jueves, 11 de marzo de 2010

La huella de los transgénicos

Los organismos genéticamente modificados, más conocidos como transgénicos, están dejando una marca indeleble en varios países de América Latina, más allá de normas e intentos de adoptar un régimen internacional sobre la producción y traslado.
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Grandes extensiones sembradas con soja transgénica marcan paisajes en Argentina y Brasil, y se expanden en Paraguay, Bolivia y Uruguay. Argentina, Estados Unidos y Canadá son responsables del 90 por ciento de la producción de transgénicos del mundo.

La soja es vital para la economía argentina en este momento. El país es el tercer productor mundial y el primer exportador de sus aceites. La oleaginosa constituye la mitad de lo cosechado en Argentina, según la Secretaría de Agricultura. La Fundación Producir Conservando, financiada por compañías biotecnológicas, afirma que hasta 95 por ciento de ese grano es transgénico.

El punto de partida fue la variedad Roundup Ready de la corporación de la biotecnología Monsanto, y resistente a su plaguicida del mismo nombre.

Pero las empresas semilleras que la adquirieron a mediados de los años 90 han dado origen a más de 100 variedades en Argentina. Agricultores y Estado están trenzados en una batalla legal contra Monsanto, que busca cobrar años de regalías retroactivas.

La Secretaría de Agricultura reconoce que la exportación de soja es “la fuente más importante de ingresos fiscales”. Pero el monocultivo “atenta contra la sustentabilidad de los agroecosistemas” y hay “grandes riesgos de contaminación”, sobre todo por la degradación de los suelos, admite.

Desde 2001, la Comisión Nacional de Biotecnología Agropecuaria ha autorizado 788 investigaciones, la gran mayoría de maíz. Se trata de ensayos de campo, de los cuales unos pocos llegan a comercializarse. Estos corresponden a filiales de las corporaciones estadounidenses Monsanto, DuPont y Dow AgroSciences, la holandesa Nidera y el laboratorio suizo Novartis.

La investigación para resolver problemas propios es fomentada por productores nacionales y por el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, que estudia, entre otros, un maíz resistente al virus del mal de Río Cuarto, endémico de este país, cuyo costo es solventado por cultivadores mediante la compra de cuota partes de su patente.

Argentina no ratificó el Protocolo de Cartagena sobre Seguridad en la Biotecnología, en vigor desde septiembre de 2003, destinado a proteger la diversidad biológica de los riesgos de los organismos vivos modificados por la moderna biotecnología. El tratado establece el consentimiento informado para autorizar el ingreso de transgénicos a los países, y el principio de precaución, al que pueden apelar los gobiernos para suspender la producción o el comercio, mientras no se pruebe que los transgénicos son inocuos para el ambiente o la salud humana.

La soja transgénica, estrella en Brasil

No hay investigaciones categóricas sobre los riesgos de estas variedades obtenidas en laboratorio mediante introducción de genes de otras especies animales o vegetales. También en Brasil la estrella transgénica es la soja, pero hay siembras ilegales de algodón y semillas de maíz contrabandeadas desde Argentina, siguiendo los pasos de la oleaginosa.

La soja constituye casi la mitad de la producción brasileña de granos, que alcanza unos 120 millones de toneladas. Es el mayor rubro de exportación, sobre todo en grano, y en menor medida en harinas y aceites. Hoy se estima que el 90 por ciento de la soja sembrada en el sureño estado de Río Grande do Sul es transgénica, al igual que entre el 10 y el 20 por ciento de otros estados del sur y centro-oeste. En temporadas normales, Río Grande suma un sexto de la cosecha nacional, pero la sequía de 2005 redujo mucho la producción del sur.

La principal característica de los transgénicos brasileños es su ilegalidad, con semillas de soja contrabandeadas desde 1996. La política oficial fue de omisión ante hechos consumados. En 2004 se resolvió por decreto autorizar las siembras, y en 2005 entró en vigor una Ley de Bioseguridad para dar un marco definitivo a la cuestión.

Aunque Brasil es parte del Protocolo de Cartagena, no ha cumplido sus principios, en especial el de precaución. La ministra de Ambiente, Marina Silva, insistió inútilmente en la necesidad de estudios previos de la soja y demás transgénicos, argumentando que los realizados en otros países no valen en esa nación, por su gran diversidad biológica.

La ilegalidad sigue signando a la soja, pues los agricultores evitan pagar regalías a Monsanto. Mientras, la Comisión Nacional Técnica de Bioseguridad tiene más de 500 pedidos de autorización para investigaciones. Otra prueba de la informalidad es el etiquetado. Un decreto presidencial lo exige cuando hay más de uno por ciento de ingredientes transgénicos, pero no se cumple. “Todo el Protocolo de Cartagena depende del etiquetado, es un punto central porque lo hace viable o inviable”, dijo a IPS Gabriel Fernandes, técnico de Asesoría y Servicios a Proyectos de Agricultura Alternativa y uno de los coordinadores de la campaña Por un Brasil Libre de Transgénicos.

