Sentado en el cordón de cualquier vereda del conourbano, se abraza las rodillas y asoma apenas los ojos desde la capucha del buzo azul oscuro. Mira al mundo con la misma desconfianza con que el mundo- desde el colectivo o desde el supermercado- lo mira a él. Lo han convertido en un animalito a la defensiva.
Preparado para atacar después del zarpazo al que lo tienen acostumbrado sus catorce años de respirar esos aires negros. Sabe que es blanco fácil para el calabozo por origen, no más. Ni idea tiene de que si la Cámara de Diputados firma alegremente lo que el Senado aprobó en noviembre del año pasado, el calabozo será legalizado y sin hendijas para el pataleo.
Tampoco sabe -porque nadie habla con él, porque no lo tienen en cuenta, porque los legisladores no saben cómo nació, cómo sobrevive, cómo es su no familia ni lo que se mete en los pulmones cuando siente que no se anima a nada- que se lo demoniza en la tele, que se lo condena en las fortalezas detrás de las rejas que los ciudadanos se construyen para defenderse de él.
No sabe que están esperando desde hace meses un crimen resonante para colar la ley en Diputados, en medio de la verborragia histérica de estos tiempos, y ganar el aplauso porque se está haciendo la patria firme y justa del bicentenario. A costa de aquellos a los que se abandonó y se condenó desde el vientre, a costa de todos aquellos a quienes se suprime sistemáticamente porque la patria del bicentenario será para pocos y elegidos.
La abstracta opinión pública, sin rostro pero con fuerte palabra, la cadena mediática de reproducción de sangre y la burda política que responde a los estímulos ocasionales pero también a su convicción filosófica, esperan. Hay tanto niño criminal que la compulsión que apretó al Senado fue la balacera contra el ex futbolista Fernando Cáceres.
Cinco meses después, sin embargo, Diputados todavía espera la próxima noticia estridente de pólvora que se le endilgue a un pibe para poner el grito en el cielo y levantar las manos con pretensiones de unanimidad. Y que finalmente se baje la edad de imputabilidad a 14 años y el alarido social aplaque los decibeles y la televisión se regocije y ya nadie deba tener miedo de que la pequeña negritud baje de las villas en bandadas a quedarse con los bienes y los males de los elegidos para este lado del mundo.
En 2010, la Argentina de las contradicciones bicentenarias pondrá en marcha el límite para el trabajo infantil en los 16 años. Pero se los podrá juzgar y encerrar a los 14. El mismo Estado que invisibiliza a seis millones y medio de chicos menores de 18 años sumidos en la pobreza —la mitad de ellos indigentes—, el mismo que dejó sin atención médica mínima al 47% de ellos, el mismo que permite con su ausencia la muerte de 25 diariamente por causas emparentadas con el hambre, el mismo que les quebró la familia, el que los hacina de a ocho en cuartos miserables, ese mismo se rasga las vestiduras ante el pibe que roba, que ataca, que transgrede como forma de supervivencia.
Con las drogas en una invasión sin freno en los sectores más populares, como un puñal disciplinador que deshinibe para la muerte o mata por propia eficiencia. Todo huele a una oscura política de dilusión y barrido de residuos.
Durante el siglo de existencia de la Ley de Patronato se encerraba a los pibes en terribles ensayos de cárceles: el 90 por ciento estaban presos por pobres. Ese 90 por ciento quedó, en la provincia de Buenos Aires, a la buena de dios —es decir, de las organizaciones sociales a las que el Estado les paga las becas cuando el dinero logra esquivar las prioridades represivas o la férrea estructura de corrupción que todo lo resiste— y sólo se discute qué hacer con el pibe de 14 que comete un delito grave.
No hay espacio ni políticas ni ojos ni reparo ni sopa caliente para el resto. Hasta que el horror los convierta en primera plana.
Y siga dando vueltas con dramática eficiencia el engranaje que decide quiénes recibirán al futuro con palmas en una vereda soleada y quiénes, como él, que se abraza las rodillas en el cordón de una vereda del conurbano, lo verán pasar desde los ventanucos invisibles de un exilio de paco y estigma.
*periodista
El que no sabe quién es festeja sus derrotas y rechaza sus oportunidades
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