A los 35 años del asesinato de Francisco Urondo, comenzó en Mendoza el juicio a los policías que lo mataron a culatazos, y se reeditó en Buenos Aires su libro "Patria fusilada", de 1973. Lo que sigue es parte del testimonio que brindó Horacio Verbitsky en la presentación del libro, acompañado por el editor, Daniel Riera, el hijo de Paco Urondo, y Raquel Camps, hija de Alberto, uno de los sobrevivientes de la masacre de Trelew, que es el tema del libro
Por Horacio Verbitsky
Este es un acto político, que realizamos en el Archivo Nacional de la Memoria, donde funcionó el campo de concentración de la Escuela de Mecánica de la Armada, y quiero analizar el contenido del libro que presentamos. Pero no me resulta fácil concentrarme sólo en este aspecto, porque esta ceremonia, en este lugar y con esta compañía, tiene un eco afectivo muy intenso. Además de haber sido compañero de militancia fui íntimo amigo de Paco Urondo y de Alberto Camps. Aquí, en presencia de su hija, quiero decir que Alberto fue lo más parecido a la imagen del hombre nuevo en la que creíamos. La persona más noble, más bella, más buena que tuve el privilegio de conocer en aquellos años.
Hace dos días, cuando Cristina dijo que quería ser puente entre las nuevas y las viejas generaciones sentí que interpretaba el propósito de este acto.
Los sobrevivientes de aquellos años sólo podemos aspirar a ser eslabones de una cadena tendida hacia el futuro. Además de Raquel Camps debía estar aquí Angela Urondo, la hermana de Javier e hija de Paco, pero se quedó en Mendoza porque hoy declaró en el juicio por el asesinato de su papá y el secuestro de su mamá.
Raquel se preguntaba recién qué dirían su papá y su mamá Rosa María Pargas, si la vieran aquí, a mi lado. A Raquel y Angelita les cambié los pañales cuando tenían pocos meses. A Javier también lo conocí de pantalones cortos y lo recuerdo como un héroe infantil. El fue quien descubrió que habían allanado y saqueado la casa de Paco en 1973 y corrió a avisar, lo que salvó a otras personas. Por todo eso es imposible limitarse a un análisis frío del texto que hoy se reedita. Además, estuve presente en el momento en que se generó.
El 24 de mayo de 1973, los presos políticos tomaron desde adentro los pabellones de la cárcel de Devoto para garantizar que se cumpliera la promesa de liberarlos cuando asumiera el gobierno popular. Así Paco pudo reunirse con Alberto, con María Antonia Berger y con René Haidar, los tres sobrevivientes de la masacre de la base aeronaval de Trelew del 22 de agosto del año anterior. Javier Urondo dijo que la entrevista salió fluida, porque el padre del detenido Sergio Paz Berlín, Oaky, había conseguido entrar dos botellas de buen whisky. Recuerdo que además pudo hacer pasar varios pollos rotisados.
En ese momento yo trabajaba en Clarín. Ante la inminencia del regreso de Perón a la Argentina, ese diario había contratado a varios periodistas vinculados con el nuevo proceso político, como Pablo Piacentini, Luis Guagnini y yo.
Clarín trataba de blanquear su historia de complicidad con la dictadura y a nosotros nos venía muy bien para expresar nuestras posiciones en un medio masivo.
Con la credencial de Clarín pude entrar a la cárcel y acompañar a los compañeros. Mi crónica se publicó en la edición del 26 de mayo.
Poco después me fui a hacer Noticias, el diario de Montoneros que dirigió Paco. Aquella noche, con las dos botellas que recuerda Javier, Alberto, Maria Antonia y el Turco se encerraron en una celda con Paco, quien comenzó a grabar.
Perón y otras cuestiones
Para intentar pese a tanta emoción el análisis crítico, elegí unos pocos pasajes de aquel diálogo. María Antonia Berger dice que en los últimos meses “hemos profundizado mucho la caracterización del Movimiento, en el rol del general Perón. Además, en parte, las organizaciones armadas, de ser grupos armados, creo que hemos llegado a ser, o somos ya, los embriones de la vanguardia. Y eso va mostrando un cambio cualitativo en cuanto a nuestro papel”.
Dice que la dictadura de Lanusse “trató de separarnos de Perón” para impedir
“lo que se dio en los meses posteriores: la unidad entre un pueblo, las organizaciones armadas y Perón”.
Durante el reportaje en el aeropuerto, Mariano Pujadas dice que la fuga es significativa de la voluntad de unirse de Montoneros, FAR y ERP, de “luchar juntos por la liberación de nuestro pueblo. Hoy nos separan algunas diferencias políticas, pero estamos seguros que al calor de la lucha estas diferencias van a ser superadas”.