El peso económico del agronegocio va ganando terreno Una etiqueta que diga “contiene OVM” (organismo vivo modificado), obliga a toda la cadena productiva, desde la siembra, a informar de forma transparente la existencia de transgénicos. “El agronegocio usa argumentos contradictorios” sobre las dificultades y altos costos del etiquetado, pero hay estudios según los cuales esos costos son muy bajos, afirmó Fernandes. ”La trazabilidad estará asegurada con la siembra legal, porque Monsanto controlará sus semillas para cobrar regalías”, opinó.

Es cuestión de no pretender seguir en la ilegalidad, sostuvo. Además, “hay que considerar a los compradores. Los grandes mercados importadores ratificaron el Protocolo y tienen derecho a saber si están importando transgénicos o no”, arguyó Fernandes. Brasil no sólo exporta granos, también importa trigo y maíz transgénico de Argentina, y le interesa contar con información precisa.

La política brasileña “tiende a ceder al peso económico del agronegocio”, dijo el especialista. Pese a ser anfitrión de la tercera conferencia de las partes del Protocolo de Cartagena, que se celebra desde el lunes hasta este viernes en la meridional ciudad brasileña de Curitiba, el gobierno no decidió hasta último momento si apoyaría un régimen firme de etiquetado. En un ambiente económico y jurídico muy diferente, Cuba investiga variedades transgénicas de al menos ocho alimentos.

Papas, papayas, tomates, maíz, boniatos, arroz, plátanos y bananos resistentes a insectos, virus o herbicidas podrán estar disponibles para agricultores cubanos si las investigaciones en curso tienen éxito. Tres instituciones cubanas trabajan en este campo, pero ningún producto ha sido liberado al mercado. “Para eso falta aún mucho tiempo”, dijo a IPS Merardo Pujol, jefe del departamento de Plantas del Instituto de Ingeniería Genética y Biotecnología, de La Habana.

Por ahora, la ciencia cubana se concentra en la búsqueda de variedades resistentes a enfermedades virales o fungosas, a la salinidad de los suelos, sequía y plagas. En algunos casos, los ensayos son pequeños cultivos en parcelas experimentales o en invernadero, en condiciones de confinamiento y bajo observación del Centro Nacional de Seguridad Biológica, entidad fiscalizadora. El peligro de la contaminación “No intencional” Cuba es parte del Protocolo de Cartagena y afirma cumplirlo escrupulosamente. Pero los cubanos no parecen preocupados por los potenciales efectos nocivos de los transgénicos. “No hay reporte científico alguno, documentado, sobre problemas para la salud causado por plantas transgénicas que se comercializan actualmente en el mundo”, sostuvo Pujol.

Humberto Ríos, del Instituto Nacional de Ciencias Agrícolas (Inca), señala otro tipo de desventajas: el gradual aumento de la dependencia económica de los agricultores y el hecho de que estas variedades no responden a la diversidad cultural de los campesinos.


Ríos trabaja en mejoramiento de semillas mediante otras técnicas fitogenéticas con participación de campesinos, como “una alternativa para no depender de los transgénicos” y “una manera de ser soberanos en la alimentación”, dijo a IPS.

Tampoco México tiene cultivos comerciales transgénicos, y la superficie sembrada para experimentación es mínima. Pero en 2001, se descubrió que, en algunos lugares del país, el maíz criollo había sido contaminado con variedades transgénicas, si bien desde 1999 rige en este país la prohibición de cultivar esta especie modificada. Autoridades afirman que nuevos análisis efectuados en 2005 en campos cultivados no hallaron rastros de esa presencia.

La contaminación provino de cargamentos sin etiquetar procedentes de Estados Unidos, el mayor productor mundial de transgénicos. México compra unos tres millones de toneladas de maíz anuales al país vecino, y cerca de 25 por ciento es transgénico, según ambientalistas.

La riqueza de variedades de maíz mexicanas, base de su alimentación, podría verse amenazada por el fenómeno de la contaminación, potenciado por la polinización abierta de la especie, en la que la dispersión genética es frecuente.

Durante siglos, los campesinos aprovecharon esa característica para cruzarlo con parientes silvestres o malezas y obtener nuevas variedades mejoradas. México es parte del Protocolo de Cartagena, pero un acuerdo firmado con Estados Unidos y Canadá en octubre de 2004 determinó que se considerara “no transgénica” una importación con hasta cinco por ciento de organismos modificados, y que una presencia “no intencional” en un cargamento no obligara a colocar etiquetado. Este acuerdo y la ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados de 2005 se apartan de lo previsto en el Protocolo, afirman los ecologistas.

AMI Digital

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