al Polo Democrático, (partido del cual se salió para montar rancho aparte), y en cierta forma al gobierno, que hubiera preferido a cualquiera de los otros candidatos. Petro logró blindarse con un teflón que hace apenas unos meses habría sido inconcebible, para protegerse de los continuos ataques sobre su pasado, su radicalismo y su amistad con Chávez. Y con su elocuencia, y poniéndose corbata, logró derrotar el miedo que suscitaba.
La clave del éxito fue una transformación genuina de su imagen y de su talante político. Por una parte, después de salirse del Polo fundó un movimiento propio, con el que se inscribió con firmas como candidato a la Alcaldía. Antes de dar ese paso había hecho malabares de pragmatismo político que incluyeron varios saltos triples mortales: denunció el cartel de la contratación contra el gobierno de Samuel Moreno, al que había ayudado a elegir. Igualmente arremetió contra su propio partido, del cual había sido candidato presidencial hace apenas 16 meses; votó por Alejandro Ordóñez para procurador, un conservador de marca mayor; le propuso al presidente Santos, después de su victoria, un acercamiento para dialogar sobre tierras, víctimas y aguas; y en el campo externo dejó la impresión de que se distanció de Chávez.
Gustavo Petro es uno de los mejores ejemplos de las vueltas que puede dar la política y de su naturaleza dinámica. El nuevo alcalde de Bogotá es un líder con un gran olfato político y con demostradas dotes de buen candidato. Perdió su primera elección, cuando se lanzó a la Cámara de Representantes por primera vez, pero después ha demostrado una gran habilidad para conseguir votos: en 2006 obtuvo la segunda votación más alta para el Senado y en 2010 derrotó a Carlos Gaviria en la consulta interna del Polo.
Y el domingo pasado alcanzó su victoria más preciosa: la Alcaldía de Bogotá. Sin maquinaria ni partido, y con una candidatura decidida apenas horas antes del cierre de inscripciones, la hazaña de Petro en la capital es comparable con la de Uribe en el país en 2002: ambos, solitarios, se metieron en un escenario preparado para un libreto muy diferente y al final arrasaron en la elección. En esta ocasión, Petro entendió que para sintonizarse con los sentimientos de los bogotanos necesitaba, ante todo, convencer a los ciudadanos sobre su compromiso y habilidad en la lucha contra la corrupción. Si Enrique Peñalosa consideró que después del desastre de Samuel Moreno la ciudad necesitaba un gerente, Petro interpretó que se requería, más bien, encontrar un gladiador contra la corrupción: su discurso se concentró en criticar a las mafias y al Polo, y en reivindicar su papel como denunciante del carrusel de la contratación.
Otra pieza estratégica fundamental fue contrarrestar el miedo que generaba su imagen. Asumió una actitud de tolerancia estoica: no casó peleas, casi no atacó a sus rivales, adoptó un discurso de inclusión, casi religioso, que echó mano de recursos cursis como el de proponer una “política del amor”. Prometió muchas cosas y volvió a demostrar que, en una campaña electoral, el debate entre el “promeserismo populista” y el “no se puede” de quienes apelan a la responsabilidad fiscal suele darles el triunfo a los primeros. El publicista Daniel Vinograd aportó diseños creativos y eslóganes populares, como “Petro es el man”, que le dieron alegría y espontaneidad a la campaña.
Petro asumió un gran riesgo político al desempeñar el papel de Llanero Solitario, sobre todo en una competencia en la que las alianzas eran claves y en la que sus rivales lograban apoyos de la talla de Álvaro Uribe, en el caso de Peñalosa, y Antanas Mockus, en el de Gina Parody. Petro tuvo claro que la clave para su victoria estaba en el sentimiento de rebeldía que ha caracterizado al electorado bogotano, que ya había elegido a Lucho Garzón y a Samuel Moreno. Su target fue la clase media. Sabía que los estratos altos eran de Peñalosa y de Gina, y ahí alcanzó a rasguñar apenas un 14 por ciento.
El triunfo de Gustavo Petro despierta un gran interés en la comunidad internacional. El domingo por la noche, el hecho de que un exguerrillero llegara a un cargo de semejante importancia fue la noticia más destacada por las agencias y medios extranjeros, que lo llegaron a comparar con lo que significó para Uruguay el triunfo de José Mujica, o para Brasil, el de Dilma Rousseff. En el campo interno, el triunfo petrista generó incomodidades, a la vez, en la izquierda y en la derecha. Por un lado, la dirigencia del Polo Democrático sufrió el dolor de ser derrotada nada menos que por su excandidato presidencial, que se había ido con un portazo. Y en la otra orilla, buena parte del establecimiento -y el uribismo en bloque- ve con incomodidad la trepada del ‘coco’.
Lo anterior no significa que Gustavo Petro sea un hombre de centro. Su lugar es el de una izquierda moderada que pudo triunfar porque la derecha moderada se dividió entre Enrique Peñalosa, Gina Parody y Carlos Fernando Galán.
El triunfo de un exguerrillero sin partido que vence en un cargo de la importancia de Bogotá tendrá muchas repercusiones positivas para la democracia. De alguna manera, reivindica la idea de que los caminos institucionales son más eficientes que la lucha armada para que la izquierda llegue al poder. El mensaje para la guerrilla es muy claro: desmovilizarse puede valer la pena. También para la izquierda dogmática, que se quedó reducida a un porcentaje ínfimo en estas elecciones, después de haber perdido también terreno en el Congreso el año pasado. Con su triunfo -y el de Raúl Delgado en la Gobernación de Nariño, un fenómeno parecido y cercano al de Bogotá-, Petro quedó, por ahora, como dueño del espacio que hay en Colombia para una izquierda democrática. La única rival que tiene a la vista es Clara López. De paso, su triunfo le permitirá al presidente Santos argumentar que, a pesar de las sólidas mayorías oficialistas, la Unidad Nacional no es ninguna aplanadora asfixiante
El tono del discurso de victoria del nuevo alcalde deja claro que habrá Petro para rato. El contenido de su intervención tocó temas nacionales que poco o nada tienen que ver con sus responsabilidades como alcalde. Dejó claro que para él la Alcaldía es la primera etapa de la creación de un movimiento nacional que tiene en miras la Presidencia. Para esto sabe que tiene que ser conciliador y constructivo. Como buen converso, es seguro que no caerá en los radicalismos estatizantes y socialistas que le endilgan sus enemigos. Le va a convenir el momento que vive la ciudad, que si bien es crítico, le permitirá cosechar lo que ya está sembrado. Los principales entuertos de los contratos ya están solucionados, las obras se irán entregando poco a poco y las finanzas de la ciudad están en negro. Sabe que ser el sucesor de la Bogotá fallida de Samuel Moreno es una oportunidad única. Y no está dispuesto a desaprovecharla.
Semana.com
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