sábado, 12 de mayo de 2012

Con un lujoso desayuno, la FAO debate el hambre en África

María Torrens Tillack / La Información
Con lujoso desayuno, FAO debate el hambre en África
11 de mayo de 2012.- Hoy he desayunado en el Palace. Pero el lujoso tentempié me ha revuelto el estómago. No se trata de una crítica culinaria; es que estaba en una charla sobre el hambre en el mundo con el director de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, José Graziano da Silva, como invitado.

Llegué acalorada por las prisas al elegante salón del Hotel Westin Palace donde se celebraba, como tantas otras veces, un desayuno informativo con empresarios, representantes del Gobierno y prensa para escuchar a un interesante invitado. El convite en sí no habría tenido nada de especial de no haber sido porque esta vez el protagonista del coloquio era el director de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), José Graziano da Silva.
Me senté a una de las decenas de mesas y alcancé la copa de agua mineral para recuperarme de las altas temperaturas que han llegado a la capital. De repente, fui consciente de lo que estaba haciendo: bebía agua, porque tenía sed. ¿Lógico, no? Como si fuera lo más normal del mundo. Pero es que mientras, el tema de conversación de la conferencia-coloquio versaba en torno a la terrible sequía y hambruna que este año le ha tocado protagonizar al Sahel, esa región subsahariana olvidada que atraviesa África. Me empecé a sentir culpable.
Decorada con un bonito y colorido centro de flores, mi mesa –como todas las demás- ofrecía además un exquisito zumo de naranja natural. Mientras se encendía mi ordenador portátil y comenzaba a tomar nota de lo que contaba Graziano da Silva, tomé el primer sorbo del zumo. No pude evitar que le supiera delicioso a mi paladar. Lo saboreé.

No pretendo juzgar a nadie, excepto a mí misma. Ni siquiera a los organizadores del evento, que probablemente se estuvieran dando cuenta ya de que en esta ocasión el desayuno que habían organizado quizá no debería haberse celebrado como los otros. O sí, porque lo contrario sería también una hipocresía. Estoy segura de que la mayoría del centenar o dos centenares de personas allí presentes ya se habían dado cuenta también de la ironía, de la doblez. Intenté calmar mi conciencia pensando que de todas formas el desayuno ya estaba allí y no iba a arreglar nada no probando bocado. Además, había salido de casa sin tomar nada y “necesitaba” comer algo para aguantar bien la mañana. Otra ironía.
Sandwiches sin la molesta corteza de los bordes, untados con mantequilla, con queso o jamón. Pequeños platos de bollería que relucía a la luz de las lámparas de araña que colgaban del techo. La imagen del croissant, la rica teja, la ensaimada o el bollo suizo invitaban a tomar uno detrás de otro y no parar hasta que me doliera la tripa. Me podía permitir el privilegio de dejar que me llegase a doler el estómago.
Mientras seguía escuchando medio ausente el coloquio sobre los distintos problemas con el hambre, especialmente en Latinoamérica y África (aunque por supuesto también en Europa), me vino a la cabeza la imagen de una madre enfrentada a las caritas de sus hijos pidiendo por favor que les dé algo que llevarse a la boca. Debe de estar desesperada ahora mismo. Debe de estar buscando una solución para esos seres a los que tanto quiere y dio a luz, pero a los que dentro de poco quizá tenga que enterrar.
No me quería ni quiero poner melodramática. No se trata de eso. Pero es la pura realidad. Puede incluso que esa madre llegue a dar de comer hojas o madera a sus pequeños. Y lo peor es que no estaba dejando volar mi imaginación: son testimonios reales de Abdoul, Ibrahim, Mariam o Diahara, víctimas del hambre que nos han contado sus historias a través de distintas ONG desplazadas en la zona. “En 90 días, el Sahel ya no estará en los periódicos ni en la televisión, si no hay un conflicto de por medio, porque empezará a llover”. La voz de Graziano de Silva me devolvió al salón del Palace
El director de la FAO explicaba que con el déficit en donaciones, causado por muchos países que como España han reducido sus ayudas a la cooperación, no va a dar tiempo siquiera a construir aljibes para poder recolectar el agua de lluvia. Solo con eso, según él, el año que viene quizá no habría que hablar de nuevo de la hambruna en ese lugar del mundo. “Esos países no tienen capacidad de inversión propia. Para eso es necesaria una financiación y un compromiso de más largo plazo por parte de los países, que puedan garantizar una continuidad y un final a los proyectos”, pedía.

Contaba que un aljibe por mil dólares podía salvar la vida de una familia en Somalia. “No podemos evitar la sequía, pero sí la hambruna”. El aire acondicionado del lujoso salón enmoquetado me había hecho olvidar ya el calor inicial. Mi mano, fría por el cambio de temperatura, sostenía uno de los sandwiches que ofrecía la mesa. ¡Qué bien sabía! ¡No! ¿Cómo podía tener yo derecho a estar disfrutando de esa comida mientras hablábamos de solucionar el hambre en el mundo? Cierto, hoy no es un día distinto a otro, y como todos los días. Pero hoy se ha convertido en un día distinto a otro.
Mientras observaba los decorados de escayola pintados de dorado en la pared del gran salón esta mañana, escuchaba las preguntas de las distintas empresas invitadas. Querían saber la opinión del director de la FAO sobre la biotecnología, los transgénicos, las algas o el comercio justo como solución al hambre en el mundo.
José Graziano da Silva contestaba diplomáticamente que todo cuanto contribuyera al avance en la erradicación del hambre, era bienvenido.
Las distintas organizaciones humanitarias que también habían acudido al desayuno planteaban otras cuestiones, como por ejemplo la reducción en donaciones que están sufriendo debido a la crisis económica del llamado “Primer Mundo”. Yo ya había terminado el pequeño sándwich. Quizá aún pudiera pegar un bocado a algo dulce. Tenía tan buena pinta… “Nuestro deber es hablar por quienes no tienen voz. Los hambrientos no militan en sindicatos, no están organizados en lobbies, no tienen partido político”, reflexionaba Graziano da Silva. “Quienes tienen que evitar sus problemas son quienes no pasan hambre, como ustedes”.
El director de la FAO no parecía enfadado. No pretendía reprochar nada (o quizá sí). Al menos no pretendía señalar a nadie con el dedo. Lo cierto es que tan solo estaba constatando un hecho. “Es un escándalo que sigan muriendo personas de hambre en el siglo XXI”, comentó seguidamente. “La actual crisis es también una crisis de valores”, opinó, aunque “convencido de que estamos en un punto de inflexión”.
Terminó el desayuno-coloquio. Los asistentes nos levantamos y proseguimos con nuestro día. Dejé atrás los trampantojos de estilo clásico y la lujosa tienda de marca que acoge el hotel. Me crucé con una mujer mayor que pedía limosna… Quizá algo se nos haya removido hoy en el estómago y en nuestra conciencia, pero nosotros llegaremos esta noche a casa sabiendo que podemos cenar lo que queramos.
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Con gran esmero

la buguesía ha perfeccionado
una legión mundial
uniformada ideologicamente
con los más preclaros valores decadentes del capitalismo:
Los vividores.
Su trabajo
es vivir del trabajo de otros,
su placer
es contar en silencio
el número de víctimas
a las que han saqueado algo:
Una cena, un préstamo, un contrato,
una recomendación,
un libro, un empleo, un billetito...
Fernando Buen Abad

(Los vividores.
Semiótica de la moral burguesa-2012)

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