Es una película que ya estrenaron. Vieja. Proyectada en diferentes ocaciones y latitues. De argumento y desenlace conocidos. El incremento de las tensiones Colombia-Venezuela, con Estados Unidos agazapados y atizando, en un filme ya sufrido en sus consecuencias por millones de pobladores de países como Nicaragua e Iraq.
Ahora avanza una acción de similares características en la frontera común con movimientos de peones. Es una verdad de perogrullo: Estados Unidos busca elevar la tensión entre los países vecinos y aclimatar un escenario de confrontación, con el cual y a través del cual justificar, además de la desestabilización de gobiernos legítimos, una guerra convencional. Es un hecho que no se puede dejar de considerar.
Así como sucedió en el país centroamericano en los años 80 del siglo XX, durante los últimos meses del presente 2009 –con el telón de fondo, para que Venezuela se extenúe en un conflicto con su vecino–, en los estados de Táchira y Zulia, fronterizos con Colombia, se aclimata un escenario de inseguridad:
*El asesinato en masa amplía su número, la intimidación por parte de grupos armados ilegales gana espacio; el narcotráfico irradia su influencia cultural, social y de corrupción de autoridades; y el posible incremento de la violencia merodea en la cotidianidad de sus pobladores. La presencia paramilitar en esas zonas se hace cada día más evidente. Al igual que los grupos armados, creados, financiados y operados por los Estados Unidos en Nicaragua, con retaguardia y asesoría en Honduras, la infiltración paramilitar en Venezuela aplica hostigamiento a la población civil con el cobro de ‘vacunas’ a la actividad económica, y la creación de un clima de inseguridad y zozobra, que, sumados al sabotaje contra la economía nacional, son el propósito fundamental de estas fuerzas. Este es un factor.
Por ahora, y apenas en la disposición del terreno de operaciones para las acciones por venir, ya se dejan ver las cartas marcadas: las autoridades colombianas legalizan el uso del territorio nacional por parte del ejército de los Estados Unidos. Ante la amenaza en cierne, las denuncias del presidente de Venezuela, dada tal insensatez, es ampliada y multiplicada por los medios de comunicación oficiosos de Colombia, que lo tildan de guerrerista sin reparar en el origen de sus denuncias y sus decisiones. En paralelo, el gobierno Uribe no desatiende: acude al escenario internacional en su disputa, más allá de la OEA, donde las Naciones Unidas aparecen como epicentro político de los hechos futuros.
Como se sabe, ningún pueblo anhela la guerra. Despertar su fantasma o sus reales consecuencias puede llevar a horadar o quitar el apoyo a un gobierno, así se diga popular o en realidad sea popular. Sucedió así en Nicaragua en los años 80, cuando el desgaste de la guerra para neutralizar la contra y sus consecuencias sociales y económicas llevaron al electorado a castigar a los sandinistas. Es decir, votaron por la paz. Hasta el más ‘despistado’ de los analistas reconoce ahora que los contra fueron una estrategia de los Estados Unidos para quebrar el gobierno de los hijos de Sandino. Y en efecto, lo consiguieron.
Ahora, frente a la Revolución Bolivariana, se repite el intento. Con unas mejorías del libreto, claro está, y Colombia como actor en el papel que tuvo Honduras. Del lado colombiano se orquesta tanto la diplomacia como la propaganda de guerra. Un falso nacionalismo se insufla, respondiendo a una estrategia conocida y usada desde hace décadas en todo el mundo. Un mensaje, un método, a través de los cuales el otro es el guerrerista, el malo, el culpable. El ‘terrorista’.
No es de extrañar, por tanto, que la denuncia del presidente venezolano del Acuerdo que autoriza el uso de bases militares colombianas por parte de tropas de los Estados Unidos, y el llamado a su pueblo a prepararse para neutralizar el paso siguiente en su operación –la guerra–, hayan sido utilizados por los agentes colombianos, y difundida así –sin importar el costo de ese juego para la paz regional, así como para millones de personas que pudieran sufrir sus consecuencias de manera directa– por parte de los medios de comunicación oficiosos, como un redoble de tambores para invadir a Colombia.
Observe el lector que en este caso, y según el libreto de guerra política, el otro es el malo, y quien desea y pretende la guerra. Así acusa y lo asevera la embajadora colombiana ante las Naciones Unidas: “Los continuos pronunciamientos y acciones hostiles del presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Rafael Chávez Frías, de otros altos funcionarios de su gobierno y del Estado venezolano, en contra de Colombia, constituyen recurrentes y serias amenazas de uso de la fuerza, en contravención de lo dispuesto por el artículo 2 numeral 4 de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas, que establece la obligación de los Estados miembros de abstenerse de recurrir a la amenaza de la fuerza en sus relaciones internacionales. En efecto, desde que asumió el poder el Presidente de Venezuela han sido sistemáticas y cada vez más graves las amenazas a Colombia” (1).
El ‘terrorista’ se construye
Dada la variable y la correlación de fuerzas en el continente, se estimula la guerra para derrocar un gobierno. Para dificultar e impedir su gestión, para arrebatarle logros y el apoyo social. Pero también se hace ver al otro como un peligro para la paz mundial, como un amigo de terroristas, es decir, como uno de ellos, por lo cual es legítimo aislarlo, sancionarlo y destruirlo.
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