Urondo destaca que “las formas de lucha, el grado de violencia que expresa la guerrilla, son aceptados popularmente” y acota que los militares “nunca supusieron que el pueblo lo iba a aceptar, porque por el hecho de que la extracción de clase de la mayor parte de los componentes de la guerrilla no pertenecía al pueblo, pensaron que el pueblo iba a rechazarlos. (...). Y en tiempo récord lo aceptó.
¿Por qué? No porque la guerrilla sea fabulosa, porque el pueblo sea fabuloso.
No, sino porque el pueblo mismo tenía una experiencia de violencia y de lucha que venía haciendo por sí solo”.
Para María Antonia uno de los principales errores de Lanusse fue “pensar que Perón se vendía por una presidencia, una cosa así, que lo estimaban muy cortamente a Perón y a todo lo que significa el movimiento peronista.
Ese creo que es uno de los errores, no ver qué tipo de contendiente tienen en Perón”. Agrega que también las organizaciones armadas “subestimábamos al Movimiento. Porque nosotros teníamos también un desconocimiento de lo que era el Movimiento y del grado de desarrollo de su conciencia”.
Para René Haidar, cuando la dictadura propuso el GAN, “había sectores traidores del movimiento dispuestos a servir de base a esa política a los que había que combatir, ¿no?, y habrá que seguir combatiendo mientras existan”.
Luego de un análisis sobre el juego pendular de Lanusse y las respuestas de Perón, que lo superan, María Antonia Berger exclama “¡No tenemos líder, eh!”. Estos párrafos que seleccioné y que muestran un alto grado de ingenuidad, reflejan el estado de conciencia de aquel momento y prenuncian los conflictos futuros con que esos compañeros se encontrarán en los años siguientes:
el trato con las otras organizaciones armadas, con Perón y con los sectores antagónicos dentro del peronismo, la relación del pueblo con la lucha armada,
la concepción de la vanguardia. Parece claro por estos recortes que los cuadros medios de las organizaciones que confluirían ese mismo año en Montoneros no tenían la mejor comprensión de lo que se avecinaba.
Lo inimaginable
En otro tramo muy significativo, la misma María Antonia cuenta sus sensaciones una vez que fue herida por los marinos. Estaba tranquila, sentía que iba a morir pero no tenía miedo. Se estaba desangrando, lo que los médicos llaman la muerte dulce. Se preguntaba si los compañeros que habían sido rematados cerca de ellos habrían sentido lo mismo. “No era tan triste. Yo tenía la sospecha de que aunque muriera, todo seguía.
Tenía la certeza absoluta de que alguien iba a pagar por eso, una confianza total en los compañeros... de que algo iba a pasar después de eso. A mí por lo menos esto me ayudó mucho”. Esa era la convicción que todos teníamos entonces, y también mucho después durante la próxima dictadura.
Después del golpe del 24 de marzo de 1976, la conducción de Montoneros decidió enviar a Paco a Mendoza, para reorganizar una regional que estaba en emergencia después de una serie de caídas y delaciones. Antes de viajar me invitó a una reunión en la última casa que habitó en Buenos Aires. También estaba su hija mayor, Claudia. Paco tenía un mal presentimiento.
Sólo Santa Fe hubiera sido peor lugar para mandarlo.
Él había vivido en Mendoza, a partir de su primera detención en febrero de 1973 era conocido, y en las duras condiciones de aquel momento estaría muy expuesto.
Sentía que había suspicacia hacia los intelectuales, hacia aquellos militantes que no se limitaban a repetir las consignas o los análisis políticos de los documentos, que eran farragosos y ramplones, y que no ocultaban sus opiniones aunque fueran críticas. Después de comer nos comunicó esos presagios y nos dijo que si a ellos les pasaba algo quería que Angelita se criara con alguno de nosotros.
En primer lugar, con Claudia. Pero como ella ya tenía dos hijos pensaba que tal vez no pudiera, y en ese caso deseaba que la nena viviera conmigo y con quien entonces era mi mujer.
A menudo cuando Paco y Alicia querían hacer alguna actividad de personas normales, salir juntos, o quedarse solos en la casa, nos dejaban a la bebita por varias horas, de modo que nos reconocía y sonreía cuando nos veía.
Se llamaba Angelita, pero Paco hablaba de ella como Felipita, supongo que en irónica alusión a los hábitos de la clandestinidad. Claudia de inmediato dijo que ella se haría cargo. Todos estábamos dispuestos a enfrentar el riesgo de la muerte como parte de la lucha revolucionaria, pero lo que a nadie se le ocurría es que además de la caída individual pudiera existir la muerte colectiva, la derrota del proyecto en el que creíamos.
