"A nadie le gustaría que el fin del mundo lo agarre en el inodoro o en chancletas, o apretandose pus de un grano frente al espejo"
Edgardo Litvinoff
El autoproclamado profeta estadounidense Harold Camping anunció el fin del mundo para el pasado viernes 21 de octubre.
Por un momento,ese día amaneció lleno de presagios. No se podía circular por las calles, los semáforos no funcionaban, había cortes de energía, el Hospital de Urgencias de Córdoba parecía arrasado por una hecatombe, los inspectores habían desaparecido y las dependencias municipales y provinciales estaban abandonadas, como si el mundo se hubiera detenido y no tuviera sentido hacer más trámites. Caía ceniza del cielo y casi no quedaba agua en algunas zonas.
Lo que Harold Camping no sabía es que este escenario apocalíptico no tenía nada que ver con el fin del mundo, aunque hay días en que se acerca bastante.
Pero no: era una jornada más en Córdoba, tan ordinaria como las que se suceden gran parte del año, con más o menos protestas de empleados estatales, con más o menos insumos, con más o menos cortes y con la crisis hídrica de siempre.
A cualquiera le pasa. No es mucho lo que se sabe de Harold Camping, más que ésta es la tercera vez que pronostica el fin del mundo y, al menos por lo que se ve desde la ventana, no parece que le haya acertado.
Sus fechas se basan en cálculos elaborados a partir de la supuesta aparición del diluvio universal.
Uno se pregunta cuáles serán las razones para que los medios otorguen semejante difusión a la profecía de un casi jubilado, cuya base científica es igual a la del hombre de la peatonal cordobesa que anuncia el Día del Juicio Final con un megáfono en una mano y una Biblia en la otra.
¿Cuestión de marketing? Como sea, los hombres estamos curiosamente ávidos de saber cuándo se terminará todo, como si no soportáramos no tener la primicia.
Es lógico: a nadie le gustaría que el fin del mundo lo agarre en el inodoro o en chancletas o mezclando el vino con soda o apretándose pus de un grano frente al espejo, entre otras situaciones tan poco glamorosas.
La segunda vez que anunció la desaparición del planeta, Camping recaudó 80 millones de dólares entre sus seguidores: lo suficiente como para que el Armagedón no lo encontrara con los calzoncillos gastados.
El profeta estadounidense estudia ahora la fecha de su cuarto vaticinio del Gran Terremoto, una sensación que los vecinos de Brandsen y Martín García tenemos en nuestros departamentos cada vez que el A10 lleno de gente sacude el asfalto.
Uno se imagina un final a lo Hollywood, viendo la llamarada naranja un segundo antes de que nos desintegre, tras haber dado a los niños sus últimos minutos de felicidad frente a la PlayStation.
Pero no hace falta ser tan fatalista. Con vivir en la ciudad de Córdoba, basta y sobra.
Fuente: La Voz
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