Mientras comuneros mapuches, en Chile, sostienen una huelga de hambre en demanda por derechos ancestrales, abolición de la ley antiterrorista y otras justas exigencias, a miles de kilómetros de distancia, en Europa, decenas de gitanos rumanos son expulsados de la tierra donde se acuñó la consigna de libertad, igualdad y fraternidad.
En ambos casos, etnias milenarias son objeto de persecusión por distintos motivos y en diferentes coyunturas sociales, culturales, políticas y económicas, pero el propósito es similar: asfixiar derechos reconocidos pero irrespetados, con tintes racistas y hasta xenófobos.
En el caso de Francia, cuyo regente es un populista muy de moda en la arena política del viejo continente y América Latina, los zíngaros son devueltos a sus países de origen, principalmente Rumania, por indeseables, y porque la presión interna de los franceses que adhieren a la derecha de ese país así lo exige. Lo anterior, sumado al alto nivel de desempleo en los países que conforman la Unión Europea, convierte a los más débiles en objeto de odio y rechazo, pues se les culpa de todos los males.
Nada se dice, por ejemplo, que en el caso de Grecia, España, Portugal, Irlanda, Estados Unidos y otros países, la responsabilidad debería recaer sobre los especuladores financieros, quienes han convertido a la sociedad moderna en un gran mercado, con cerebro y cálculo, pero sin sensibilidad social, sin corazón.
Desde hace algunos años, olas de migrantes han salvado altos muros para acceder a las bondades de países más desarrollados, muchos de éstos con un oscuro pasado colonialista, en un intento desesperado por mejorar su calidad de vida. Frágiles embarcaciones, llamadas “pateras”, arriban a las costas españolas cargadas de africanos, en tanto que “espaldas mojadas” vadean el Río Grande desde México para materializar el “sueño americano”, en un periplo incierto y lleno de riesgos, para obtener, con suerte, un mísero empleo más allá del yugo que representan las maquiladoras.
En España, hace algunas horas, el sexto paro general en democracia anunciaba la génesis de un terremoto social de proporciones debido a los casi 4 millones de desempleados que ostenta ese país. El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero hace aguas, y el apoyo popular disminuye a diario, en la mima medida que resurgen voces pro expulsión de extranjeros, cierre de fronteras e, inclusive, despojo de la nacionalidad a quienes la hayan obtenido y cometan delitos graves.
En Suecia, otrora ejemplo de democracia, estabilidad social y política; donde el concepto de “Folkhem”, que literalmente significa “Hogar del pueblo”, y que define una política diseñada para lograr justicia social sin poner en peligro la estabilidad económica, con la pretensión de mejorar la situación de los desfavorecidos y los explotados por el sistema capitalista, sucumbe bajo el actual gobierno derechista, y el “Riksdagen” o Parlamento sueco franqueó recientemente sus puertas, luego de décadas, a un partido neonazi, abiertamente xenófobo.
En ambos reinos, es decir, Suecia y España, los inmigrantes observan con preocupación cómo las hostilidades hacia ellos tienen lugar en prácticamente cada ciudad y pueblo, al igual que en Arizona, Estados Unidos, donde los rasgos físicos delatan a eventuales “sin papeles”.
Pero, como el mercado no tiene corazón, pero sí cálculo, aún los empresarios y hacendados españoles necesitan de mano de obra barata para recoger sus cosechas, asear sus casas y barrer sus calles, y cuando el deseo sexual arremete, las trabajadoras marroquíes, rumanas o polacas son presas fáciles, gratis o baratas, ya que de sus servicios también depende, en muchos casos, el empleo que les permitirá enviar dinero a sus hogares, en sus países de origen.
Europa y Estados Unidos, cuyos aportes a las ciencias, las artes, la tecnología y el progreso son innegables, muestran por estos días su rostro feo, el que alguna vez inundó de sangre y horror nuestro planeta, ya sea por los “Pogrom rusos” u Holocausto. Y también en América Latina minorías étnicas sufren el embate de las clases dominantes, en una peligrosa espiral de intolerancia.
Por Enrique Fernández Moreno
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