Poco después, el 17 de junio de 1976, en una cita envenenada de las que Paco temía, a él lo matan, y secuestran a su mujer y a la bebita.
Hoy esa criatura es una mujer, que está en Mendoza para declarar en el juicio y seguir buscando a su mamá. La abuela materna y la hermana de Paco, Beatriz, que ha muerto hace muy poco luego de escribir un libro hermoso sobre su hermano, consiguieron recuperar el cuerpo de Paco y que les devolvieran a la nena en vez de entregarla a una familia de militares como era común.
El mandato
Angelita vivió con esa abuela, que me permitió visitarla y llevarle algún juguete, hasta que el compañero de Claudia, el Jote Konkurat, intentó cumplir con el mandato de Paco, pero en una forma que terminó muy mal.
Cuando el Jote y otro compañero le comunicaron que venían a llevarse a la nena, la abuela les dijo que antes le cambiaría los pañales y prepararía un bolso con su ropita. Los dejó esperando en la sala y se escapó por la puerta de servicio. A partir de allí no pude volver a verla hasta muchos años después, cuando ella se reencontró con su hermano Javier, que nunca dejó de buscarla. En algún sentido fue mejor así: pocos meses después también Claudia y el Jote fueron detenidos-desaparecidos y nadie pasó a buscar a sus dos hijitos por el jardín de infantes, hasta que llegaron los abuelos paternos desde La Pampa.
Es el tipo de cosas horribles que no fuimos capaces de prever.
Eso no quiere decir que Angelita la pasó bien. Cuando la abuela se enfermó la dio en adopción a un primo de Alicia, que la crió en la ignorancia de su historia y le cambió el apellido. Hasta el día de hoy, Angie sigue peleando con la burocracia para recuperar su nombre, que es Urondo Raboy.
Cuando recuerdo cómo era entonces Raquel, aparecen otros episodios impresionantes de aquellos años. Uno, en especial, que habla del efecto tremendo de la propaganda de la dictadura sobre la sociedad argentina.
En un día como hoy de 1978 se jugó en Buenos Aires el partido final del campeonato de fútbol del mundo. Raquel tendría un año y medio y su hermano Mariano cuatro. Como muchos otros, pasaron ese fin de semana en mi casa. Raquel todavía se acuerda de la perra que teníamos, a la que amaba, y hoy me pidió que le repitiera cómo se llamaba.
Al atardecer, cuando salimos para llevarlos a casa de los abuelo, nos topamos con la muchedumbre que festejaba el campeonato. No corrían subtes, colectivos ni taxis. Sólo podíamos ir a pie. Mariano ya podía caminar y Raquel venía montada a caballito en mis hombros.
Estaban impresionados al ver las calles cubiertas de gente que cantaba y reía. Raquel pidió una banderita como las que flameaban sobre el río de cabezas y se la compré. Era una contradicción tremenda. Imposible no alegrarse ante esa fiesta popular, pero al mismo tiempo sentía en mi mano la mano tibia de Mariano y en mi cabeza las de Raquel que se agarraba de mi pelo, y sabía que eso que estaba ocurriendo beneficiaba a la dictadura siniestra que había destruido la alegría de esas criaturas que amaba. Al llegar a casa de los abuelos, el televisor estaba prendido con las celebraciones. La abuela alzó a Raquel con su banderita, dio unos pasos de baile y dijo:
Ahora voy a salir yo a festejar, para que vean en Europa que aquí no corren ríos de sangre como dicen ellos.
Estupefacto, sólo atiné a preguntarle:
¿No corren?
Esa mujer, casada con un puntero radical mucho mayor que ella, a quien hacía apenas siete meses le habían matado a su primogénito y desaparecido a la madre de los nietos que sólo pudo recuperar por el contacto de Ricardo Balbín con Suárez Mason, se quedó en silencio, con la dolorosa comprensión de la enormidad que acababa de salir de su boca, sin pasar por su mente ni su corazón.
Cuando Raquel comenzó a ir al jardín de infantes se hizo difícil mantener la relación. La abuela creía protegerla ocultándole su historia y sobre todo no quería que el resto del mundo la supiera. Nosotros éramos testigos incómodos. No juzgo a esas abuelas. Hicieron lo que creyeron mejor para los chicos, en situaciones terribles para las que nadie las había preparado. Sólo querían preservarlos de un mundo hostil e incomprensible que ya los había golpeado. Raquel me buscó, después de tener sus propios hijos, cuando quiso recuperar su historia. Lo mismo Angie, después del reencuentro con Javier. De eso se trata lo que estamos haciendo aquí.
