La Jornada de México. 13 de enero de 2011. Gustavo Duch
Para vivir, hago memoria, todos nosotros, hombres y mujeres, dependemos del aire y su oxígeno que los glóbulos rojos transportarán y distribuirán a todos los recovecos de nuestro cuerpo.
Del agua para hidratarnos, saciar nuestra sed y refrescarnos del calor. De las especies que nos rodean para mantener en equilibrio a la vida y al planeta, y proveernos de alimentos, leña, remedios naturales, vestido.
De los rincones y paisajes que la naturaleza ofrece para maravillarnos de su belleza y sorprendernos –energía del alma– con una luciérnaga capaz, ella sola, de alumbrar toda una habitación o de un higuera brotando de la pura piedra… Del mar que en su inmensidad es la cuna donde nació la vida y mantiene –receloso– los secretos de la existencia futura.
Para ser, hago memoria, debemos honrar a nuestros antepasados, que protegieron la naturaleza para ofrecérnosla como legado donde se realizan nuestros sueños; y porque es la única manera de que podamos legar a los hombres y mujeres, hijos nuestros, un escenario en el cual cumplir los suyos.
Pero desde el 20 de abril del 2010 un estallido en la plataforma Deepwater Horizon de British Petroleum (BP) ocasionó un terrible vertido de petróleo en aguas marinas, el mayor de la historia: 5 millones de barriles de crudo rebosando por el mar, además de la muerte de 11 trabajadores.
La naturaleza que nos deja ser y nos deja vivir quedó herida. Muchos animales y plantas perecieron entonces envenenados, otros van muriendo cuando el petróleo no recogido los alcanza.
Quienes ingieren este petróleo sufren dolores en el tracto intestinal y enajenaciones mortales por su infiltración en el cerebro. Los delfines, ballenas y cachalotes en ese nuevo mar viscoso navegan desorientados y acaban asfixiados cerca de las costas. Cinco de las siete especies de tortugas marinas existentes en el mundo están amenazadas de extinción, incluyendo la única tortuga marina vegetariana existente.
El atún rojo, casi agotado de tanto sushi, es otra especie marina devastada por el derrame pues el Golfo de México es uno de los más importantes viveros de atún rojo en el mundo. En las zonas del derrame miles de gaviotas, pelícanos pardos y alcatraces untados de negro dejaron de volar.
El chorlito y la majestuosa garza blanca, que tienen costumbre de anidar y reproducirse en esta zona, con las plumas engrasadas no pueden regular la temperatura y mueren de frío, o mueren de calor.
El crudo se infiltró, como un contraste radiográfico, por las venas y arterias de los arrecifes coralinos dejando sus tejidos enfermos por muchos años: un hogar deteriorado para más de 300 especies de peces inquilinos. Al llegar la mancha negra a los bosques de manglares su densidad emboza el drenaje natural con el mar y, consecuentemente la muerte de su vegetación.
Los árboles más recios, más viejos, más fuertes resisten pero infectados de petróleo dejan de producir hojas y la curación completa del manglar deberá esperar varias décadas. Si no ocurren nuevos derrames. Los pastos marinos y remansos de algas donde abundan millones de microorganismos marinos, la base de la cadena alimentaria, también quedaron afectados, y con ellos quien come plancton y quien come al que come plancton, y así sucesivamente hasta los grandes depredadores marinos.
Accidentes lógicos en un modelo de sociedad dependiente del crecimiento sin fin, de la sobrexplotación de la naturaleza y del despojo a gentes ajenas que son días, meses o años perdidos del futuro, gastados antes de disfrutarlos, acabados antes de estrenados.
Conscientes de esto, un grupo de ciudadanos y ciudadanas del mundo han presentado una demanda contra BP no por los daños o perjuicios ocasionados hacia las personas (que los hay, y ya hay quien gestiona estas demandas) sino por atentado contra un sujeto vulnerado en sus derechos básicos: la naturaleza. Y dado que el sistema internacional de derechos, muy atrasado en este sentido, no reconoce a la naturaleza como sujeto –y apelando al principio de jurisdicción universal– toman como respaldo jurídico la Constitución ecuatoriana de 2008, que recoge, entre otros puntos, la obligación de garantizar los derechos de la naturaleza (artículo 277); proteger a la naturaleza frente a los efectos negativos de los desastres en el capítulo de «Gestión de riesgos» (artículo 389); establecer mecanismos efectivos de prevención y control de la contaminación ambiental, de recuperación de espacios naturales degradados y de manejo sustentable de los recursos naturales (artículo 397-2); dictamina como derechos de la naturaleza el «respeto integral a su existencia» y el «mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos» (artículo 71), y reconoce al agua como «un elemento vital para la naturaleza» (artículo 318).
Una iniciativa valiente que apela a una nueva justicia en favor de la naturaleza (no sumisa a las trasnacionales, ni al poder económico o simplonamente antropocéntrica) para que otro mundo sea posible.
* Autor de Lo que hay que tragar. Editor de la revista Soberanía Alimentaria, Biodiversidad y Culturas.
Gustavo Duch. wordpress
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