Las reacciones posibles
Hablamos de memoria, no de idealización retrospectiva, acrítica.
Frente a cada situación política hay distintas reacciones posibles. Por ejemplo, no tuvieron la misma actitud ante los éxitos de la dictadura Firmenich y Rodolfo Walsh. En febrero de 1977, se distribuyó una cinta grabada por Firmenich en la que minimizaba la cantidad de bajas y desmentía que muchos de los detenidos no resistieran la tortura y en esas condiciones brindaran información que sirviera para producir nuevas detenciones.
Existía incluso un manual con instrucciones para resistir la tortura, planteada como otra situación de combate en la que el arma propia sería la fortaleza de las convicciones ideológicas. Por un lado, Firmenich negaba la generalización y la gravedad de las caídas, por otro, como en el famoso reportaje que le hizo Gabriel García Márquez en abril de 1977, se jactaba de que la sangre de esos compañeros daría vida a la organización.
A Gabo le dijo que la organización no había hecho nada para impedir el golpe porque lo consideraba “parte de la lucha interna en el movimiento peronista” y se había preparado para soportar en el primer año “un número de pérdidas humanas no inferior a 1500 bajas”.
Decía que fueron menos de las previstas, y que en el mismo período la dictadura se había desinflado, “mientras que nosotros gozamos de gran prestigio entre las masas y somos en Argentina la opción política más segura para el futuro inmediato”.
Qué escandaloso desprecio por la vida, no sólo de los enemigos sino también de los propios compañeros. En cambio, al mismo tiempo, en documentos enviados a la conducción, Walsh propuso reconocer la derrota y modificar estructuras y prácticas organizativas para impedir que se convirtiera en exterminio, como ocurrió. Del mismo modo, en la última edición de Operación Masacre escribió que el pueblo no lloró la muerte de Aramburu, cuyo dramatismo pone de relieve, pero no se le ocurrió asociar muerte con alegría.
Si alguna lección se puede sacar de esta historia, es que además de la voluntad y de la entrega es imprescindible el pensamiento propio, la crítica y la autocrítica, que no hay que ser complaciente con los compañeros ni autoindulgente, que no debe aceptarse nada a libro cerrado, ni olvidarse la dimensión de los afectos para convertir a nadie en una fría máquina de nada. Estoy triste, porque fuimos protagonistas de un fracaso, porque somos parte de una tragedia.
En mis primeros diálogos con Juan Gelman después de la derrota, cuando nos reencontramos al cabo de años de no saber uno del otro, le decía que nuestra máxima aspiración podría ser convertirnos en combustible fósil que sirviera de abrigo a las nuevas generaciones. Por eso también estoy feliz al ver el comienzo de la reconstrucción de tantas cosas que fueron destruidas y el surgimiento de esas nuevas generaciones para las que somos punto de partida de su propia marcha. No para repetir la misma historia, lo cual es imposible e indeseable, porque el país y el mundo han cambiado, pero sí para luchar con otros medios y en otro contexto por los mismos valores por los que lucharon ellos, a quienes, ahora, aplaudimos.
La nueva edición
La nueva edición de La Patria fusilada lleva en la portada una ilustración de Angela Urondo, la hija menor de Paco. También incluye “Condiciones” y “Glorias”, los dos poemas de Juan Gelman que fueron el prólogo y el epílogo de la edición de 1973, realizada por la revista Crisis.
El director de la colección Crónicas del Continente, Daniel Riera, incluyó también una serie de acotaciones y de notas al pie, para clarificar detalles de época obvios entonces pero desconocidos por las nuevas generaciones, como en qué consistía el Gran Acuerdo Nacional propuesto por la dictadura de Lanusse o qué significaba la sigla DIPA.
Además la edición contiene el texto completo de la conferencia de prensa ofrecida por los evadidos del penal de Rawson en el aeropuerto de Trelew, ya rodeado por las tropas de la Marina que los recapturarían para llevarlos a la base naval donde serían asesinados.
En anexos se informa sobre los asesinatos de Urondo y Camps y las desapariciones forzosas de Haidar y Berger y acerca de los juicios por la masacre de Trelew y por el asesinato de Urondo y la desaparición de su mujer, Alicia Raboy. Riera es poeta, novelista, periodista y ventrílocuo.
En su show, el ventrílocuo se llama Paco y su muñeco Oliverio, en homenaje a Urondo y Girondo, sus poetas predilectos. No se si sabe que Girondo también era uno de los preferidos de Paco.
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